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La mala sombra

sábado 15 de octubre de 2022
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Te dije que se moría, ¿te recuerdas?, te lo dije en el patio, mientras oíamos los gritos por el dolor que se le desparramaba por todo el cuerpo, por dentro y por fuera, porque fue así, ¿verdad?, en los primeros días fue por dentro, según dijiste tú o según dijo ella, que se le retorcían las tripas y se le disparaban cañones contra las paredes del vientre y cuando los cañones explotaban sentía el estrangulamiento, como cuando se le tuerce el pescuezo a una gallina para matarla, y estábamos en este mismo patio oyendo los gritos que salían por la ventana de su cuarto, y yo te dije se nos muere la Catirita, y tú que no, que los velones tenían una llama azul de cielo claro y que la esperma estaba dibujando el rostro de Nuestro Señor y eso significaba cosas buenas, y seguiste rezando en medio de aquella oscurana en el patio, porque era de noche entrada, ¿te recuerdas?, más de medianoche y sin luna, únicamente luceros y los mangos un poquito más abajo del cielo, y mientras tú rezabas con un silabeo interminable, yo pensaba que los velones no servían más que para alumbrar, pero tú no dejabas de invocar a cuanto santo y espíritu conocías, eso sí que te sabías de memoria, los nombres del santoral y de los mawari, que no sé para qué, porque igual se murió al amanecer, mientras tú rezabas meciéndote despacito en el chinchorro de curagua que te habían regalado en Margarita en aquel único viaje que hiciste con ella en vida, ¿te recuerdas?, un viaje de penitencia, según dijiste, porque costó Dios y su ayuda recorrer las no sé cuántas leguas que hay desde Las Claritas hasta Puerto La Cruz en ese camión destartalado que era de Romerito y que fallaba a cada rato tosiendo todo el camino, según dijo ella que esté en la paz de los muertos, tal y se entiende están los que ya no están, muerta como los otros dos pichones que ni a púberes llegaron con tanta mala suerte, que decir mala suerte es decir mala vida, tú lo sabes, es muerte de a poquito, muerte con un hilito de aire nomás, y los que se van pierden el aire que les queda a los vivos no sé ni para qué, porque ahora están los tres metidos en un hueco en la tierra, y acaso ni te has fijado en el monte que les ha crecido alrededor, pura mala hierba donde no nace ni una flor para el consuelo, y por eso al principio sentí pena, pero después ya no, porque lo que hay son huesos y gusanos descomponiéndose juntos en un cajón que también se va pudriendo, como la batería del camión de Romerito, que según dijiste tú o según dijo ella, cuando se les paró la primera vez en medio de la carretera y abrieron el capó se estaba vomitando la batería y eso era que se estaba pudriendo, dijiste, pero Romerito consiguió salvarla el tiempo que duró todo el trayecto, por eso tardaron más en llegar adonde por fin vieron el agua azul, ¿no fue así?, cuando ella lo contaba entornaba los ojitos y los dejaba mirando pa’ arriba, como si estuviera viendo presagios en las nubes, y ella debió saber lo que veía y no decía nada, miraba pa’ arriba y se reía con la boca abierta, y seguía contando lo del viaje a Margarita que duró dos días enteros nada más para llegar al puerto, y después para subir al ferry que, según dijiste tú, de vaina subieron porque no querían dejar entrar el camión que daba mala impresión a los turistas, pero Romerito resolvió el problema metiéndole unos reales en el bolsillo al acomodador para que el camión cruzara el mar a bordo del María Guevara, ¿no fue?, y el mar que vieron era una sabana inmensa pero azul, según dijiste tú o según dijo ella, tan inmensa que no se veía dónde terminaba, porque ni tú ni ella habían visto nunca el agua azul ni las espumas, sino los ríos de agua verde y marrón que hay aquí, aunque según dijo ella las espumas del mar eran como las babas de río que se arrinconan en la ribera entre las raíces y las hojas, y que la baba es amarilla y la espuma en cambio es blanca, y que por eso ibas tú blanca del susto, montada en ese barco enorme, y te mareaste, se te fueron los colores de