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Nubes de arena, de Niria Suárez Arroyo
(primeras páginas)

jueves 27 de octubre de 2022
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“Nubes de arena”, de Niria Suárez Arroyo

La anécdota familiar, la reflexión sobre nuestra relación con el tiempo y la memoria personal del éxito y el fracaso, así como el dolor del exilio y los paralelismos entre la cocina y la escritura, son los temas alrededor de los cuales orbita la voz narrativa de la venezolana Niria Suárez Arroyo en Nubes de arena, libro que acaba de publicar nuestro sello Letralia-FBLibros y con el que continúa la trilogía intimista que comenzó con Diario de una mala escritora, de 2021.

La memoria vino después

El miedo a morir, la incertidumbre de cara al futuro, la merma de ilusiones y hasta los prejuicios y supersticiones ahogan cualquier intento de hablar abiertamente del hecho más indiscutible de la existencia humana, como es la vejez. Pensamos en ella en la intimidad, pero mientras más envejecemos menos interlocutores encontramos para hablar del tema, sean amigos o familiares, a quienes dirigirnos, mirándoles de hito en hito; optamos por mirarla de lejos mientras más cerca la tenemos. No son pocas las personas negadas a aceptarla, ni siquiera cuando el cuerpo comienza a enviar señales, a incubar miedos, a mirar hacia el pasado que parece no querer borrarse, pero ante el cual somos benevolentes, piadosos y hasta condescendientes, aún con hechos y personas con quienes en el pasado lejano tuvimos enfrentamientos y hasta rencores.

“Nubes de arena”, de Niria Suárez Arroyo
“Nubes de arena”, de Niria Suárez Arroyo (Letralia-FBLibros, 2022). Disponible en Amazon

Nubes de arena
Niria Suárez Arroyo
Narrativa
Letralia/FBLibros
Caracas (Venezuela), 2022
ISBN: 979-8665236360
182 páginas

También es cierto que no todos reaccionamos igual ante la vejez. Desde la mirada de vieja reciente observo con atención los comportamientos y acciones de viejos veteranos. A algunos les invade una inconsciencia del pasado, las palabras empiezan a pasar de largo; a otros les da por abrazar la fe en un nuevo Dios, estrenan iglesias emergentes con rotundidad sobre todo las apocalípticas; otros se pliegan a una visión panteísta que les induce a ver milagros en todo lo que les rodea, desde la forma como crecen las plantas del jardín, hasta acertar con la lotería o en la sanación del cuerpo y de la mente mediante la intervención del Gran Pastor. Hacer lo que haga falta para alargar el tiempo de mantener ilusiones.

En la vejez el cuerpo ya no es el que nos lleva, le arreamos, más con la cabeza que con piernas y brazos; con mayor o menor lucidez, la cabeza impone presencia aun cuando ya no es la misma, es nueva, es otra; en algunos casos más franca y expedita, en otros convertida en una cueva que rezuma testarudez, empecinada en no dejarse abatir pensando en la futilidad de la vida. Cada mañana mi cabeza despierta antes que el resto del cuerpo.

A los viejos se nos va el día visitando el país lejano de la infancia, rumiando y rememorando una y otra vez imágenes que llegan por su cuenta.

Nada más inútil. De jóvenes pensamos que disfrutamos de una existencia plena, pero nos engañamos. Es la primera mitad del vaso, la otra mitad es proyección. Ingenuamente creemos que esa plena existencia la alcanzaremos en la vejez y de nuevo nos equivocamos. A los viejos se nos va el día visitando el país lejano de la infancia, rumiando y rememorando una y otra vez imágenes que llegan por su cuenta, imponentes, chulescas, desafiantes, escurridizas; es inútil ponerlas en contexto, escapan, huyen, dan paso a otras aún más lejanas y sorprendentemente más nítidas, iluminadas por el fulgor de lo añorado.

