XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Un robo divino

jueves 29 de septiembre de 2022

Pues la verdad es que todavía llevaba un buche de vino caliente en la boca cuando entré sigilosa como una mentira en lo del Maracucho, con ánimo de cerrar el trato por el que había venido desde Hachepunto.

Uno de los tres clientes que por allí deambulaban, amodorrado en el sopor salvaje de la selva, rayaba distraído la barra mugrienta con la uña tiñosa de su meñique derecho y a ratos miraba el volar errático de una mosca preñada y a ratos se quedaba observándome las tetas con intriga, mientras yo sólo prestaba atención al hilillo de anís a granel que le corría por la comisura de los labios y que le hacía parecer una alimaña recalentada babeando.

Siempre hay galerna en lo del Maracucho, aunque la mar esté tranquila y lejana, así que una sabe cuándo se mete entre las palmeras, pero no tiene ni idea de los cocos maduros que le pueden caer en la cabeza y de todas, todas, parece que acaba de arder, por su dejadez, por los rastros de angustia vieja que respiran sus paredes, por el pringue de petróleo que embadurna los techos de las estancias, puesto que hasta él mismo parece una llama que nadie puede apagar, una suerte de antorcha aceitosa como las que arden perennemente en las seis refinerías de la bahía, iluminando con su resplandor enfermizo las riberas del lago.

Este hombre occipital empezó su carrera de choro asaltando los sábados a los empleados que salían de las refinerías.

Todos le decían El Oasis a aquello, más que nada por lo que sugerían las dos palmeras y el entrometido sol crepuscular hundiéndose en las aguas con las que tenía decorado el exterior del local, pues dentro, en las lindes del mostrador de cinc, nada se parecía a la ficción que el dibujo de arena y agua proponía.

Este hombre occipital empezó su carrera de choro asaltando los sábados a los empleados que salían de las refinerías con los bolsillos llenos de dólares o de bolívares —cuando el bolívar valía medio dólar—, amenazándolos con un machete herrumbroso que apuntaba a la entrepierna, y para cuando yo le comencé a seguir la pista para frenar aquellos delitos que aún eran pequeños, ya se estaba metiendo con las cisternas chicas de petróleo, acorralándolas en los recovecos de las carreteras, desapareciéndolas por entre los palmiches, tres kilómetros adentro de la selva y vaciándolas en los depósitos subterráneos que perforaban el subsuelo de la casa y paulatinamente la desarrolló y engrosó pasando a fachar camiones cisterna de siete ejes, sesenta y cuatro ruedas y una capacidad de ochenta mil litros de crudo Merey, o sea que cuando aparecí por El Oasis yo creía que la fiera seguiría igual, ungida por la misma perversidad que yo había conocido y neutralizado, empapada en la misma indisposición al diálogo sobre todo lo que tuviera que ver con el pasado, su pasado, que tendría las venas marcadas corriéndole sin ley por sus caras, como los ríos en los mapas de cartón que colgaban de las paredes de nuestra infancia.

Porque mi amigo Maracucho tenía más de tres. Caras.

En dependencia de con quién hablaba una u otra asomaba, dándole la apariencia de que lo hacía en la verdad, una verdad más mentirosa que todo aquello en lo que se escudaba para hacernos creer que no mentía.

Mi gran amigo Maracucho nunca quiso despojarse de su pasado ni del objeto que se lo recordaba: las esposas con las que yo le detuve en Ciudad Bepunto, sellando así la cremallera de su carrera dislocada.

Arrastraba el uno desvencijado como una tormenta y las otras le colgaban descuidadamente de la muñeca derecha, sin ley: una argolla la llevaba atada y la otra suelta, como un ocho de goma, y detenerlo no fue fácil, pero resultó imposible paralizar aquella su decisión de no cambiar, de seguir siendo él mismo, aunque casi ya no lo fuera, o sea que canjear un camión cisterna de petróleo por un camión de vino chileno era una de las burbujeantes transacciones de las que el Maracucho disfrutaba tanto como nosotras, la Charrúa y una servidora.