la cara, mareadita como si te hubieras columpiado en el chinchorro igualito que ella cuando estaba contenta, que se sentaba en el borde del chinchorro y se impulsaba con los pies descalzos desde el suelo y a medida que subía y bajaba se impulsaba con más fuerza y llegaba más alto, y las cabuyeras se resentían con ese ruido breve y filoso que sonaba a quejío de vieja cuando, según decía ella, volaba hasta las nubes y estiraba las piernas hacia delante abriendo los dedos de los pies en un abanico sucio de arena y ceniza, entonces se reía, ¿te recuerdas?, con la boca abierta se reía como si devorara las nubes una por una, ¿verdad?, decía que se tragaba las nubes, que las masticaba y después se sacaba las hilachas de entre los dientes y las tiraba hacia atrás para que la brisa se las llevara, porque con esas hilachas, según decía ella, Dios tejía las gotas que caían como lluvia, y tú y yo sabíamos que eran las hilachas de los mangos que se comía, porque pasaba todo el día comiendo mango, con la cara embadurnada de carato y las hilachas se le quedaban entre los dientes, que los fue perdiendo de uno en uno en la enfermedad, por eso ya luego le costaba comer y después dejó de darle hambre, tan buena boca como era, se le pasmó el apetito, según dijiste tú el día que te echó pa’trás con el plato enterito bajo una nube de moscas, y tú las espantabas mentando madres, echándole la culpa a las moscas y con toda razón, eso sí, porque esas moscas trajeron la desgracia al pueblo, y traer entonces fue lo mismo que llevar, porque se fueron llevando en peso a la muchacha en tan poquitos días, sin manera de hacer nada, según dijo el doctor Efraín cuando por fin apareció y lamentó la distancia y las carencias del pueblo que ni a pueblo llega, según dijiste tú, colorada de rabia y de pena, y yo sabía que era verdad, porque cómo va a ser pueblo una mina, aunque algunas veces creímos que sí lo sería, ¿te recuerdas?, por allá por los setenta, cuando los gringos salieron en estampida enfermos de paludismo, que esos catires no aguantaban un picotazo de zancudo, tan blancos como eran que se ponían coloraos de sol y se les infestaban las ronchas, y eso era que el agua estaba contaminada con tanto mercurio, según dijeron, que ahí empezó trabajando el compadre Antonio disolviendo el cianuro de la piedra, y después otra vez en el noventa y pico, pa’ entonces ya se nos había muerto el manquito de unas fiebres que lo quemaron y lo dejaron chamuscado, aunque tú seguías con la cantaleta de que no fueron las fiebres sino los makunaimas, que de perversos que son esos fantasmas andan por ahí desatando desgracias y le metieron ese espíritu malo al niño, según te dijo el piasán cuando llevaste al hijo a que te lo curara allá en Karuai, y se pasó tres lunas recitando y cantando para invocar a los mawari, porque ya la medicina de aquí no dio para más, y tú dijiste que te llevabas al carajito para tu tierra a que el curandero lo salvara, que tú confiabas en el poder de esa magia porque era magia buena y todo eso, pero el maléfico espíritu se le había posesionado completico a la criatura según dijo al final el piasán, que yo respeto mucho lo que dice tu gente, pero me ofende que dijeran que los hijos se nos mueren porque te ajuntaste conmigo, que como soy minero donde pongo los pies hundo la tierra y donde pongo las manos seco el monte, que puede ser verdad, porque el trabajo en la mina malogra la tierra y los árboles y las aguas, pero es de lo que uno vive, o al menos de eso vivíamos hasta que el gobierno le dio las concesiones a esas compañías extranjeras que llegaron con unos molinos enormes y unos tanques, y empezaron a parcelar la tierra y a nosotros nos arrimaron lejos, pa’ donde no había modo de sacar buen oro, porque los filones de oro bueno se los dieron a las compañías, que no estuvo bien que el compadre Antonio y yo nos pusiéramos a trabajar con el ingeniero que asignaba las parcelas, zorro por demás que era ese ingeniero, porque nos quiso joder desde que llegó, según me dijo el compadre un mediodía en el corte de La Rubiera, donde ya teníamos como tres semanas sacando tierra para abrirle cielo a unos