Tomamos conciencia plena de que estamos instalados en la vejez cuando al despertar sabemos que tenemos por delante ESE día de 24 horas sin semanas y meses en perspectivas, pero sí con mucho pasado por recordar. Comenzamos a vivir el día como si fuera único, desvinculado del anterior y del siguiente. Un mal menor si pensamos que nada más abrir los ojos, se vienen en barrena recuerdos que no siempre logramos cerrar, antes de que los atropellen nuevas imágenes que catapultan a otro momento, a otro pasado, a otra circunstancia y ya no podemos precisar con claridad qué edad teníamos o en qué etapa de nuestra vida se suscitaron tales recuerdos.

Y ya que estamos, os contaré que a veces me ocurren episodios inquietantes: viene una imagen recurrente de mi infancia, debo tener unos cinco años, estoy en un parque sentada en un banco de madera carcomida por la lluvia; hay en el ambiente el intenso olor del petricor, tengo frente a mí una mesa con mantel de hule transparente, en el centro una jarra de leche espesa; una mano la sirve dejándola caer desde alto para que haga espuma. Esa mano es de mi madre, no alcanzo a ver su rostro pero como todo recuerdo viene sostenido por un sedimento de certeza, asumo que es ella aun cuando no aparezca en la imagen; así como tengo la certeza de que ese parque es el patio trasero de nuestra casa, pero nunca llego a ver ni a mi madre y ni la casa; además, en ese recuerdo me veo sola en medio de una gran extensión de grama muy verde, y siempre aparece el mismo cielo encapotado, grandes y oscuros nubarrones, una canción que suena a lo lejos, pero que llega a mí con toda claridad y sin embargo no la escucho; mi atención en ese momento está en el sabor de la leche que recuerdo con nitidez y ni siquiera puedo verme a mí misma. Pero no. Es inútil todo intento de reconstruir y esclarecer el momento, porque cuando esa imagen regresa es nueva, ahora sé que es el parque del jardín de infancia, y que la mano es de mi maestra, en el recuerdo yo sigo afuera, soy mi observadora. Por eso, cuando en otras ocasiones me veo en el solar de la casa de la abuela trato de captar mi propia imagen para tenerla de referente cuando el episodio de la tarde encapotada vuelva a mí, para reconocerme en mi enternecedora delgadez, en el cabello claro, escaso y crespo y en la mirada escrutadora y húmeda que siempre tuve.

También es verdad que las asociaciones las hacemos a posteriori, una vez que el recuerdo se ha ido, barruntamos épocas y de ser posible fechas dando secuencia a imágenes que sin pudor se atraviesan una y otra vez. Cribamos recuerdos mientras corremos el tupido velo para llegar al recuerdo original y por qué no decirlo, al más perturbador, escenas en las que nos convertimos en una suerte de voyeur inofensivos, tratando de penetrar en las mentes y sentimientos de las personas para conocerlas desde su interior. Creo que esa costumbre de fisgonear en el laberinto humano la mantengo con los años.

En otras ocasiones, como ya dije, sí me veo en el recuerdo, pero a través de mi mirada: estoy en el patio de tierra de los abuelos, que se desdibuja en diferentes perfiles en cada nueva evocación. Veo a mi abuelo Rafael, con su andar lento y renco hacia el cobertizo donde curaba las pieles de los chivos. Lleva en una mano un escabel y en la otra una especie de martillo pero que parece hecho de madera; yo estoy en cuclillas removiendo una olla muy negra montada sobre tres piedras, debajo de las cuales arden grandes tizones rojizos. Otras veces veo a mi abuelo que viene hacia mí con una media sonrisa dibujada en la cara, pero que a medida que avanza cambia y lo que advierto es una mueca de cansancio; le caen goterones de sudor que perlan la frente y nublan la mirada, intenta secarse con el antebrazo izquierdo levantándola a modo de visera. Lo veo sentarse sobre un pilón que yace tumbado en el piso de tierra, descansa los pies en el escabel y con una fuerza inusitada clava estacas en cada esquina de la piel de chivo que se dispone a salar. La escena es la misma, la intensa luz del sol sigue en el centro del inmenso cielo blanco, haciendo brillar los techos de zinc de las casas que ocupan de manera irregular el fondo del valle en el que se asienta la aldea, pero la sonrisa del abuelo que se torna en mueca sigue siendo un enigma.

