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Reino de sombras, de Xavier Cruzado
(primeras páginas)

jueves 10 de noviembre de 2022
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Introducción

Octubre de 2010. En las semanas previas a la visita del papa Benedicto XVI a España, varios asesinatos rituales de miembros de la Iglesia católica, bajo una escenografía macabra, ponen en jaque al dispositivo de seguridad de la comitiva papal.

La inspectora Candela Santos, de la Comisaría General de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional, al mando de un grupo especial de investigación creado a tal efecto, intentará resolver los casos contra reloj no sin enfrentarse a un poder en la sombra que conspirará para silenciar los peores pecados cometidos por algunos miembros de la Iglesia.

 

“Reino de sombras”, de Xavier Cruzado
Reino de sombras, de Xavier Cruzado (2018). Disponible en Amazon

Reino de sombras
Xavier Cruzado
Novela
España, 2018
ISBN: 978-8409028641
466 páginas

I

Hemos pecado y hecho lo malo; hemos sido malvados y rebeldes; nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus leyes.
Daniel 9, 5

Miércoles, 13 de octubre de 2010. 7 de la mañana. Iglesia de Santa María Magdalena, Sevilla

Una mujer de mediana edad y apariencia sencilla rebusca en su bolso, saca un manojo de llaves y abre una de las puertas laterales de entrada a la iglesia. Entre la oscuridad, se dirige al cuadro de luces que hay en un armario al lado de la puerta y levanta varias filas de diferenciales, mientras el interior del recinto va recuperando su esplendor, para ir descubriendo, zona a zona, sus obras de arte barroco y mudéjar.

Recorriendo un largo pasillo, entre el silencio hueco que lo inunda todo, tan sólo se perciben las pisadas de sus zapatillas sobre las losas de mármol pulido y piedra por las que pasa. Las diferentes imágenes de santos y vírgenes, testigos impertérritos ante el transcurrir de los tiempos, trascienden inmóviles a su paso rápido hacia la sacristía, mientras el olor a cera e incienso quemados, impregnado en cada poro de sus muros, oculta múltiples mensajes sellados de otras épocas.

Una vez en la sacristía, y después de colgar la chaqueta en una percha dentro de un viejo y oscuro ropero, saca de una bolsa de plástico una bata de trabajo que lleva bien limpia y doblada. Mientras acaba de abrocharse los pequeños botones anacarados, abre la puerta contigua del armario para coger unas bolsas de basura, además de algunos trapos para limpiar el polvo. Va con algo de prisa, pues debe asegurarse de que todo esté limpio y en orden para la misa de las ocho en punto.

Lee también en Letralia: reseña de Reino de sombras, de Xavier Cruzado, por Alberto Hernández.

De camino al altar mayor, pasa ante una pintura de gran antigüedad y en la que pocos feligreses reparan, el auto de fe en la plaza de San Francisco de Sevilla de 1660, crónica y testimonio mudo de otras épocas oscuras. En el transcurso del recorrido, al llegar a la altura de un confesionario, se da cuenta de que un charco de líquido oscuro ensucia el acceso.

De forma malhumorada, y creyendo vertido un refresco que alguien ha dejado en su interior, saca uno de los trapos que lleva sujetos al cinturón de la bata, se arrodilla en el frío suelo y empieza a recoger el líquido, sin darse cuenta de que las cortinillas del confesionario están echadas, cuando deberían estar abiertas y atadas a sus laterales.

—Vaya por Dios… ¡Qué poca vergüenza y respeto tienen algunos!

Al recoger el líquido, comprueba que, además de ser algo consistente, desprende un cierto olor férreo, por lo que, intrigada, levanta el trapo totalmente empapado y se lo lleva a la nariz para intentar averiguar mediante el olfato de qué se trata. Ante su asombro, lejos de parecer un refresco, la sustancia, de un color rojo muy oscuro, empieza a resultarle familiar, y un sudor frío empieza a recorrer todo su cuerpo, provocando que el vello de sus brazos se erice paulatinamente, mientras empieza a oír en su interior el latir cada vez más acelerado de su corazón.

Alzando la cabeza para mirar hacia el confesionario, a la vez que se levanta del suelo, con una mano temblorosa y el trapo húmedo en la otra, retira con temor una de las cortinas para descubrir en el interior el origen del líquido derramado.

Con un sobresalto, la visión de la dantesca escena le impacta de tal forma que lanza un grito de horror mientras da un paso atrás, sin darse cuenta de que pisa lo que al final resulta ser un charco de sangre, que le hace resbalar y caer al suelo, manchándose del líquido vital. Su grito es tan potente y desgarrador que resuena en todos los rincones de la iglesia y hace que decenas de palomas posadas en los ventanales, salientes y recovecos de la imponente fachada del sacro edificio salgan volando en todas direcciones.

Después de levantarse del suelo y limpiarse las manos como puede, entre sollozos y rezos, consigue echar mano del teléfono móvil que lleva en uno de los bolsillos de la bata. Recostada contra la verja que protege la imagen de un Cristo crucificado que parece mirarla con tristeza, casi no puede mantener una respiración acompasada, mientras intenta pulsar el número de emergencias.

