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Éxtasis

jueves 20 de octubre de 2022
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Éxtasis:

  1. Estado de la persona que siente un placer, una admiración o una alegría tan intensos que no puede pensar ni sentir nada más.
  2. Estado del alma en que se experimenta unión mística con Dios por medio de la contemplación y una disminución de todas las funciones orgánicas.

Martes, 11 de noviembre, 11:00 pm

Algunos le dicen “chipi chipi”, otros “mojapendejos”. Gruño y me meto en mi abrigo mientras recibo como un pendejo que se moja las frías gotas que caen sin parar desde lo alto.

Odio la maldita lluvia de noviembre. Me hace recordar esa maldita canción, y esa maldita canción me recuerda a ella. Me obligo a dejar de silbar el solo de guitarra y trato de concentrarme en lo mío. La calle está vacía y oscura. La única luz encendida estaba en la farola sobre mí, pero hace cinco minutos se apagó dejándome en penumbras y no se le ve pinta de querer volverse a encender. Fue un lugar así donde le di el primero de los cien mil besos que le di. En ese y en todos y cada uno de ellos le entregué mi alma. Lástima, cuando das algo esto no regresa a ti. Aspiro una vez más el aroma de las rosas que tengo en la mano, su perfume me relaja un poco. Siempre he admirado la belleza de estas flores, tan delicadas, tan suaves, nadie pensaría que en el fondo llevan espinas. Esta reflexión hace inevitable recordarla a ella una vez más. Sacudo la cabeza intentando concentrarme en el ahora. No puedo fallar. Mis ojos ya se adaptaron a la oscuridad y ahora escudriñan todo el paisaje. No hay movimiento en las calles, el silencio lo envuelve todo. Incluso alcanzo a escuchar el tic toc de mi reloj, levanto el brazo por trigésima novena vez y por trigésima novena vez reviso el armatoste en mi muñeca. Por primera vez las manecillas dicen que son las once en punto. Ya es hora. Suspiro y una vez más pienso en ella. Ella me dio este reloj. Debí tirarlo hace tiempo. Debí deshacerme de él por varias razones. Una para evitar los recuerdos equivocados, dos porque eso hace que peligre mi salud mental, tres por mi vida futura; podría seguir enumerando toda la noche las razones por las que debí tirar este tonto reloj y, sobre todo, debí haberle hecho caso a todas esas razones, pero no. Me lo pongo siempre y obviamente siempre me acuerdo de ella. Aunque esta noche es especial. Y si hoy va a ser mi última noche en este planeta apestoso y gris, quiero que ella esté a mi lado, aunque sea en mis pensamientos. Mi vista se nubla, los recuerdos llegan. Las once de la noche en este callejón se convierten en las once de la noche en ese cuarto de hotel. Toda la habitación huele a nuestra intimidad. Veo mi reloj en el buró, y de pronto me siento feliz. Despierto desnudo con ella encima de mí, nuestras carcajadas suenan casi tan duro como nuestros gemidos. Suspiro otra vez. Regreso a mi realidad y me odio sólo un poco por desear brevemente regresar a ese lugar en donde creí con todas mis fuerzas que había encontrado la dicha absoluta.

Desnuda parecía una diosa, una modelo de esas pinturas renacentistas, la imagen más hermosa que he presenciado en mi vida.

Mentirosa.

Casi me atraganto de la risa. Estoy a punto de asesinar al alcalde y no puedo dejar de pensar en ella, en sus mentiras, en mi reloj como testigo de nuestros encuentros y en su desnudez.

Desnuda parecía una diosa, una modelo de esas pinturas renacentistas, la imagen más hermosa que he presenciado en mi vida. Recuerdo nuestro reflejo en ese espejo, la visión gloriosa de nuestros cuerpos desnudos. Ella me mostró el universo y yo me dejé guiar. Recuerdo su aroma, me penetraba por completo. Su cabello en mi mano. Su mano en mi cuello. Yo dentro de ella. Ella dentro de mí. Su mirada en la mía. Juntos éramos Dios.

El ruido de unas llantas rodando por los charcos hace que regrese a esta calle, bajo esta lluvia, en este martes a estas once de la noche.

La lejana luz de unos faros comienza a hacerse más brillante conforme el vehículo se acerca lentamente, la farola sobre mi vuelve a encenderse haciéndome lucir como un modelo de escaparate. Tengo que parpadear, de pronto hay demasiada luz. Mis sentidos se agudizan. Acaricio el arma que está en mi mano; a pesar de tenerla ahí ya por varios minutos, el arma se siente fría escondida entre las rosas que cargo. Se siente como lo que es, como algo que brinda muerte.

Allá viene el auto del alcalde, tal como me lo dijeron, el auto se detiene frente a mí, la ventanilla se abre. Yo sonrío como un pendejo mojado por la llovizna.

—Buenas noches, caballeros —les digo.

Uno de los guardaespaldas hace la pregunta:

—¿Tú eres el de las rosas?