Me extrañó un tanto que él no viniera a saludarnos en persona, máxime cuando nos habíamos visto cinco días atrás para cerrar el canje, y aunque débil y aperreado sí que lo encontré, no tanto como para suponer lo que su hija, la Macadamia, de la que no haré descripciones que no sean síquicas, nos dijo.

Mi gran amigo Maracucho llevaba dos días frío, de algo suyo y ella me ofreció las esposas con las que he dicho que yo le detuve cuando era una paco y me dijo que su papá le dijo que como en el lugar al que iba no apreciaban en nada lo de los sentimentales recuerdos y el pasado sanguinario que tenía, pues que me las diera para zanjar una deuda que había colgado de su muñeca durante treinta y dos años, unas Viper de acero al praseodimio que no se las saltaba un gitano-canguro y que a buen seguro le habían mordido los desahogos de la muñeca hasta incrustársele en las carnes, dejándole una cicatriz que ahora no era ya nada.

Me lo imaginé yerto y a su hija abriéndoselas con la llave que yo le di y que me aseguró cargaba desde entonces en la cartera, en espera del día que ya le llegó: oí el clic-clic del mecanismo, el oscuro sonido de los herrajes al desatornillarse, vi la marca blanca que habían dejado en la muñeca, como la aureola craneal de un santo un tanto perdido y filibustero, y pensé con alegría cómo Maracucho —a pesar de lo que le hice— me había permitido trabajar con él cuando me dieron de baja en el cuerpo de policía por unos sobornos pichingueros que acepté y que estaba al fin libre de una vida encadenado a sí mismo, a su obstinación enferma de ser quien había sido aunque en ello se jugase lo que todos solemos tener por principal y más importante.

Me rehíce de los resultados de aquellos pensamientos tan fúnebres y le dije a la Macadamia que si le parecía bien el intercambio sería en el puente Depunto a las dos de la madrugada, a siete kilómetros de Pepunto Ipunto y a cincuenta y tres de la guarida de Elepunto Cepunto, donde ahora estábamos, pero aunque le satisfizo la propuesta y en la negociación no hubo ni disensos ni malas interpretaciones, no sé, me dejó preocupada determinado brillo que percibí en sus ojos, cierto reojo, una especie de llamada sorda para que me diera cuenta de algo que se me escapaba.

Según el plan, nos cruzaríamos en la noche fulgurante y olorosa de Emepunto, en los bordes de una carretera de seis carriles a 47 metros por encima del agua salobre y envenenada por el petróleo adherido a rocas y ramas, y en el aburrimiento de la hora que no llegaba me fijé en la Charrúa oliscando el aire como una loba germinada en las entrañas de aquel aceite untuoso y negro e inmediatamente mis ojos se fueron hacia las luces amarillentas que alumbraban la bahía y entonces pensé en el Maracucho, como si todo aquel decorado luminiscente fuese su velorio, y saboreé el aroma encapsulado del vino que llevábamos entre las patas.

Pensé también que me habría gustado más intercambiar petróleo por vino que vino por petróleo, pero también sabía que asaltar un camión cisterna con ochenta mil litros de crudo Merey a cincuenta dólares el barril, no era lo mismo que noquear a un camionero que transporta vino chileno, 180 cajas, o dos mil botellas de Bicentenario Reserva que podríamos vender por treinta mil dólares, pues para el primero —por las medidas de seguridad mecánica y electrónica de estos artefactos de 54 metros de PDVSA— se requerían por los menos cinco personas adiestradas en tales manejos, y para el nuestro bastaba con darle al vinatero, usando algo sólido y barato, un golpe certero en los rumbos de la crisma.

 

La Charrúa y yo cruzamos las vías que a esas horas estaban silenciosas y abandonadas, nos subimos a la cabina de la cisterna.

