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Guanabacoa
(un relato de La valija, de Amalia Decker M.)

jueves 1 de diciembre de 2022
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“La valija”, de Amalia Decker M.
La valija, de Amalia Decker M. (Kipus, 2022). Disponible en la web de la editorial

La valija
Amalia Decker M.
Cuentos
Grupo Editorial Kipus
Cochabamba (Bolivia), 2022
ISBN: 978-9917-32-023-4
152 páginas

Admito que estoy siendo infidente. Le había prometido a Marcela no revelar sus recuerdos, pero algo más fuerte me empuja a contar algunos de esos guardados. El día que me abrió su puerta, ella estaba, no sé si nostálgica o los viejos fantasmas la estaban agobiando. Me dijo que había corrido mucha agua bajo el puente pero que no sabía cuánto más tenía que llover para borrar ese pasado que le había dejado una huella indeleble.

—A momentos me propongo no pensar, porque no pensando es posible seguir adelante.

Su voz sonó con un alto nivel de resignación. Claro, no es posible dejar la mente en blanco eternamente. Sin embargo, me atrevo a decir que fue bueno para ella deshacerse de esos secretos. Quizá la luna y esa luz espectral, fueron las que la sedujeron para que confesara tiempos de Patria o Muerte.

—Estaba concentrada en el placer de enjabonar mi cuerpo, cuando una estampida y una balacera me llenaron de inquietud.

No entendí nada. Decidí no interrumpirla, ella simplemente siguió con su relato sin importarle mi presencia. Creo que, en realidad, estaba recordando para sí misma. Un nuevo estallido, luego otro y otro junto a un ulular de sirenas la habían obligado a salir a toda prisa envuelta en una precaria toalla. Los alrededores del galpón, donde habían sido instalados los aprendices a guerrilleros, en un santiamén se vio rodeado de militares fuertemente armados. Ella, en su inocencia, había supuesto que eran los contras que estaban atacando el campamento. Al parecer no era una leyenda, los exiliados cubanos, con ayuda de los gringos, no se resignaban a perder la Cuba de sus sueños.

Lee también en Letralia: reseña de La valija, de Amalia Decker M., por Alberto Hernández.

Mirando desde las grandes ventanas de su sala, el hermoso y peculiar paisaje de La Paz como testigo, siguió hablando como si de pronto se hubiese roto la regla de la discreción. Fue desordenada o más bien creo que un recuerdo jalaba a otro y, por eso, sin concluir el primero se perdía en uno nuevo. Dice que eran doce: Entre ellos yo, la única mujer. Se había ganado el derecho de ser parte de ese grupo privilegiado. Aunque hoy no le hacen gracia esos méritos. Hice un montón de estupideces, siempre muerta de miedo, pero claro, mostrando entereza de acero… Calla un rato y vuelve por esos caminos andados: Fui parte de un asalto a una casa de cambios a fin de recaudar fondos para la revolución… Encima, luego de tanto escándalo, salimos con las manos vacías y con la policía persiguiéndonos como a vulgares ladrones.

A mí toda esta historia de la fe ciega me sonó en la lejanía por los textos que había leído de otras guerrillas en el mundo. Nada importaba, menos la familia que fue desterrada del manual de buena conducta del guerrillero. Coraje y valentía eran el valor de oro que abría las puertas para convertirse en una guerrillera de huevos y ella lo había conseguido. Sentí que recordaba con la piel estremecida. Flotaba en el ambiente un suave aire de complicidad. Puedo entender que aquella entrega a ciegas no les permitió ver que caminaban siempre al filo de la cornisa y con la muerte pisándoles los talones.

Luego de un homérico viaje habían llegado a la Cuba de Fidel, llenos de fe para recibir el mítico entrenamiento militar que los calificaría para hacer la revolución. Marcela recuerda ese primer encuentro con La Habana, como una música que todavía le suena en los oídos; un son que le hacía imaginar que las enormes palmeras eran mujeres preñadas que se mecían al ritmo suave de esa melodía.

Se enfurece cuando recuerda las bromas machistas de sus compañeros que en medio del almuerzo se burlaban de su condición física.

—Nos recibieron con un almuerzo majestuoso, una buena jama como dicen los cubanos si en ella hay puerco, arroz, tostones y frijoles; comida que, por cierto, no tiene el cubano común. Fue también una forma de despedirnos para empezar nuestro periplo en Punto Cero, conocido lugar de entrenamiento para guerrilleros latinoamericanos.

