“Sous ses traits s’efface en restant lisible
la présence d’un signifié trascendantal.
S’efface en restant lisible,
se détruit en se donnant à voir...”.
Derrida, J. De la grammatologie. Les Éditions de Minuit, París, 1967 (p. 38).
El texto que sigue a este breve preámbulo corresponde a un manuscrito cuyo original se halló junto a las pertenencias que le fueron entregadas a su hija luego de que, a mediados del año 2020, en Ontario, en una casa de cuidados a largo plazo, sus pulmones dejaran de respirar a causa de complicaciones por Covid-19. En Toronto, en los primeros años del milenio, como profesional de la salud, había participado en la exitosa contención del virus SARS-CoV-1, así como en la subsiguiente elaboración del informe que, previendo la emergencia del SARS-CoV-2, formulara claras recomendaciones con vistas a evitar toda posibilidad de futuros brotes y pandemias. Luego, ya en su retiro profesional, se volcaría a la filosofía, la historia y la literatura.
Hola, Tristeza… Se te ve igual que ayer y que todos los días, en ese reflejo tan turbio y tan tuyo, flotando en la nada de ahí afuera tras el cristal de la ventana, tanto que no sé si será esa tu imagen de hoy o la misma de ayer, que se hubiese quedado suspendida, delatando tu ausencia, aferrada a la pátina de polvo adherida al vidrio, como aquellos claroscuros que sorprendían a Louis Daguerre en sus placas de plata azogada, presencias vivas, fugitivas en el devenir constante del tiempo, apresadas de golpe en instantáneas fijas, por siempre ausentes, precarias de invariante existencia, delatando algo que había sido, que ya no era, pero de algún modo aún presente en el reflejo, en el eco vago de sus sombras.
Te veo y te hablo desde mi encierro aquí adentro, pero sin habla, sin palabras. Porque hablarte no podría, las palabras se me escapan cada vez más. Al igual que yo, ellas también se ausentan. Sé lo que pienso, lo que siento y lo que quiero, pero de ahí a poderlo expresar en símbolos sonoros es todo un salto al vacío, y de ahí al silencio. Sé que es a ti a quien veo en esa imagen suspendida en el espacio, sobre ese telón de fondo a tus espaldas, paisaje de calle con lluvia gris, aún más impreciso y confuso que tu imagen. Apenas te reconozco, pero sé que eres tú quien me mira, con esa, tu cara asombrada, aturdida de memorias vagas, flotando ingrávida allende la ventana. Pero nombrarte no podría, no recuerdo tu nombre.
¿Eres tú mi imagen en el cristal?, ¿o yo tu reflejo, tu holograma, y tú mi palabra borrada?
Sin nombre, sin palabra, ¿cómo es que me reflejas? ¿Eres tú mi imagen en el cristal?, ¿o yo tu reflejo, tu holograma, y tú mi palabra borrada, y oscilando entre ambos extremos la incertidumbre espesa de mi “signifié transcendantal”?, asequible quizás sólo a través de ese juego sin fin y sin pausa de espejos enfrentados, superpuestos, siempre los mismos, siempre distintos, siempre más profundos sin jamás tocarse, simbolizándose, significándose en cadena de infinito. Palabras en constante reflejo recíproco sin centro referencial otro que ellas mismas, perdidas a jamás en el laberinto de la representación, constante diallelus semántico reverberando en la gruta platónica, sombras cada vez más difusas, trazas que se borran, borroneadas pero aún ahí, aunque nunca totalmente ahí, nunca totalmente tú —la presencia de mi ausencia—, nunca totalmente yo —la ausencia de tu presencia—, mímesis de palabra tachada, intento de símbolo, significado siempre diferido, vislumbre de palabra oculta, susurro nunca dicho, pero de algún modo reverberando ahí, imagen cautiva dentro de los confines imprecisos de tu recuadro, escondida en la pátina de tiempo con que esfumas mi imagen, palabra que sé que está ahí, porque no puede no estar, pero que por más que me esfuerzo no logro ver, no logro oír, no logro recordar.