diamantes y nos empapó la lluvia en esos días de aguaceros cerreros, ¿te recuerdas?, hasta el río se desbordó una noche, y cuando estábamos a punto de tocar la laja, el ingeniero nos cambió de lote con el cuento de que la parcela estaba muy pegá del río, embustes de ese cabrón, me dijo el compadre Antonio, que no fue por eso sino porque había negociado la parcela con otros mineros de la compañía que no tuvieron que fajarse a sacar los siete metros de tierra que sudamos nosotros, y por eso nos fuimos y tú te encabronaste cuando te dije que me iba, porque a ti te importaba la quincena y si me iba la perdíamos, aunque yo igual me fui con mi compadre a buscar otro filón y fue cuando te pasaste como un mes sin convivir conmigo, te mudaste de chinchorro con la Catirita acurrucada entre las piernas y me negaste desahogo hasta que no aguanté y me fui a pasar la noche con la Anaconda, la putica aquella que según decían tenía la bocabaja más grande que una cantera, pero daba gusto acostarse con ella porque era una muchacha limpia y perfumada de jabón de olor, y tú te pusiste fúrica cuando supiste que yo andaba amancebao por esos días con la Anaconda, por eso volviste conmigo y ya no fui más con ella, porque me tenías el ojo puesto y porque ya no me hacía falta, que mujer con una a mí me basta si cumple como manda la naturaleza, pero me hubiera muerto de una cojonera, porque antes de lo de la Anaconda me costaba trabajar, cargado como estaba por dentro, que si hay macho y hembra es para que se expriman juntos el cariño, y así como sale leche del hombre sale miel de la mujer, según dijo tu abuelo cuando nos juntamos, y él sabía de qué hablaba porque era el piasán entonces, ¿te recuerdas?, lo sabía todo tu abuelo, que si hubiera estado vivo cuando se nos enfermó el manquito no se hubiera muerto la criatura, y si la medicatura que montó la compañía hubiera estado cuando el mayor se nos ahogó en el río, digo yo que el doctor Efraín le hubiera sacado el agua sucia de los pulmones al muchacho, como hizo con el hijo del mecánico cuando el remolino lo jaló y después lo soltó media legua río abajo, pero la compañía construyó el campamento y la medicatura al año siguiente, que con esas vacunas ni fiebre amarilla, ni moquillo, ni venéreas, que es lo que dice el doctor Efraín que nos mata, eso y las trifulcas con los garimpeiros, que tenemos que andar con ojos en la nuca pa’ cuidar unas pepitas, porque al doctorcito no le alcanzan los hilos ni las agujas pa’ coser tantas heridas de bala y navajazos, ni pa’ curar las infecciones que se contagian, ni las fiebres del agua que según dicen siguen contaminadas, y será verdad porque los hijos se nos murieron envenenados como dice el doctor Efraín, que yo no me explico cómo es que el doctor no se va de aquí donde vivimos con la muerte en el filo del machete, acostumbrados a morirnos diario, que según dijiste tú la muerte es la sombra que llevamos los mineros, eso dijiste cuando encontraron al compadre Antonio con el tripero afuera a punta de puñal, ahogado en su propia sangre, ¿te recuerdas?, no tenía nada de raro, es verdad, pero era el compadre y era buena persona, por eso digo que aunque parezca que estamos vivos, estamos muertos con un poquito de aire nomás, y mira que se lo avisé al compadre que no dijera nada de las pepitas que encontró, pero no me hizo caso y le llevó las muestras al negro Peter para que se las pesara y el negro le dijo que no valían nada, pero fue pa’ joderlo, no era de fiar ese trinitario porque era muy reilón, todo el día con el diente pelao, por eso no te daba buena espina y tenías razón, que tampoco a mí me caía bien ese negro forrao en oro, con mucha labia, eso sí, que a la Catirita nos la tenía alumbrá con flores y piropos, y la muchacha tan ingenua paraba la oreja porque qué iba a saber lo que el negro Peter pretendía, que la inocencia es falta de maldad según dijiste tú, y ella no la tenía, que por eso le recibió la sortija que le fuiste a devolver al negro Peter cuando le conociste la procedencia y le juraste muerte si se acercaba a la muchacha, furiosa como estabas ese día, nunca te había visto así en la vida, que