 

***

 

He llegado a pensar que el recuerdo es un gran silencio cuya sonoridad emerge del impacto que nos haya causado.

El mundo de los recuerdos es fascinante y perturbador. Muy pocas veces salimos indemnes cuando incursionamos en él, sobre todo, porque en cada evocación no siempre lo que parece nítido y sólido se mantiene estable; como brazadas en el agua llegan imágenes que han cambiado nuestra propia situación dentro del recuerdo, pero lo que es aún más inquietante es no poder retener las voces aunque recordemos las conversaciones sostenidas. He llegado a pensar que el recuerdo es un gran silencio cuya sonoridad emerge del impacto que nos haya causado; sí, porque son muy frecuentes los recuerdos blancos, imágenes inofensivas en la que los labios parecen expresarse en playback, pero también los hay sibilinos, sardónicos, como traviesos liantes mendaces que superponen roles al punto de hacernos dudar si los hemos soñado o vivido.

Tengo un recuerdo muy corto, pero al mismo tiempo intenso y recurrente. Es de madrugada, cae una lluvia torrencial, mi padre me lleva en brazos a ver al médico con una fiebre muy alta. Sé que es mi padre aun cuando no le veo, porque me llega su olor. Pone la mano en mi cabeza para evitar que tropiece con el quicio de la puerta, aunque de todas formas me golpeo y así termina. No llegamos a traspasar el umbral, no alcanzo a recordar cómo llegamos hasta ahí, o si mi madre venía con nosotros, pero esa mano que intentaba proteger mi frente es lo único que permanece invariable en el recuerdo, ¿lo he soñado? Luego, entre barrunto y barrunto me convenzo de que es mi padre porque en esa mano permanece el olor a cigarrillos, quizás sea recuerdo más nítido que me queda de él, su olor de fumador. A esta inquietud se añade otra más desafiante, la escucha; diálogos detrás de las puertas, adultos que conversan sobre los males del mundo y las calamidades cotidianas, y cuyo impacto sobre en mí no lo recuerdo, pero sí el que ejercía sobre ellos, siempre con la angustia prendida en sus rostros, en miradas interrogadoras perennemente dirigidas al cielo, con labios contraídos. Por mucho que intento llegar al fondo de ese pesado arcón, no consigo dar con risas y alegrías.

Los recuerdos recurrentes son de personas a quienes no veo a diario, las que están muy lejos o han muerto.

A veces nos bebemos los vientos por personas que no tenemos cerca, quizás sea ese el mejor uso que demos a la memoria. Puede que también sea una fórmula que nos inventamos para saldar antiguas cuentas, para reclamar deudas, redimir carencias o resarcir faltas. La mayor parte de los recuerdos son repetitivos, proyectados sobre fondo blanco como un retrato de Joaquín Sorolla, irradian una intensa luz: tengo siete años, me veo sola; a veces, entran en el cuadro manos protectoras, proveedoras, labios indecisos, ojos entornados, miradas desmedradas, pies cansados, pero casi nunca un cuerpo completo. Vuelvo a esas imágenes en búsqueda de alguna metáfora que justifique esa pasión vicaria que me acompañó siempre, que resguarde y conserve belleza y candor, que espante los eufemismos de llamarlas serenidad y sosiego, pues en el fondo bullen gritos sordos que denuncian la pura y simple soledad.

