La voz de Luisa es más sombra que su sombra, más ligera que el peso de sus pasos. Lo que suena con marcada distinción es el bastón —palo que sacó del vivero— y que es la alarma definitiva de que su cuerpo traza algún mapa ignoto en los pasillos de la casa. Mamá Luisa tiene el peso de una sombra. Anda con las manos en la espalda jorobada estirando el cuello hacia afuera. Luisa —así le digo evitando la distancia de decirle abuela y de decirle Mamá Luisa todo el tiempo— es un ojo que borrosamente ve la casa, que de intentar ver la casa lo que hace es recordarla, porque la luz que emana de la casa arduamente pasa por sus ojos. Siempre los ojos de Mamá Luisa están en alguna región por encima de mis hombros; cuando voy de visita presiento su rostro tras de mí, anticipo su figura en las esquinas.
En cada regreso a casa de Luisa siento que su habla va desparramándose en los jardines. Hace escasos años Luisa era de palabras diáfanas, era posible sacar imágenes concretas de su oralidad; era posible extraer grandes viajes, rostros, calles, casi era posible caminar entre los pliegues que iban soltando sus historias, que a fuerza de reiteración iban grabándose en una tela tejida en alguna caverna de mi interior. Esa tela es de Luisa en mí. Pero ella ha ido regando el vivero con su aliento, su voz ha ido —poco a poco— adoptando la costumbre de todo lo verde que se junta en el vivero, en el patio, en el jardín; Luisa de tanta compañía vegetal ha perdido lo cristalino de sus evocaciones, se ha acostumbrado a un hablar sin hablar.
Entonces al visitarla llevo la tela que traigo desde la infancia. Porque, claro, la soledad y la vegetación y las lluvias de tantos años han oxidado su palabra. Y cuando nos sentamos en la mesa del comedor es porque quiere hablar, me quiere hablar. Me siento a escucharla para moldear lo que oigo, pues Luisa ahora más que nunca charla desde sí misma para sí misma y los trozos de su voz que llegan hasta la otra orilla de la mesa los yuxtapongo para llenar los huecos (grietas, vacíos) que me deja su voz-sombra:
Historia que Luisa ha contado incontables veces y que incontables veces quiere contar.
—Mijo su abuelo con las manos hizo la mitad de la casa claro sí pero todo lo demás que se ve es de mis manos.
El cuento más sólido que conozco: el origen de la casa de los abuelos, mejor dicho la casa de Mamá Luisa porque el abuelo está allá mucho más allá de la ventana después del sol:
—Abuela pero el abuelo nada más no creo, ese trabajo es como mucho para dos manos.
Historia que me sé y que no me canso de oír. Historia que Luisa ha contado incontables veces y que incontables veces quiere contar. Historia agrietada en la voz de Mamá Luisa que emana y cae en sí misma:
—Tu tío Valiente no lo conociste pero él también.
¿También qué? Sí, tío Valiente metió las manos en la casa para ayudar al abuelo y a Mamá Luisa. Yo que oigo la fragmentariedad oral de Luisa, que meto las manos, que urdo los hilos que me pone en la mesa, la reconstrucción posible de la casa a través de labios, lengua y ululante vaho de tres cuartos de siglo:
–Tu abuelo hizo desde allá el porche hasta aquí donde estamos la mitad de la casa claro que había días en que Valiente venía y batía cemento.
El porche, la sala, la cocina, sin baño. La mitad de la casa hechura de unas manos que tocaron esas paredes, esos bloques, ese concreto. La casa haciéndose en el universo de sombras de Mamá Luisa, el empuje de su aliento alimentando la fragilidad de un hogar que se dibuja en lo impalpable de mi corazón, en las capas de años de la mesa de comedor:
—Casa mocha mijo porque sin baño y ese frío todos los días bañándonos afuera claro uno joven y fuerte.
El abuelo y Luisa en el patio bañándose en desnuda juventud y manos que hicieron esta casa, abuelo y Luisa en baño de manos y que hicieron a mamá. Pujanza, lucha y génesis:
—¿Y mi mamá?
—Tu mamá todavía no ella fue mi tercer embarazo.
La tercera la vencida. Después otras dos victorias. Vientre y manos que hicieron esta casa. Tíos que nunca vieron la luz de la casa. Hijos de manos, la casa hija de los hijos, la urdimbre vital que emana del seno de la memoria:
—Cuando nació tu mamá y tus tíos Eugenio y Leopoldo esta casa sin frisar sin baño y yo enredada con tres muchachos.
Manos que se estiran desde el sol hasta aquí, abuelo dónde estás: en las paredes, el porche, detrás del friso.
Sé lo que viene después de esto. El abuelo, yo veo la ventana y sé que en algún sitio (tal vez aquí) pero la luz que se entromete y cae en la mesa: el abuelo y el reino después del sol, la casa, su reino hecho al brío de los partos y el dolor, la sangre —los dedos, las huellas— y el misterio del corazón:
—Tu abuelo cae enfermo dos infartos y yo con tres muchachos pero no me paré en artículo me puse las pilas yo vendía lo que sea tortas caramelos y poco a poco frisé hice baño y el resto.
Manos que se estiran desde el sol hasta aquí, abuelo dónde estás: en las paredes, el porche, detrás del friso, en el deseo de una casa completa:
—¿Quién te ayudaba? —le pregunto.
—Valiente siempre Valiente yo le debo mucho hizo el baño y los otros dos cuartos.
Tío Valiente con el abuelo, manos que no me conocieron, centenares de pisadas que endurecen y fundamentan el piso que piso, rastros irrastreables que van hasta abajo y que regresan a mí:
—Aquí ha vivido todo el mundo mijo tus tíos mis hermanos tus primos algunos vecinos y sus hijos y los hijos de sus hijos.
Doy una mirada alrededor: el silencio. Hijos de hijos de hijos, la incontabilidad de la vida toda apretada en esta casa, casa del abuelo que no vivió la obra de sus manos, que no tocó la obra del vientre de su esposa, voz-sombra que llega hasta mí en el tejido de la casa, que toca la mesa desde el sol y pervive en las venas vivas de la pared. Mamá Luisa ve por encima de mi hombro, tal vez a través de mí, quizá busca en las grietas el camino de vuelta y sólo encuentra una larga hilera de hormigas que se meten por el techo.
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