Apenas unos minutos después, un vehículo de la Policía Nacional y una ambulancia llegan ante la puerta de la iglesia con sirenas y estroboscopios encendidos, acudiendo a la llamada de la destrozada testigo.

Mientras la policía bloquea la entrada a la iglesia, llega el párroco, un hombre mayor que, vestido de seglar, busca desesperadamente entre los agentes hasta dar con la mujer, sentada en uno de los bancos de madera, acompañada por personal sanitario que le proporciona protección y atención médica, intentando aliviar el impacto de las imágenes percibidas. Al encontrarla, y sin apenas mediar palabra, los dos se abrazan desconsolados por la magnitud del hallazgo y por el lugar donde ha sucedido.

En apenas una hora, el personal de investigación de escenas del crimen ya ha ocupado toda la zona.

A escasos metros se encuentra el confesionario, acordonado por las cintas de plástico de colores vistosos que usa la policía, que parecen intentar proteger a cualquiera de una visión nunca apta para ser recordada, pero que finalmente se convierten en anuncio y reclamo de una desgracia acontecida. En apenas una hora, el personal de investigación de escenas del crimen ya ha ocupado toda la zona, tomado muestras y fotografiado cualquier objeto o rincón que crean que puede ayudar a resolver el caso, a la vez que uno de los investigadores, ataviado de pies a cabeza con un mono para evitar contaminar cualquier rastro del crimen, guarda minuciosamente el trapo y la bata manchados de sangre dentro de sendas bolsas de pruebas.

El interior del confesionario recuerda a un cuadro de tortura medieval. Allí se encuentra, postrado en la vieja y oscura silla de madera forrada de tela oscura y encajes, el cadáver de un hombre muy anciano, desnudo, con la cabeza recta, fijada a la pared mediante una especie de horquilla de doble punta, con dos pinchos que le sujetan el mentón y otros dos clavados en la parte superior del esternón, en el mismo nacimiento de las clavículas, como si de un muñeco de guiñol se tratase, coronada con un capirote puntiagudo y hecho a base de telas viejas.

Como una figura de cera por la palidez y satinado de su rostro, con el visible paso del tiempo en su piel arrugada, tiene los ojos abiertos y una mueca de horror dibujada en la boca entreabierta, de la que parece habérsele arrancado la lengua, una mutilación que, sumada a la genital, explicaría la gran cantidad de sangre presente en las paredes y el suelo del confesionario, donde innumerables pecados han podido escucharse con el pasar de los años.

 

II

Lo que sale de la persona es lo que la contamina. Porque de adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona.
Marcos 7, 20-23

Sábado, 16 de octubre. 8 de la mañana. Museu Marès, Palau Reial, Barcelona

Un nutrido grupo de turistas japoneses que se disponen a visitar el Museu Marès, que ocupa el histórico Palau Reial, en el mismo corazón del Barri Gòtic de la ciudad condal, hacen cola con la paciencia y silencio que les caracteriza, tan sólo interrumpido por los sonidos de las cámaras digitales, que intentan captar cuanta belleza arquitectónica, monumental y cultural puedan llevarse con ellos como recuerdo de su estancia cuando vuelvan a casa.

Hace un día espléndido, sin apenas nubes, con unos 8 ºC de temperatura, y el olor a café y pan recién hecho discurre por las estrechas callejuelas del histórico barrio barcelonés. En ellas ha quedado impregnada la energía de dos mil años de historia, desde que las tropas romanas dejaron su arquitectura, estirpe y cultura, pasando por el acero, excesos y penurias del medievo, la contienda contra el francés con su expulsión a principios del siglo XIX, y por supuesto, nuestra historia más reciente, la que nos muestra las cicatrices de las bombas, la muerte y la miseria, hasta la rendición de la ciudad al final de la guerra fratricida.

Una vez está todo dispuesto, un guía del museo barcelonés los acompaña iniciando el recorrido.

La guía responsable del grupo de turistas nipones, después de haber acompañado al grupo al patio central del museo, un oasis de quietud y transporte en el tiempo, entre el canto de algunos gorriones que aparecen y desaparecen entre los árboles que lo circundan, está acabando de recoger los pases para la primera visita del día al museo. El silencio y armonía que la sociedad japonesa tanto admira, reinan en el ambiente.

Una vez está todo dispuesto, un guía del museo barcelonés los acompaña iniciando el recorrido, con la apertura de las puertas de cristal que dan acceso a las salas interiores, mientras la guía del grupo empieza con las explicaciones sobre la historia del edificio, obras de arte y autores que ocupan sus espacios de exposición.

Después de visitar algunas salas con excepcionales piezas escultóricas entre la colección de arte en piedra, entran en una de las salas de escultura sacra, en su mayoría tallas hechas en madera, en las que aún se observan intactos sus colores, pese al implacable paso del tiempo y gracias a las tareas de los conservadores del museo.