Se enfurece cuando recuerda las bromas machistas de sus compañeros que en medio del almuerzo se burlaban de su condición física y su poca o ninguna inexperiencia para someterse a los requerimientos de un severo entrenamiento rural. A cada broma, yo sentía una pequeña herida. Razón de más para mentalizarme y proponerme no desfallecer y así llegar al final por duro que fuese el intento.

De pronto se dibuja en su rostro una sonrisa amplia y casi infantil.

—Ni bien entré en el galpón dormitorio, descubrí contra la pared y en fila seis literas dobles y una sencilla, forradas con unas mantas grises que de sólo verlas supuse que eran testigos de sueños y secretos de las muchas personas que fueron arropadas por ellas. Menudo bautizo el que me di —cierra los ojos y vuelve a recordar—. Saqué la mía para que tomara aire fresco y un poco de sol que ya enfilaba hacia el horizonte, pensando que así se borrarían las señales ajenas.

En otra mirada rápida descubrió una escoba que le hizo un guiño. Con ella arrastró toda clase de basuras que fue encontrando en su camino y terminó juntándolas en el campo abierto, relativamente lejos del dormitorio común. Concluido su trabajo de limpieza, se había preguntado cómo hacer desaparecer esa montaña de basura. No se me ocurrió mejor idea que meterle fuego. Cuando comprobé que la llama estaba viva, me retiré satisfecha para darme una merecida ducha de agua helada.

Ese incidente había sido el que aguijoneó su amor propio. Dice que a partir de ahí se propuso dejar la piel en el entrenamiento. Uniforme verde olivo, botas pesadas e incómodas de manufactura soviética, una mochila agobiante, correajes y fusil al hombro, se sometió junto a sus compañeros a extenuantes caminatas. Me caí de culo mil veces, pero me paré más rápido que pronto por amor propio y ante las miradas burlonas de mis compañeros. Me la imagino disparando tiros, gozando cada vez que daba en la diana y mirando de reojo a sus camaradas. Demostré con destreza inusitada que podía armar y desarmar los viejos fusiles Máuser y más tarde los AK soviéticos, comprobando que no era más difícil que arreglar una bici, lo que de chica me había dado cierta notoriedad entre mis amigos de colegio. Se había sentido todo el tiempo compitiendo. Arrastrándose para llegar a la meta sin rendirse y haciendo el esfuerzo para ser la primera. Claro, sabía que sus compañeros, a pesar del discurso de igualdad, habrían preferido que ella fuera la encargada de las tareas de intendencia, por no decir las domésticas de la columna.

Lo que tiene pegado en la piel como la hiedra al muro son los tiempos de furia y violencia cuando estaban enamorados de la muerte.

Vuelve a la historia inicial y dice que esta es una anécdota que no le duele. Lo que tiene pegado en la piel como la hiedra al muro son los tiempos de furia y violencia cuando estaban enamorados de la muerte. Y es verdad, no sólo tengo su versión sino la de muchos otros tantos que por suerte pueden contar su historia. Lo que más le duele es recordar a quienes ya no están y que dieron su vida por una causa que hoy está tan desdibujada.

Ella no entiende cómo es que terminó aquella confusión del supuesto ataque de los contras. Sólo vuelve a su memoria el terror que le causó ver tanta gente armada y rodeando el galpón. Mientras mis compañeros se pusieron en apronte, yo casi en pelotas y apenas cubierta por una toalla, me quedé paralogizada y en calidad de estatua de sal. Ya me imagino la cara de los militares cuando descubrieron que una chiquilla que pugnaba por cubrir su desnudez frente a ellos era la causante de semejante zafarrancho. Una rápida investigación descubrió la fogata. Entre las basuras se habían colado balas perdidas, cartuchos usados, pólvora y restos de detonante. Dice que, pasado el susto, había recibido una severa amonestación y claro, la burla de sus camaradas. Era de suponer que el ego se le vino abajo, tanto que hubiese querido producir una nueva fogata para quemarlo. Conseguí abrirme camino en la niebla de sus palabras y descubrí que aquella anécdota de hace más de cuarenta años todavía le hace sonreír con cierta picardía: Por suerte mi manía por la limpieza no me puso en la mira… No hubo heridos… y no me aplicaron la pena de muerte.

Fui un oído privilegiado. No hubo más testigos que nuestros propios latidos. No hubo una encerrona. Ella me abrió su puerta porque quiso. Es verdad que hice una promesa. Pero no imaginé que las ganas de contar fueran más grandes que la voluntad de guardar un secreto. Quizá por ello empecé con esta pequeña anécdota.

Amalia Decker M.
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