si te hubiera cortado con un cuchillo no hubiera salido ni una gota de sangre de la rabia ciega que te entró en el cuerpo con lo de la sortija, ¿te recuerdas?, un diamantico mal cortao y mal pulío, montadito, eso sí, en una base de oro fino que le encajaba a la medida en el dedo a la Catirita, y cuando regresaste a la casa, mentando madres y manoteando el aire, seguiste de largo hasta el patio y me encaraste con los ojos como paraparas gigantes y me zarandeaste el chinchorro con tanta fuerza, yo me acuerdo clarito de ese día, que fue cuando dijiste que en mala hora te ajuntaste conmigo, que se nos había escurrido la vida malamente, que la mina nos había robado dos hijos y ahora nos quería robar a la Catirita, me amenazaste con irte del pueblo que ni a pueblo llega, según dijiste tú, y en un santiamén te pusiste a recoger tus cosas porque ya enfilabas pa’ tu casa, como si esta no lo fuera, pero cuando te alterabas tu casa era la churuata de tu gente en Karuai, de donde según dijiste tú no debiste salir porque para nada te ajuntaste conmigo, que pura mala vida yo te daba, que te había sacado de allá para traerte a vivir en un filón de piedras sucias, que ni oro ni diamante se comen, que las aguas de tu tierra eran limpias y los ríos de aquí lo que arrastran es mierda, y yo qué te iba a contestar si en todo decías verdades, que hasta vergüenza me dio contigo y me quedé callao, pensando que si te ibas estaba bien, pero que si no, yo tenía que solucionar todas esas quejas y no sabía cómo, si lo único que sabía era meterme hasta la cintura en un corte a buscar oro, que es lo que se hace por aquí, aunque desde que llegaron los chinos no hay dónde sacarle jugo a la tierra, rojita y pelaíta que va quedando, con esos socavones como heridas, porque rompen y queman la tierra que da miedo, y ya no es como cuando llegamos y nos bañábamos en los ríos de agua clarita que chorreaban por las bocas del Cuyuní y de esa misma agua bebíamos y tú lavabas la ropa en la orilla del río con el vientre preñado del hijo mayor, después del manquito y después de la Catirita, ¿te recuerdas?, que ya cuando nació el segundo con una sola mano nos pusimos tristes y la gente dijo que el muchacho nació así porque tú habías bebido agua contaminada de algún río, que las cosas empezaron a echarse a perder por el cianuro que hace años dejaron los ingleses en las cuencas y por el mercurio que usábamos nosotros, pero qué iba uno a saber que eso era malo, con lo bruto que es uno en esta selva, si en lo que se piensa es en encontrar aunque sea una mina chica que brille como el sol del mediodía, y es tan bonito ese brillo que encandila y le corta a uno la respiración, pero hay que quedarse callao pa’ que nadie se entere, porque el silencio protege la vida, que fue lo malo del compadre Antonio, que no aprendió el silencio y lo mataron, a mí nadie me quita de la cabeza que el negro Peter tuvo que ver en eso, pero como fue él quien se encargó del muerto para que tuviera velorio y sepultura, nadie dijo nada, ¿te recuerdas?, velamos al compadre por la noche y apenas aclaró lo enterramos en el cementerio de los ingleses donde había como veinte cruces que eran de los muertos por la peste del cuarenta, y no sé todavía por qué enterramos al compadre en ese cementerio en vez de sepultarlo en el nuevo, será porque es barato dijiste tú, y el negro Peter, con ese pico de oro que tenía, dijo unas palabras y con pintura negra escribió el nombre y el apellido del compadre en la cruz que hizo Ramón con unas tablas que recogió en el aserradero, sanas las tablas, eso sí, y el negro Peter le escribió la fecha de muerte nomás porque nadie sabía la de cuando nació, hasta yo que era su compadre lo conocí ya grande, recién llegados a Las Claritas los dos, y no sé cuántos años tenía el compadre, pa’ que veas, y ahí lo dejamos en ese peladero de cruces y barro, y no se habló más nunca de ese muerto, porque así son las vainas aquí, a los vivos se les olvidan los muertos y hasta bueno es que así sea, pero a ti no te cuento, porque te faltaron ojos para seguir llorando a los hijos y sequita te quedó la mirada de tanta lágrima suelta y ¡gua!, lo