Lo vimos venir bajo el cielo nocturno de tinta china, vimos el descomunal chuto echando la luz asombrosa de sus faros sobre el asfalto y en un quítame allá esas pajas, la Charrúa y yo cruzamos las vías que a esas horas estaban silenciosas y abandonadas, nos subimos a la cabina de la cisterna, en tanto que un par de sicarios abruptos y destemplados hacían lo mismo con el transporte que habíamos robado, y sin decirnos nada sonoro nos disolvimos en el zumo negro de la noche, como lo hacen los sueños y las mentiras.

Volvimos al lugar del que habíamos salido, el Matadero de Pepunto Ipunto, que era una construcción colosal de concreto y cabillas cerca de la cual asaltamos al vinatero cuando volvía de hacer obras mayores en los baños de un restaurante: no me hizo falta más que correr, como un visillo en la tarde calurosa, el borde de la camisa de seda que me tapaba la fosa ilíaca derecha y hacer que se asomase, con la timidez propia de lo que es de importancia, la culata de la Glock cargada con seis balas que también le confisqué al Maracucho cuando lo de las esposas.

Al vinatero le cambió la color según venía a subirse al remolque y, haciéndole gestos de que se moviera, me lo llevé cerca de unas palmeras para que descansara de tantos agobios.

La Glock hizo clock cuando la descargué sobre su cabeza —1,8 kilos de acero al gadolinio— pero como yo, por experiencia de cuando fui paco, o paca, sabía los grados de pérdida de conciencia que se podían provocar, pues opté por infligirle un quebranto craneal del dos, de los siete de los que podía disponer en función de la violencia del golpe.

El resto lo hicieron unos trapos impregnados de gasolina en la boca —no encontramos nada más higiénico en el camión— y unas vueltas de cinta americana bien arrolladas en brazos y piernas, así que cuando volvimos al restaurante y a las palmeras aledañas, pues pudimos comprobar que acaso el menoscabo craneal propiciado era del cuatro en vez del dos, dada la falta de ánimo con que se le veía desmayado, atado y amordazado a la base rasposa de una palmera cocotera. Le dejamos a un lado unas botellas de agua —para que se las bebiese cuando algún samaritano le soltara de sus ataduras— y unos sánduches medio caducados, y nos abrimos para allá adonde íbamos.

Una vez que salimos del puente y sentimos cómo las negras tripas del camión se balanceaban extrañamente de un lado para el otro en cada curva, nos detuvimos a beber vino y a reflexionar a la derecha del río Catatumbo, que estaba a la izquierda del hotel al que deberían haber ido las botellas.

En tanto caían los pomos de dos cajas, hablamos de la hora a la que nos había dicho el Sarraceno que vendría a hacerse cargo del camión cisterna para escanciar los casi seiscientos barriles Merey en uno de los depósitos secretos que el Maracucho, o ahora su hija, ponían a su disposición, en una suerte de franquicia delictiva, y después irlos vendiendo en garrafas, botellas, latas o lo que fuera, a los campesinos de la zona, quienes le podían pagar hasta treinta centavos de dólar por cada litro de aquella pestilencia negra.

El Sarraceno era un berberisco extraño, de no sé qué tierras llenas de arena, que vino en la cola de los trabajadores que enseñaron a los maracuchos las formas de extracción del petróleo que supuraban estas lagunas, y era alto como un minarete a los que se asoman los muecines para decir las que sobre Alá dicen y era, con gran diferencia, el más perverso, retorcido, desalmado y cruel de cuantos villanos deambulan por esta historia que estoy contando, incluyendo a las chupabrocas, mamatuercas y membrillosas de la cana y esto, aunque pueda parecer obra de un prejuicio contra lo arábigo, no lo es, ni se cuenta aquí como parásito o deudor de un tópico, no: el Sarraceno era tóxico para la salud, igual que una emanación de sulfuro, y nosotras, o yo, no disfrutábamos mucho en los canjes con él pero, eso sí, era quien mejor sabía pagar y a su tiempo.