Mis abuelos tanto maternos como paternos fundaron dos aldeas separadas entre sí a dos horas de camino. Era frecuente ir en época de vacaciones escolares y por lo general pasábamos los días en el caserío donde vivía Celia, la abuela paterna. No tengo recuerdos de que toda la familia permaneciera allí, en cambio me viene un recuerdo que por inverosímil, indefectiblemente, serían Vladimir y Estragón esperando a Godot, eternamente detenidos en el camino. En el recuerdo voy o vamos, aunque no veo quién me acompaña, caminando hasta la casa de la mamabuela Dolores. Recorro un camino de tierra bordeado de suculentas de varios tamaños y tipos de cactus. Me lastimo las plantas de los pies y los codos se llenan de espinas. En otras evocaciones veo que me rozan los codos al tratar de esquivar el canal de agua verde de la lluvia que se queda depositada en mitad del camino; otras veces ya no veo mis codos hinchados y rojos, pero sí mis pies sangrantes por los pinchazos de tunas regadas en el camino, llevo sandalias. El camino se hace interminable, de pronto me ataca un fuerte dolor de estómago, busco algún recodo donde pueda ponerme en cuclillas a fin de aliviar la presión; nadie me acompaña, nadie me llama para que reanude la marcha, nadie sabe dónde estoy, pero lo que me sorprende de ese recuerdo recurrente es que no tengo miedo, no espero que vengan en mi ayuda. Quizás no iban mis padres, al menos mi padre seguro que no, y lo más probable es que mi madre ya estuviera en casa de la abuela esperándome y yo me había ido con las primas, pero por más que me esfuerzo por contextualizar el recuerdo, algo impide que se abra un poco más esa ventana al pasado, pero lo que sí me queda claro es que me gustaba sentirme libre y osada en medio de la vasta soledad. O quizás solo se trate de manotazos desesperados para espantar los miedos, porque la cobardía, al contrario de la felicidad, no necesita fuerza y voluntad para entronizarse.

 

Evocar el pasado puede convertirse en órdago, una trampa para saldar cuentas con nosotros mismos.

Voces y gemidos

Estoy en esa edad en la que el cuerpo me habla. Posiblemente siempre lo hizo, pero esta vez lo escucho. Es más, dialogo con él, aunque debo admitir que no siempre es un diálogo sereno y placentero, sobre todo cuando se empeña en hacer funcionar casi de manera incisiva a la memoria; entonces le riño y protesto porque lo que más me apetece en esta lenta vejez es pasar de mí. Evocar el pasado puede convertirse en órdago, una trampa para saldar cuentas con nosotros mismos. Murmullos que acorralan, imágenes en slide que vienen impúdicas y desafiantes. Por fortuna viene en nuestro auxilio la escritura, que es en toda forma una escritura de sobrevivencia. Esa escritura convertida en una presencia en gerundio, que por momentos pone freno a esos moscardones zumbantes que atacan nuestros oídos y, por fortuna también, ha venido a suplantar al espejo. Ya no me miro en él, a no ser para eliminar restos de depilatorias caseras hechas casi a ciegas por culpa de lentes vencidos, pero nunca para mirarme de cuerpo entero y menos desnudo. No me detengo a ver mis ojos que ya van asomando esa mirada —como de quien viene de presenciar el horror— que muestran los ancianos. Pero la verdad sea dicha, no estoy siendo sincera porque si hay algo que admiro y valoro en este acercamiento acompasado pero decidido a la vejez es la imperfección. Se lo digo a mis hijos siempre, no busquen la perfección, porque si la logran ya no hay nada más que hacer, nos tendríamos que cruzar de brazos; en cambio, al formar parte de un universo que no es estático, donde todo se mueve, o evoluciona, o migra, o muta, pues la imperfección la hacemos mover hacia lo perfecto y lo mejor de todo es que en ese tránsito bajamos decibeles a la ansiedad, a la carencia, al desarraigo y a lo que sea que perturbe el pensamiento.

Cuando somos jóvenes pasamos de la noción del tiempo en tanto que entidad filosófica, pero, aunque parezca paradójico, nos ocupamos de controlarlo y manejarlo para sacarle el máximo provecho. No pensamos en el tiempo en abstracto sino en cómo llenarlo. Es ese su valor más consciente: el tiempo lleno.