Los turistas, maravillados por las piezas de arte expuestas, sucumben ante su belleza mientras escuchan atentamente las explicaciones. Mientras tanto, una joven de unos quince años que acompaña a sus padres en la visita, y haciendo ademán de su curiosidad, decide separarse del grupo para descubrir en solitario una pequeña sala donde se expone una colección de cristos crucificados de distintas épocas.

Al llegar a la entrada del cubículo se da cuenta de que, además de las grandes tallas de crucifixiones colgadas en las paredes, hay una pieza en el mismo centro de la sala, que curiosamente no aparece en el catálogo que lleva en sus manos. Apenas está iluminada y un extraño y fuerte olor parece llegar a sus papilas olfativas. Se trata de una especie de rueda de carro de madera, dispuesta de forma vertical, anclada con un soporte, también de madera, y que la sostiene sin tocar el suelo. Saliendo del soporte, y perpendicular a la rueda, hay lo que parece ser una manivela. El artefacto es lo más parecido a la mitad de un carro dispuesto al revés. Sobre la rueda, y siguiendo su circunvalación, hay atado lo que cree una excelente recreación de un maniquí bastante maltrecho, sucio y desnudo. Ante el inesperado y extraño hallazgo, mira hacia atrás para saber si alguien la ve, pero todo el grupo sigue pendiente de las explicaciones de la guía que les ha llevado al museo.

Sabe que sus padres, unas personas mayores y de la vieja escuela, no aprobarían que se separase del grupo, por su propia seguridad, y porque sus estrictas normas de comportamiento y educación se lo impiden. No obstante, y haciendo gala de la curiosidad adolescente que corre por sus venas, no puede resistirse a la tentación del descubrimiento de algo nuevo, quizás prohibido. Por ello, se decide a pasar del umbral del arco que separa ambas salas y se dirige al centro de la sala de las crucifixiones, para ver más de cerca el extraño artefacto dispuesto en el mismo centro.

Cuando llega a él cree ver, efectivamente, el cuerpo desnudo, sucio y grotesco de un maniquí hiperrealista de un hombre anciano, atado a la rueda de pies y manos mediante cuerdas muy deshilachadas. En lugar de genitales hay una profunda herida, como si hubieran sido brutalmente seccionados, y de la boca, entreabierta, parece haber salido abundante sangre. Sorprendida por el hallazgo, decide recorrer con la mirada centímetro a centímetro de lo expuesto, sin saber ni entender qué hace semejante escultura tan extraña como prohibida para ella, pues la visión de un hombre desnudo de avanzada edad, aun siendo un maniquí, no sería en absoluto aprobada por sus padres.

El realismo la tiene fascinada y ello, sumado a la curiosidad inherente de una persona tan joven como inexperta como ella, la empuja a tocar suavemente la madera de la manivela, la cual parece que puede llegar a moverse. Le ronda por la cabeza tocar el maniquí, quiere sentir la sensación de palpar la piel desnuda de un muñeco inanimado, como si de un fetiche secreto se tratara.

El cuerpo desnudo e inerte de un anciano gira por su propio peso en dirección al frontal donde se encuentra todo el grupo.

Aislada totalmente del exterior y ensimismada con la figura, finalmente decide tocarlo, cuando en ese momento entra todo el grupo de turistas en la sala, precedidos de la guía que los acompaña. Con su entrada, la joven se asusta y da un manotazo a uno de los pies del cuerpo, sin darse cuenta de que acaba de desequilibrarlo sobre el eje de la rueda, y la fuerza de la gravedad acaba haciendo el resto. Inexorablemente, el cuerpo desnudo e inerte de un anciano gira por su propio peso en dirección al frontal donde se encuentra todo el grupo y la misma joven, que ve cómo el cuerpo recobra una verticalidad invertida. Justo ante ella se desvela el horror de la imagen de un cuerpo real que se encuentra abierto en canal y con la piel del tronco visiblemente chamuscada, desollado y expulsando literalmente todo su tracto digestivo sobre la joven por la enorme incisión desde los genitales, que parecen arrancados de cuajo, hasta la boca del estómago.

La muchacha cae al suelo, horrorizada entre gritos y literalmente bañada en sangre y vísceras malolientes, mientras su padre sale corriendo de entre el grupo al rescate de su hija para sacarla de semejante visión del inframundo. Inevitablemente, mientras parte del grupo prefiere taparse la cara ante tal escena inmunda, otros aprovechan para sacar cuantas fotografías puedan, como si se tratase de un instinto cazador del instante del horror.

En pocos minutos, y después de la llamada del personal del museo a emergencias, diversos efectivos de los Mossos d’Esquadra, la policía catalana, acompañan a los turistas y a la desdichada joven a otra sala para iniciar las pesquisas de la investigación. El museo ha sido tomado ya por la policía, que ha acordonado toda la zona.

Al contrario de lo que la joven podría creer, en lugar de reproches sólo encuentra apoyo y protección por parte de sus padres. Mientras tanto, miembros de la Policía Científica, ataviados con sus equipos especiales de protección para evitar la contaminación de la escena del crimen, entran en el museo para buscar evidencias sobre tan cruel hallazgo.

Xavier Cruzado
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