Y para ilustrar su venenosidad, diré que el propio Maracucho tuvo en su tiempo un asunto de pistolas con él, aunque ahora parecía que la calma los acunaba y dormía y podían seguir en negocios sin saltarse a puñetazos las narices y sin tener que vigilar sus espaldas.

Yo vi cómo la arenilla se derramaba como la de un reloj desde las tripas de la caneca hasta su boca y cómo el Sarraceno se la tragaba.

El arábigo este tenía la excentricidad y la estrambotía cosidas a la piel, y para que se hagan una idea de hasta cuánto, yo fui testigo de cómo en cierta ocasión en la que hicimos un trabajo conjunto se bebió para celebrarlo una botella de medio litro en la que había arena dorada y fina, la misma de las playas hermosísimas de Emepunto: yo vi cómo la arenilla se derramaba como la de un reloj desde las tripas de la caneca hasta su boca y cómo el Sarraceno se la tragaba con el mismo inmenso regocijo de quien se bebe una botella de Bicentenario refrescada en las aguas cristalinas de un arroyo.

Yo no podía decidir cuál podía ser el camino que aquella secreción abrasiva tomaría en cuanto llegara a su estómago, si el de los intestinos o el de los riñones, y hasta me reí al pensar que a lo mejor el morisco al mear se echaba unos chorros de arena de no te menees, pero esto último entra en el terreno de la ficción, o mejor, de la elucubración, ya que no tuve la oportunidad de verlo en la secreta acción mingitoria.

Pero lo que sí es verdad es que jamás le vi beberse un trago de agua o de vino y nunca entendí cómo le funcionaba el cuerpo bebiendo arena, así que deduje que acaso en los abrasados confines en los que vivían los de su raza las cosas iban así, un poco desordenadas, extravagantes y secas.

 

Tábamos ya calandrias perdidas con la sei botellaévino encuanti que salieron de entre las piedras cuatro pacos, pequeños y resecos como mi chichi a aquellas horas di borrachera, cuatro paquitos que nos cogieron enmediodormías y qui nos mitieron la metrilleta por la boca, endiciéndonos qui las manoárriba, como si lo íbamos a entender con aquello y íbamo a soltar las botellas di vino chileno pa’que se las bibieran ello.

Il paquito quipaicía el jefe nos dijo qui estábamos detenías por un robo de vino y yo, en mi cabeza istropeada por el vino, entendí que el robo era divino y por eso yo le pregunté que entonces cuál era il problema.

El paquito me puso caras, como indiciendo que si yo ira tonta o ritrasá y yo, por mucho que el paco llevase dos calaveras bordadas en las hombreras del uniforme, le dije que ojo, que ritrasá siría su padre puto o su puta madre y que no estaba il barro para hacer muñecos y que tenía los ovarios coloraos, grandes e inflados.

Ni lacharrúa ni yo —¡!— sabíamos que las Faes —las Fuerzas Armadas Especiales— tenían una sección de policías pequeños, para miterse a rascabuchiar en los sitios en los que los demás no caben, pero el hecho cierto es que aquellos cuatro pisaban en total lo de dos, aunque malencarados y asustantes sí que eran, pero al ver que la mitralleta les rebasaba en altura, pues a una le venían jolgorios por dentro y ganas di riír y si digo esto es porque sentí quilpuñetazo que le arreé al qui me mitió la metralleta en la boca lo echó a unos dos metros de distancia, cuando lo normal en un paco di talla habrían sido unos diez centímetros, una acción pugilística que no debí hacer, in vista de la gravidá penal quil fiscal li dio en el juicio al que nos somitieron unos meses más tarde.

Aquellas sabandijas en miniatura no salieron, como pensé en un momento, de entre las piedras, sino de la panza del camión cisterna en el que llevaban escondidos vaya usted a saber cuánto.