Las mujeres anteriores a mi generación lo tuvieron claro, no se lo pensaron mucho y fue cuando decidieron/decidimos que para llenarlo había que casarse como manda la tradición y la sana costumbre. Pues algunas de nosotras sí que sucumbimos al orden establecido, pero al creernos modernas quisimos ir más allá y eso sí que te hace caer no en el tiempo lleno sino en el diletante. De manera que nos hicimos expertas en distribuir y planificar todo tipo de actividades entre casa, hijos y trabajo. Nos sentimos lindas, esposas atentas y señoras que quisimos todo y sin darnos cuenta comenzamos a desarrollar el síndrome de Diógenes. Apasionadas y creativas, nos convertimos en jardineras, tejedoras, costureras, cocineras; nos asomamos al arte, a la música, al protocolo del arte de la mesa; llenamos las gavetas, vajillas, manteles, cristalería que guardábamos en cajas que terminan en depósitos a la espera de ocasiones especiales o dejarlas en herencia a nuestros hijos para perpetuar nuestra seña de identidad. Siempre pensando en el futuro y resulta que lo verdaderamente magnífico y especial está pasando en el día a día, mientras nos quedamos esperando una vida perfecta, sin apenas vislumbrar el riesgo que corremos de llegar a la vejez por asalto, sintiendo que hemos caído en el fondo del embudo cuando en realidad estaríamos entrando en la mejor etapa de nuestra vida.

Mi cuerpo no habla desde la amargura, ni del desdén y mucho menos desde la ironía; habla desde los sesenta años, sobreviviente en un país tan agotado y golpeado como mis rodillas, pero ahora decido por mí, mientras que mi país está entrampado, pero eso es otro tema. Digo que simplemente habla un cuerpo que pide descanso, no parálisis, porque si tuviera otra edad, ahí estaría en la cocina inventado sabores y texturas, buscando telas para remozar los cojines, fertilizando el jardín, tomándome al atardecer un vermut bien frío, pero ahora el cuerpo pide soltura, flotar en aguas perfumadas de jazmines, dejarse llevar por el silencio y la diligencia de las hormigas y, ya que estamos en confianza, diré que este cuerpo comenzó a pedir ser escuchado desde y para la libertad, poco después de haber cumplido 60 años, un día en la cocina. Ocurrió una mañana. Estaba hirviendo trozos de yuca para hacer bastoncitos empanizados de acompañamiento de una muselina de espinaca, para lo cual la yuca debía mantenerse firme y suave; tenía todo calculado, organizado y planificado hasta que la yuca se deshizo en una masa amorfa e inatrapable, pero logré controlar la frustración, inspiré, espiré y ya estaba resuelto, los palitos serían ahora puré que llevaría al horno con queso fundido y puntas de espárragos. En ese momento me convencí de que la identidad se define en la manera en que nombramos las cosas, y por lo tanto les ofrecería a mis amigos un gratén de tubérculos del Turbio1 que ellos adorarían agradecidos.

Cuando somos jóvenes nunca se nos ocurre escuchar a nuestro cuerpo, quizás porque en esos años es silencioso o estamos tan ocupados en vivir que no percibimos sus ritmos. Pensamos que la agilidad y entusiasmo creciente es lo que distancia el cuerpo joven del anciano, pero no, es el silencio. El cuerpo joven es callado, relajado, despreocupado; el cuerpo anciano es una caja de resonancias, una sonoridad onomatopéyica capaz de emitir monosílabos inimaginables sin pausa ni tregua. Dormidos o despiertos invadimos el ambiente de resoplidos, gorjeos, borboteos, graznidos, explosiones gasíferas, chasquidos, timbrazos, traqueteos, que nos ponen en guardia aguzando la procedencia, la intensidad y la frecuencia de tantos ruidos, al punto de convertirse en el único entretenimiento que nos queda para llevar el día hasta su ocaso.

 

***

 

Mientras me baño va y viene un trasiego de imágenes y pensamientos sin control, como esos niños hiperquinéticos que no soportan dos minutos inmóviles.

A mi cabeza rumiante le gusta el agua tibia. Mientras me baño va y viene un trasiego de imágenes y pensamientos sin control, como esos niños hiperquinéticos que no soportan dos minutos inmóviles, buscando con miradas ansiosas una nueva víctima para el ataque.

Después del baño mi cabeza se queda en reposo, aunque no por mucho tiempo, poco a poco reinicia su trasiego pero ya no de imágenes sino de sonidos de fondo que rezuman frescura porque pasan a ser silentes.

