—¿Llegó la luz? —preguntó Clemencia rascándose la cabeza.
—No, abuela, y ya no llegará —respondió Demetrio y prendió una vela—. Esta mañana boté lo poco que quedaba en la nevera.
—Huele a mierda —dijo ella.
—Viejita, no empiece que vengo reventao de la marcha de tanto correr y tragar gases lacrimógenos —suplicó él con los ojos irritados y el cuerpo sucio mientras le preparaba un brebaje de avena cruda.
—Huele a mierda —insistió.
—Sí, ¡huele a mierda! El camión del agua tiene diez días sin venir y no hay manera de llenar los pipotes. Si yo no recojo agua, nadie lo hace.
—Tu hermana se va a la oficina muy temprano y llega tarde.
Esta maldita “robolución” nos quitó todo. Coño, hasta el agua y la luz. ¡Qué año el 2019!
—Sí, Florencia se va “a la oficina” muy temprano —repitió con la mandíbula contraída. Le puso el pocillo entre las manos—. Menos mal que usted está ciega.
—Perdí la vista, pero no el olfato —refutó la anciana.
—Yo estoy a punto de perder la cabeza. Esta maldita “robolución” nos quitó todo. Coño, hasta el agua y la luz. ¡Qué año el 2019! Venezuela está como esta casa: oscura y hedionda —dijo Demetrio mirando por la ventanita (que no tenía cristal, sólo reja) de aquel rancho construido con bloques y techo de zinc, en un cerro al oeste de Caracas.
—Bueno, tenemos la esperanza puesta en el presidente Juan Guaidó —replicó ella raspando con la cuchara el fondo del pocillo. Seguía con hambre, pero repetir ración pertenecía al pasado.
Se escuchó el rechinar de los frenos de un jeep. Luego unos pasos, sonó el cerrojo y empujaron la puerta. En una noche con electricidad se hubiese colado el ritmo alegre de un merengue, pero detrás de Florencia entró un silencio funesto y una ráfaga de viento que apagó la vela. Demetrio la prendió después que su hermana echó llave. La miró de arriba a abajo. Era tan morena como él; los mismos ojos negros con la mirada llena de rabia. Ella delgada con culo africano, él flaco con la espalda ancha. Ella de pelo largo, él con la cabeza rapada. Ella dieciséis años, él dieciocho. Ambos hijos de un padre desconocido y una madre asesinada para robarle el dinero de la quincena.
¿De cuál motel vendrá que está recién bañada?, ponderó Demetrio sintiendo picor en los ojos.
—Abuela, le traje pan —dijo Florencia mientras le ponía un trozo entre las manos.
—¡Pan! —exclamó Clemencia ilusionada—. Hijita, gracias.
Palpó su textura, lo olió y se lo llevó con cuidado a la boca desdentada.
—Voy a acostarme. ¿Quiere que la lleve al cuarto? —le preguntó Florencia.
—A la tortura, querrás decir, porque sin las pastillas me cuesta tanto dormir…
—Me cago en este gobierno que nos dejó sin medicinas —masculló él, y mirando a su hermana inquirió—: prepago, ¿de dónde vienes?
Florencia lo acuchilló con sus pupilas dilatadas.
—¿Por qué te llama prepago? ¿Qué es eso?
—Es una tarjeta de crédito. Demetrio está envidioso porque él no la tiene.
—¿Y tú, sí? —preguntó la anciana, extrañada.
—Me la dieron en el trabajo.
—Ya… Gracias a Dios, hijita, te ha ido muy bien en ese trabajo.
Ay, abuela, si supiera lo que significa “prepago”, hasta el pan que se comió lo hubiese desembuchado, pensó Demetrio y apagó la vela de un escupitajo.