Según parece, los pacos pequeños ya estaban metidos en el compartimento que añadieron al camión para ocultarlos cuando la hija del Maracucho se birló el tanque, pero lo que querían en verdad era atrapar a los que compraban la mercancía, o, como era el caso, a los que la canjeaban por otra también robada, y entonces entendí lo del brillo peculiar en sus ojos y el aviso sin palabras que la hija del Maracucho me quiso dar cuando acordamos lo de la cisterna.

Y desde entonces todo se fue a la mierda. A esa de la que ya nunca saldremos. Aunque vencida la pena, nos dejen salir de donde nos tienen escondidas.

Poco después, dicen que una mañana en la que los pájaros y las pájaras dejaron de cantar, desmantelaron a hachazos El Oasis, dejándolo como un purito escombro después de unas fiestas del Santo, encontraron más de diez depósitos clandestinos de carburante repartidos por el suelo de la selva, los sellaron con concreto de treinta centímetros, detuvieron a casi toda la morralla que se dedicaba a los asaltos de camiones, furgones, camiones cisterna y demás vehículos por las riberas de los cuatrocientos kilómetros de lago redondo, incluido al Sarraceno y a la hija del Maracucho y a la Charrúa y a mí nos dejaron sin un bolívar y sin ganas de nada que tuviese que ver con transacciones nocturnas o diurnas y nos encerraron en la guandoca de Los Teques —¡uyuyuy!, para doce años—, y así que la tabarra tabanera de allí dentro nos perjudicara al extremo las mentes que ya iban bastante estropeadas.

 

Saben, en la cana joden muchas cosas, pero una de las que más me mortifican y revientan a mí —más que la cirrosis que el médico del presidio me ha asegurado que padezco en fase tres de las cuatro en las que se gradúa aquélla— es el no poder cruzarme en ningún momento ni con la hija del Maracucho ni con la Charrúa, debido a las escrupulosas órdenes de separación, de aislamiento, que esas majaderas uniformadas nos han aplicado y que nos han convertido en una especie de imanes de carne con los polos homónimos constantemente enfrentados.

Parece ser una estrategia de la dirección del penal que la biblioteca sólo sirva para amontonar libros amarilleados de esos que sobran en los estantes de las librerías.

Otras que atascan mucho y afligen son la falta de vino y de sexo —yo no toco hembra— o la imposibilidad de leer libros acordes con la preparación de una, de esos que tienen muchos santos y pocas letras, pues aquí es normal ver a la taruga de tu compañera de celda sosteniendo bocabajo entre las manos el VI tomo de Física rotacional del espacio cuántico, ya que parece ser una estrategia de la dirección del penal que la biblioteca sólo sirva para amontonar libros amarilleados de esos que sobran en los estantes de las librerías y que consiguen que las más tontas se vuelvan aún más cretinas y todas las demás vayan babeando por ahí conmocionadas por lo que han leído en tales páginas. Vamos, una auténtica penitencia síquica.

Ya yo sabía que no me lo permitirían, claro, como que un león nunca come hierba, pero así y todo intenté que en la jaula me dejaran llevar en la muñeca derecha las esposas que el Maracucho me había devuelto, para recordar que todas somos rehenes de nuestro pasado, pero me dijeron que nanay, que de qué película me había yo escapado, que una presa como yo no podía pedir ni la hora a los funcionarios: de manera que en las horas negras y tristes de la prisión, en vez de secretar por los ojos un rosario líquido de lágrimas o componer una gaseosa cancioncilla desgarradora, pues le he pedido a una de las presas —que sabe leer los libros bocarriba y está más educada que cualquiera de las uniformadas— que me escriba con buena gramática esto que leen y me he hecho una copia en cartón de las Viper, que son las que, amarrada a la cama del hospital por otras de verdad, llevo colgando de mi mano ahora.

Y ello me acerca a mi amigo Maracucho y el solo bailoteo de las mismas en mis manos me hace entender y superar encrucijadas que antes me parecían excentricidades de una mente enferma o arrinconada.

Si ustedes me vieran.

Iñaki Pérez de Armendía
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