También sé que es calle lo que hay ahí afuera, detrás de ti, porque en ese espacio sin techos ni paredes, en el brillo de su asfalto mojado, la veo encerrada en su aparente libertad de mitos y de luces, las “luces polícromas que techaban la calle con su pulsar rítmico”, las mismas hacia las que fue Víctor Suaid después de haber querido “que las ametralladoras cantaran velozmente, entre pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas”. Encierro vasto, pero encierro al fin, el de la calle toda, pero muy distinto a este de por vida de aquí adentro —por imperdonable delito de vejez—, este asilo de inexistentes cuidados a largo plazo, este manoir de purgatorio, de libérrimo encierro, porque las normas, si existen, se quiebran libremente, como en aquel —desde su nombre, enajenante— Penal de Libertad. “Aquí se viene a cumplir”, rezaba el dintel de su pórtico, pero cumplir era imposible porque las reglas cambiaban a discreción del carcelero y nunca se sabía cuáles eran las vigentes. Peor, mucho peor, este otro penal, porque aquel era fruto de usurpación de poder por dictatoriales marionetas uniformadas, mientras que este resulta de patologías sociales mayoritarias y consensuadas que dejan el bien común en manos anónimas, de responsabilidad limitada, las que, confesas, con fines de lucro y sin supervisión eficaz, operan privados infiernos de cuidados a largo plazo fuera de todo esbozo de sistema alguno de salud. “Lasciate ogni Speranza…” es lo que debiera comenzar diciendo el dintel de su entrada.
Las fuerzas vivas de la sociedad suelen pensar que jamás terminarán aquí, y con la anuencia que otorga la ignorancia dolosa y el silencio culpable, nos condenan sin juicio ni veredicto alguno a expiar, alejados de su vista, la culpa de haber vivido, de haber vivido demasiado, de porfiar una presencia en exceso prolongada. Nada en sus mitologías utilitarias nos redime, nada nos justifica ni concede un atisbo de valía. Sin tregua, sus mitos niegan clemencia y espacio vital a “l’absence d’œuvre”, la locura, el retorno ineluctable del cerebro envejecido a “le réel” originario, a la ausencia progresiva de lo imaginario, de lo simbólico, regreso, acaso natural, a la vida biológica, animal, vegetativa —un crimen capital de lesa humanidad. La tragedia, si es que alguna hay, es que nosotros mismos creímos en esos mitos, los alimentamos y fuimos parte de ese consenso (quizás aún lo somos) y ahora sólo podemos aspirar a dar los últimos pasos sin posibilidad de palabra alguna, igual que Robespierre al final de La Terreur. Lejos de ese ruido, sumidos en este averno, nos queda por delante sólo una sola decisión consciente, personal y afirmativa, la que, ya a la deriva en la tormenta de la demencia progresiva, se torna cada vez más incierta y por lo mismo más acuciante: deslizarnos fuera de borda y apurar el naufragio inevitable para volver a ser (o no ser) quien fui (o no fui) antes de que aquella improbable anfimixis y la ontogénesis que ella desencadenara interrumpiesen mi paz mineral, mi pretérita, infinita, quiescente ausencia de ausencia, y me condenaran a la vorágine de este fugaz presente vital que pronto habrá de desleírse en eterno futuro de presencia ausente.
Dicen que ella no es parte del olvido que me ausenta.
Dicen que esa que se acerca detrás de ti, desde allá lejos, es mi hija. Dicen que una vez por semana viene a verme, viene a verte, a detenerse frente a ti como lo haría un deudo ante una cripta de cristal. Dicen que ella no es parte del olvido que me ausenta, que ella una vez por semana se hace eco de esta sepulcral soledad, de esta muerte en vida, de este cadáver que, porfiado, aún respira por causa de improcedente longevidad. Dicen que, cuando me vislumbra a tu través, ella saluda desde el jardín. Dicen que es ella, allá lejos, la que se acerca ahora frente a la ventana, la que quiere verme y por eso me adivina. Dicen que no le permiten venir más cerca. Dicen que por el virus —ese que vive afuera pero que muere adentro, el que nunca debió ocurrir, porque todos sabíamos que ocurriría, porque había ocurrido antes. Si ella se acercase más y yo viese mejor su cara, si oyese su voz, si sintiese su mano en la mía, si pudiese acariciarla, sabría quizás que es ella. Pero llamarla por su nombre no podría, porque tampoco recuerdo el suyo.
Pero ahora debo esperar que quien deba venir a bañarme venga a hacerlo. Hace días, horas, que le espero, para que se acerque, y luego me insulte, y me veje al desvestirme, y me sumerja en agua demasiado fría, o muy caliente, y se ría de mí por mi torpeza, por mi desequilibrio, por mi cuerpo informe, ajado, sucio, maloliente, y mi jadeo ronco sea toda mi respuesta —mi agradecida respuesta— porque ¿a quién agradecerle si no?
Ha llegado… me agarra, me arrastra, me grita, me apura, me sacude y me violenta, pero no es su culpa porque es tan víctima como yo. Y yo, su condena. Y esta tos sibilante, estertórea y seca que siega el respiro, que impide respirar.
Ojalá logres perdurar por lo menos un momento, para que, cuando mi hija se haya acercado a la ventana desde afuera, y yo en ti ya no me vea, ella sí pueda verte, pueda verme. Turbia imagen fugaz, suspendida un instante en la cenicienta y opaca transparencia de tu cristal. Efímero daguerrotipo antiguo. Adiós, Tristeza.
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