mismo no están y uno se queda solo, ¿no ves?, la Catirita que era la esperanza también se la llevó la mala sombra, en el hueso como estaba la pobre, chupaíta por esa enfermedad feísima, ¡cómo sufrió la niña!, se le veían hasta las paleticas de la espalda y se le gastó la voz de tanto grito por ese mal que le estrangulaba todo el cuerpo, por dentro y por fuera, según dijo ella cuando todavía hablaba y respiraba con la dolencia en los huesos como si se le quebraran, pero yo sabía que no duraba, te dije que se moría cuando se estaba muriendo y tú que no, que el piasán venía en camino, que los mawari te la estaban cuidando, que los velones tenían una llama azul de cielo claro y la esperma estaba dibujando el rostro de Nuestro Señor, pero era el dolor de madre que te hacía creer en eso digo yo, porque una madre se muere cuando se le muere un hijo y tú ya te habías muerto dos veces y te estabas muriendo por tercera vez, y después empecé a morirme yo cuando según dijo el doctor Efraín la muchacha estaba preñada con todo y enfermedad, y la criaturita ya estaba muerta en el vientre, por eso me salí del cuarto y tú me seguiste, porque sabías que me había empezado a morir de pena y de sangre hervida apretada en el pecho, y ya estaba muerto hasta por la mitad cuando salí con el machete resuelto y yo resuelto también, porque estas cosas no tienen arreglo, pero uno las arregla de la única manera que sabe, por eso sin decirme nada metiste tus ojitos secos en mis ojos ciegos de sombra y te quedaste en el patio, muriéndote sola en el chinchorro con la Catirita entre los brazos, las dos solas en la pieza, y yo me fui a la mina con el poquito de vida que me quedaba, suficiente, eso sí, pues para ajustar cuentas no hace falta respirar mucho sino respirar despacio, que eso fue lo que hice cuando caminé por la carretera hasta el Kilómetro 88 en aquella oscurana sin luna y seguí de largo por entre el monte y el río, y aún en lo oscuro vi las babas amarillas pegadas de las raíces y oí el rumor del agua bajando, y me acordé de la espuma blanca del mar que según dijo ella no bajaba ni subía, sino que se mecía haciendo un montón de chinchorros bajitos pero largos y anchos, todo lo largo y ancho que era el mar dijiste tú, ¿te recuerdas?, pero al revés iba yo esa noche río arriba, subiendo hasta el campamento por el sendero de tierra engranzonada, tasajeando el aire con el machete que silbaba finito y seco, hasta que llegué al tráiler amarillo, como cargado de piedras en la espalda iba yo, cargado de furia por dentro, y era la mala sombra que la llevaba encima, que ya sabía que la traía conmigo desde el rancho, y ahí estaba cuando tumbé la puerta aguantando la respiración, porque ya no necesitaba respirar, ¿entiendes?, el machete en cambio sí respiró cada vez que se lo crucé por el cuerpo, y él dejó de respirar casi al rato, porque en el primer corte se le blanquearon los ojos y en el segundo se le vaciaron las tripas y en el tercero todavía se retorcía, y de ahí en más todo fue una sangre espesa que le borboteaba, como cuando uno saca tierra de un filón con una bomba, mientras el machete cortaba y abría las carnes que se ponían coloradas más que el barro de la mina, y hediondas se le ponían con ese olor penetrante como de mercurio que es el hedor de la muerte según dijiste tú, y debe ser verdad porque todo apestaba en ese tráiler, pero también fue que el negro Peter, tan fino y enjoyao con sus cadenas de eslabones grandes, sus anillos y sus esclavas gruesas, se fue en mierda esa noche como le pasa a los mataos, y me quede ahí para ver cuando el alma se le salía del cuerpo dando alaridos, y me quedé todavía para verlo ahogado en su sangre y en sus porquerías, tal como habían hallado al compadre Antonio, ¿te recuerdas?, que nadie me quita de la cabeza que él tuvo que ver con esa muerte, y me quedé hasta que el pedacito de vida que me sirvió cuando fui a ajusticiarlo se me acabó por fin, y ahora que regresé, veo que a ti también se te apagaron los ojos y a mí sólo me queda un hilito de aire que se me está apagando, menos mal…

Liliana Fasciani M.
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