Traigo encima un soundtrack que cambia a su antojo, unas veces en son numérico, y ahí me veo contando escalones cuando bajo a botar la basura, llevando la cuenta hasta 10 en el momento de ponerle la miel a una taza té verde, o cuando sirvo la ginebra; contabilizo las 50 frotadas que doy a mi pelo para hacer la espuma y luego otras 50 para sacarla. Cuento 7 movimientos mientras me paso el hilo dental, 180 segundos que me lleva mantener mi cara inmóvil recibiendo el vapor del té para luego inspirar-espirar y volver a recibirlo en mis limpiezas de cutis semanales. Es increíble, pero a mi cabeza le da por contar de una manera natural, fluida. Lo mejor de todo es que me he despojado de relojes, espejos, tazas y cucharas de medir; tengo las medidas en el pulso: un giro de aceite para sellar un solomillo, dos para saltear vegetales y hasta cuatro para guisar un sofrito. Si necesito poner agua para una pasta, sin venir a cuento me cambia el soundtrack a la versión musical, dejo caer el chorro y de inmediato me llega como un rumor lejano You’re the first, the last my everything. No ha sido fácil desprenderme de Barry White, caminamos, cocinamos y nos bañamos juntos todo el tiempo.

Dicen que caminar es un ejercicio excelente para liberar la mente. Falso, total y absolutamente falso. Salgo a la avenida Charleston por el canal que va al sur bordeando los jardines del Memorial Hollywood Gardens. Camino dejándome acariciar por el aire fresco que a esa hora de la mañana me regalan los ficus y las higueras en flor, los banianos de los jardines del cementerio que le dan sombra a las esculturas del parque. Resulta un paisaje relajante hasta que comienzan a aparecer los pequeños y descuidados jardines de la zona residencial. Se vienen como embelecos, imágenes haciendo fintas queriendo desviar la escritura que he dejado en reposo, lanzándome propuestas para recrear historias que podrían desarrollarse detrás de esas puertas, historias bizarras a juzgar por el aspecto de esos jardines insólitos, surrealistas y estrafalarios. Me esfuerzo en imaginar qué pasa por las cabezas de esa gente que más que habitarlas, parece parapetarse en esas casas. He visto todo, espejos simulando pequeños lagos, cabezas de venados, ciervos disecados, pieles de tigres, pajareras que resguardan búhos de plástico, máscaras africanas, plumajes indígenas descoloridos, verdaderos museos de la ruina y vitrinas del despojo. De pronto lo que comenzaba como divertidas fintas, va desapareciendo por la acción de trombas marinas que dan un viraje a la escritura que he dejado pendiente antes de la caminata, enviándola a la profundidad de soledades abigarradas y emociones castradas que intuyo habitan en el interior de esas casas, aun sin conocer los rostros de los personajes que las ocupan.

Sigo mi camino escribiendo el posible relato, y viene de nuevo el soundtrack, pero esta vez es mi voz narrando en acento porteño, lo que hace perder dramatismo al relato y va haciéndolo más verdadero, sin escándalo, sin conflicto, sin segundas intenciones, eso es lo maravilloso del acento argentino.

De vuelta a casa, me dispongo a reiniciar la escritura, no sin antes dar retoques al apartamento. Aunque he dejado la cama tendida y los platos del desayuno lavados, igual doy una pasadita al lavamanos, un cepillazo a la poceta, o separo ropa que he de lavar en el descanso. Tomo un vaso de alguna infusión que haya dejado en reposo y me siento a releer lo que viene escrito. Pero mi cabeza se niega a dejarse llevar y empiezan a llegar ecos del pasado, lo único que en verdad nos es propio a los viejos. Pasados que se instalan en el presente, recuerdos lentos e inacabados, pensamientos que guardados bajo siete candados de los que he tirado sus llaves, siguen están allí, perseverantes, desafiantes y haciéndose dueños de esta cabezota parquisona. Entonces me olvido del relato iniciado para aguzar el rumor de este cuerpo que me anima a escucharle.

 

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Niria Suárez Arroyo
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Notas

  1. Río del estado Lara, Venezuela.
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