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Isidra

sábado 24 de septiembre de 2022
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Acostada boca arriba en un banco de la plaza Bolívar, con las manos de visera y los ojos entornados, Isidra mira las hojas de los chaguaramos que parecen enormes arañas verdes bajo el cielo azul.

—Si subo por ese tallo tan largote toco las nubes —dice.

El repique de las campanas de la iglesia de la Concepción hace que dé un respingo. Le llega el olor a fritura del carrito de la esquina que vende arepas. Sé que le cruje el estómago. Se pone en pie, se cuelga al hombro su bolsa hecha con tripas de caucho que lleva llena de piedras, me agarra con la derecha y se acerca al cesto de basura. Mete la mano izquierda, revuelve latas y porquerías, y no halla nada de comer. Saca un pedazo de periódico y contempla la foto de una joven de cara redonda y mirada asustada.

—Se parece a la mujer que un día fui —lo acerca hasta casi tocarse la nariz y masculla—. No, no sé —lo tira al cesto.

Oyendo el canto de las chicharras se adormece. Es la hora de la salida de la escuela.

Se tumba en otro banco bajo la sombra de un apamate. Oyendo el canto de las chicharras se adormece. Es la hora de la salida de la escuela. La plaza se va llenando de gente. El rumor de pasos hace que se espabile. Unos mocosos, con pantalones cortos y mochilas en los hombros, le gritan: “¡Veragacha! ¡Veragacha!”. Ella se enardece al escuchar ese apodo, todo Barquisimeto lo sabe, pero, como está loca, a nadie le importa. Se levanta, se aferra a mí con ímpetu de guerrera, me esgrime como una lanza y se va tras ellos.

—¡Me llamo Isidra, carajo! ¡La próxima vez les pego! —dice ella con la voz chillona.

Los mocosos corren espantando a las palomas. Los perseguimos hasta que trepan un pequeño muro. Respira hondo, me recuesta sobre el hombro derecho y comenzamos a deambular bajo el calor abrasador de las tres de la tarde. Arrastra los pies descalzos, la piel de sus plantas está tan muerta como el asfalto. Los harapos empapados de sudor se le pegan al cuerpo. Se detiene. Con la mano izquierda se limpia la frente y los hundidos pómulos. Balbucea que tiene sed. Pasa frente a una panadería y aspira el olor de la harina recién salida del horno. Se sienta a un lado de la entrada. Espera. En vez de llorar, se ríe de su hambre y de su sed. Unos voltean la cara para no verla, otros hasta se cambian de acera. Dos hombres bien trajeados, sumidos en animada conversación, no se percatan de su presencia y se le paran al frente. Ella oye que el más viejo dice que 1946 será un buen año para Venezuela, después del golpe de Estado. No sabe qué significa eso, y no le importa. Se rasca la cabeza renegando de los piojos que a mí no se me pegan. Aguanta, entre ida y risueña, hasta que alguien le deja cerca un refresco; una señora le suelta un par de monedas; pasados unos minutos, una mano generosa le da un cachito de jamón. Se devora la mayor parte y guarda un trocito.

Seguimos nuestro andar. Hoy camina diferente, con los hombros más caídos y los pasos más lentos. Anoche un desgraciado la violó. Aunque recostada a su lado, no pude hacer nada. Ella trató de quitárselo de encima a puñetazos. No lo logró. Sé que ya lo debe de haber olvidado. Para ella olvidar es como el aire, indispensable para seguir viva. Oye un golpe tocuyano que un grupo toca en una esquina y con movimientos torpes intenta bailar al son de cuatros, cinco, maracas y tamboras; con la sonrisa estampada a la fuerza, pero sonrisa al fin.

El crepúsculo incendia el cielo. Un espectáculo que ella no nota por mirar al piso con la esperanza de encontrar una moneda.

Llegamos a una calle bordeada de casas de una planta, con techos de tejas, ventanas de forja y portones de madera labrada. El crepúsculo incendia el cielo. Un espectáculo que ella no nota por mirar al piso con la esperanza de encontrar una moneda, comida, otra piedra para su colección. Oye bulla y levanta la mirada. En la distancia los ve, agrupados para crecerse en la maldad. Son como veinte. Le gritan a coro: “¡Veragacha! ¡Veragacha!”. Tiembla de rabia. Me aprieta con la diestra, me alza y se va tras ellos. Ve que una pedrada alcanza a un perro renco. Lo tumba. Entonces se olvida de sí misma, como la madre que antepone al hijo, me recuesta al hombro y corre a su lado. El animal jadea exagerado. Ella lo soba hasta que se calma. Saca de su bolsa el pedacito de pan con jamón y se lo acerca al hocico. El perro se lo come. Ella lo besa. Después de acariciarle el lomo, camina hacia la piedra, la coge y la guarda en su bolsa. Le gritan de nuevo: “¡Veragacha! ¡Veragacha!”. Me alza y corre tras ellos.

—¡Me llamo Isidra, muchachos del carajo! ¡La próxima vez les pego!

Los muchachos se dispersan entre risotadas y se refugian en los zaguanes de las casas. Al ver que se han escondido como ratas, me apoya sobre su hombro. Victoriosa, echa a andar calle abajo.

Soy su vara de caña brava. Su compañera. Testigo fiel de que es incapaz de lastimar. Sólo me empuña para defender su nombre. Lo único que recuerda. Lo único que le queda, aparte de su dignidad, sus piedras y yo.

(Nota de la autora: Isidra, la Veragacha, fue un personaje popular que vivió entre 1940 y 1950 en Barquisimeto, Lara, Venezuela).

Angelina Peraza
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