Ante lo obvio yo asiento. Su frase me hace recordar exactamente qué es lo que hago aquí. Malditos bastardos. Mis músculos se tensan, aprieto el arma, siento la cacha de madera, mi dedo índice se separa, colocándose rápidamente sobre el gatillo, algunas rosas parecen caer en cámara lenta, realmente lo voy a hacer. De pronto el mundo se enmudece y no puedo escuchar nada más que mi propia respiración, los veo a ellos tratando de sacar sus armas, creo que el alcalde grita, me sorprende un poco ver lo tranquilo que estoy. Sí escucho las dos detonaciones. Veo la sangre del alcalde salpicando todo al interior de su vehículo, escucho una tercera y cuarta detonación, esas balas no las disparé yo. Mi cuerpo gira violentamente hacia la derecha y cae pesado en el concreto. Estoy seguro de que no fui yo quien disparó esos dos últimos y una vocecita en mi interior me grita que, aunque no los siento, fui yo quien los recibió. Como por arte de magia mi sentido del oído regresa y puedo escucharlo todo; el alcalde gorgorea algo, el copiloto grita cosas sin sentido, la portezuela del coche se abre y escucho unos zapatos tocar el pavimento cuando el chofer baja del auto con un arma en la mano; supongo que fue él quien me disparó y ahora viene a rematarme. Todavía no logro deducir en dónde me dio. Ya es tarde, voy a morir aquí. Al menos le di al alcalde. Al menos en toda mi miserable vida eso hice bien. Cierro los ojos. Más gritos. Estoy listo. En eso el fuerte rugido de un motor rompe el silencio. Un hermoso corcel de acero se dirige a toda velocidad hacia nosotros. Su color es de un negro imposible. El auto se camufla con las sombras de la noche. Parece un murciélago salido del infierno.

El que va en el asiento del copiloto deja de gritar. Está muy ocupado muriendo al estrellarse de cabeza contra el parabrisas.

Sin detenerse embiste el auto del alcalde haciéndolo volar. El sonido del impacto es brutal, veo partes del chofer en diferentes sitios de la calle, algunos aún van por el aire. El que va en el asiento del copiloto deja de gritar. Está muy ocupado muriendo al estrellarse de cabeza contra el parabrisas, nada vivo va a salir de ahí. La adrenalina me regresa al mundo de los vivos, me convenzo de que estoy bien y me obligo a levantarme. Camino el par de metros que se arrastró el vehículo hasta llegar de nuevo a la ventanilla; mis ojos lo confirman: todos muertos excepto el alcalde. Me acerco al auto; el alcalde se desangra.

—Esos niños no merecían lo que les hiciste.

El alcalde se retuerce; con la mano izquierda trata de detener el fluido rojo y viscoso que sale de su cuello, con la derecha me muestra de manera temblorosa un Rolex de oro; gorgorea algo que no puedo entender. Supongo que está tratando de comprarme; me inclino a ver el reloj.

—Once con tres, al menos sabes la hora de tu muerte —le digo, y la bala que disparo se incrusta en medio de su frente. Supongo que tendrán que hacer elecciones en el pueblo pronto. Al observar su gesto me parece que sí está arrepentido, no sé si eso le sirva para que lo perdonen allá a donde se dirige. Ahí me doy cuenta de que yo también traigo un poco de sangre en la boca; mientras la limpio con mi antebrazo aparece el sonido de las sirenas, la policía viene en camino.

Una voz que sale del interior del coche negro me ordena que suba mientras la portezuela se abre. Me quedo hipnotizado con la belleza del vehículo, luego obedezco sin pensar. Entro y cierro la puerta, el motor brama, las llantas rechinan, el vehículo arranca a toda velocidad.

Es hasta entonces cuando me doy cuenta de quién es el chofer.

Es ella.

La maldita mujer que más he amado en la vida y quien más daño me ha hecho. Al verla recuerdo exactamente todas las cosas que me encantaban de ella. Ella es perfecta. Ella es dios. Dios suspira y sube un poco el volumen del estéreo del auto; claro que está sonando nuestra banda. Claro que está sonando nuestra canción. Me ve de reojo y una lágrima se desliza por su mejilla.

—Perdóname —susurra.

Yo la observo embelesado. Creo que sonrío, pero no estoy seguro.

Su voz explota en mi cerebro, me lleva a tantos lugares, lugares sagrados, lugares donde hay risas, hay besos, y una falsa utopía. Yo la observo embelesado. Creo que sonrío, pero no estoy seguro. Le ofrezco las pocas rosas que quedan, las rosas siempre fueron sus favoritas.

Sonríe, con esa pícara sonrisa que en algún momento pensé que era sólo para mí. Se acerca a aspirar el aroma. El mundo se congela, sólo estamos ella y yo. Mi dedo índice se mueve, aprieto el gatillo.

Sus sesos explotan, su sangre me baña.

Carajo, hasta su sangre es hermosa.

Vamos directo a un muro que anuncia el concierto de la banda que toca las canciones que nos unían a ella y a mí.

Es noviembre y está lloviendo.

Al tomar la mano de mi amada me doy cuenta de que son las once con cinco minutos, en el reloj que ella me regaló, mientras nuestra carroza fúnebre avanza a doscientos kilómetros por hora.

La radio sigue tocando nuestra canción. Acerco su mano a mis labios y beso con suavidad su dedo anular.

No se me ocurre una mejor forma de morir.

Rolando Ávila de la Parra
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  • Éxtasis - jueves 20 de octubre de 2022

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