El chillido de la cancela la hizo saltar de la cama sin muchas ganas. Pensó que vendría bien cambiarle el horario a José, un deseo recurrente cada sábado a las siete de la mañana, pero que luego olvida. Ya son seis años que lo tiene contratado. Mientras se calza las pantuflas y ajusta el batín, escucha ligeras zancadas por la escalinata, luego otro chillido, pero ya no de gato rabioso como el de la cancela, sino el más aceitado del portón lateral. Entra en el baño con premura, sólo alcanza a darse algunos enjuagues mínimos porque adivina el apetito que trae y que, sábado a sábado, satisface con fruición. Baja a la cocina y desde el ventanal lo ve abrir el galpón de herramientas donde se cambia de ropa. Se apresura a prepararle el desayuno. No hace falta llamarlo a comer, en cuanto percibe el aroma del café viene sonriente, se detiene en el umbral de la puerta y asoma de medio lado su pequeña cabeza rapada: “¿Cómo amanece, doña?”. Contiene el impulso de decirle que odia el trato de doña, que para él debe significar un profundo respeto, pero que a ella le cae como un timbrazo en el codo.
—Siéntese aquí, José —lo invita señalando el taburete que da la espalda a la puerta de la habitación de Magda.
Le sirvió un desayuno contundente, dos huevos revueltos con cebollín, queso blanco rayado, medio aguacate, mantequilla, dos arepas, jugo de lechosa, café con leche, que mira con una amplia sonrisa y después de hundir el pecho en un gran suspiro, le hace la misma pregunta desde hace seis años:
—¿Todo para mí?
Está concentrado en la puerta de la habitación de Magda, pendiente de que se abra en cualquier momento.
Le responde que sí con un movimiento pendular de cabeza, entre cansado y paciente, y se dispone a lavar los platos. Lo tiene de espalda, pero sabe que su atención no está en el plato aunque lo degusta con denuedo. Está concentrado en la puerta de la habitación de Magda, pendiente de que se abra en cualquier momento.
—Desayune tranquilo, José, Magda no está, se fue muy temprano a buscar a su hijo para llevarlo a comprar los zapatos de la escuela.
Por el rabillo del ojo se da cuenta de que baja la ansiedad y sigue comiendo más sosegado. Antes de salir al patio, José deja los platos en el borde del fregadero y, toqueteándose el lóbulo de la oreja derecha, gesto al que ella está acostumbrada cuando él no se atreve a expresar del todo lo que está pensando, pregunta:
—¿Vuelve hoy o se fue hasta el lunes?
Le responde con esa mirada suya que va entre un ay, ay, José, y un no se meta en aguas turbulentas, pero sólo le comenta que comience el trabajo, que se hace tarde.
A media mañana está en el estudio leyendo el periódico y escucha una especie de gemido nostálgico muy cerca; mira por el ventanal y tiene enfrente a José, en un amago de tocar con los nudillos el cristal, pero al verla detiene el gesto, le brinda una amplia sonrisa y levanta la mandíbula izquierda como quien dice, venga, un momento. Deja el periódico sobre la mesa y se levanta pensando qué nueva estratagema se ha inventado para saber de Magda, pero esta vez subió un peldaño. Le hace señas de que espere un momento y corre a prepararle una jarra de limonada pensando que tiene sed. Deja la bandeja en la mesita del rincón sombreado del patio y lo anima a sentarse para que se refresque.
—Muchas gracias, doña Julia.
—Ande, tome, que ya el sol se puso fuerte.
Mientras se lleva el sombrero de paja hacia el centro de la cabeza, le pregunta si tiene a mano el radio de pilas que le presta Magda; le responde que no, que ese radio no es de ella, es de Magda, e imagina que lo dejó en su habitación cerrada con llave.
—¿Y la doña, no tiene la llave?
—Debo tener una copia guardada, pero no me parece prudente entrar en su habitación si no está en casa, no voy a invadir su privacidad, José.
—¿Y si le pide permiso por teléfono?
—A ver, José, hoy es su día libre, está con su hijo, ¿no le parece inoportuno?
—Está bien, doña, disculpe si la ofendí.
Se levanta para regresar al estudio, pero algo ronda en su cabeza que no la deja tranquila.
—No me ha ofendido, José, pero entienda que no se puede entrar así en las habitaciones de la gente. Y por el baño no hay problema, puede usar el de las visitas, el que está en el pasillo. Ande, refrésquese, y siga con la poda de la hiedra, ya sabe lo grande que es el muro.
Se levanta para regresar al estudio, pero algo ronda en su cabeza que no la deja tranquila; vuelve a sentarse y le hace señales de que se acerque.
—Espere un momento, doña, voy a lavarme la cara.
Cuando regresa lo invita a sentarse.
—Ahora cuénteme, José, ¿qué se trae con Magda? No quiero problemas; además, usted es un hombre casado con un chorro de hijos pequeños, que se tiene que fajar en serio para llevarles la comida a la mesa. Dígame, ¿qué hace un hombre en su situación rondando a una joven que, si bien no está casada, tiene un hijo del cual hacerse responsable? Y hasta donde sé, a ella no le interesa una relación con usted, ¿o me equivoco?
José se queda mirando la losa del piso, la cabeza inclinada como un monje trapense en oración y los brazos estirados hacia abajo intentando aferrarse a sus rodillas. Cuando levantó la cara, un ligero temblor de labios lo hizo sonrojar; en medio de un ostensible sofoco, apenas logró mascullar:
—No se imagine lo peor, doña. Llevo aquí seis años, me acuerdo clarito desde el primer día lo bien que me siento en esta casa. Es muy raro, tengo conciencia de que no es mía, pero siento que pertenezco acá; la tengo metida en el cuerpo, como puedo tener a Magda, pero, por favor, no me mire así; cuando digo que la tengo metida en el cuerpo, no es en el sentido sádico, es como si la casa me llevara a mí dentro de ella, como si anduviera conmigo, como una presencia.
—¿Eso lo alegra, lo entristece o lo deprime?
—Pues, es verdad que no es normal vivir así, a veces pierdo la conciencia de mí mismo; es como si la casa me llevara a todas partes, conmigo adentro, entre paredes de cristal; es muy raro todo, como un sueño que no termina.
—Lo que entiendo, José, es que una vez que sale de aquí, no cierra el ciclo, sigue rememorando los episodios del día y ya se entretiene en el recuerdo, ¿es algo así?
Esos olores se le quedan a Magda en sus manos, en sus ropas, en su pelo, y ella me los traspasa cuando me lleva la merienda de la tarde.
—Ese es el problema, que no lo vivo como un recuerdo, es como soñar despierto. Llego a mi casa y mis ojos ven desorden, suciedad; escucho gritos y reclamos, hay oscuridad, humedad, mal olor, pero nada entra en mi conciencia. Entro en el baño angosto y destartalado y nada más me cae el chorro de agua fría, ya estoy de nuevo transportado, entonces me llegan los olores de esta casa: el aroma del jazmín, de los malabares y de las rosas; el olor de los bizcochos y galletas que hornea Magda en las tardes; la música suave que pone usted para sus amigas cuando juegan cartas; escucho las risas alegres de las conversaciones y, sobre todo, los perfumes que usan, porque aunque no me les acerco, esos olores se le quedan a Magda en sus manos, en sus ropas, en su pelo, y ella me los traspasa cuando me lleva la merienda de la tarde; esos olores se quedan sólo un rato, pero en mi cabeza siguen estando.
—Quedo muy confundida, José.
—Mejor así, con todo respeto, mi doña, si me va a retirar del trabajo, que no sea hoy.
—¿Por qué?
—Porque Magda no está y me iría más a gusto llevándome su último olor…
—No lo voy a despedir, pero su vida aquí queda mucho más comprometida porque usted seguirá siendo el único responsable de que los olores de este jardín perduren. Ande, hombre, siga con la poda antes de que el sol se ponga más caliente.
Julia se levanta de la silla y no se le ocurre otra cosa que ir a oler las flores de jazmín.
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