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Manx

sábado 21 de enero de 2023
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Apenas el sol entraba por la ventana, el suave murmullo del viento me hacía despertar. Uno, dos, tres parpadeos; abrían paso a un nuevo día. Estiraba mi cuerpo, abriendo las manos, estirando los pies. Era placentera la manera en que se escuchaba el crujir de los huesos al alcanzar su máximo. El trino de las aves motivando mi amanecer.

Paseaba por la habitación; observando los alrededores; buscando a mi compañero. Me detenía tratando de escuchar su voz; sus pasos. En algunas ocasiones, el lugar se llenaba de silencios, de vacíos. Algunas otras con risas, mujeres, música y alcohol barato. Los días venideros, solía llenarse el suelo con botellas secas, el espacio con suspiros húmedos, y con él defecando en el váter, con una hoja en blanco y una tinta en mano. Mientras deslizaba su pluma, escribía, recordando el pasado.

A veces despertaba; él estaba llorando; sentado en el sofá abandonado en medio del cuarto. Maldiciendo, bostezando; después arrojaba otra botella al suelo, decorando el espacio que aún se hallaba solo. Algunas veces lo escuchaba hablando, en medio de la oscuridad y de la soledad que lo habituaba.

—Nunca me he sentido solo. He estado en una habitación, me he sentido suicidado, he estado deprimido, me he sentido horrible más allá de lo imaginable, pero nunca he sentido que otra persona pudiera entrar en esa habitación y curar lo que me afectaba, o que lo pudieran hacer varias…

Hace tiempo era un gato de la calle, desconfiado, pero Charles supo cómo darme mi espacio. Hasta que me quedé aquí.

Me acercaba rondando entre sus piernas, entraba y salía de entre sus espacios. Me miraba; sonreía.

—¡Manx, mi querido amigo! ¡Aquí estabas!

Tomándome entre sus manos me alzaba, un par de caricias, dos o tres palmos sobre mi lomo, me subía a su regazo. No siempre fui así. Hace tiempo era un gato de la calle, desconfiado, pero Charles supo cómo darme mi espacio. Hasta que me quedé aquí. Haciéndole compañía.

Se le pasaban las horas observando el techo enmohecido; pensando, quizá en ¿qué pasaría si? Yo lo hacía, solía imaginar que un día ya no sería más un gato. Que podría ser un buen amigo; beber a su lado, compartir mujeres, música y quizá también llanto. Los gatos también lloramos; en las noches, cuando vemos que la luna resplandece y nos damos cuenta de que otro día más estamos solos. Por eso me gustaba estar con Charles. Era un hombre gato.

Era común verlo escribir, aunque nunca entendí el porqué o para qué. No fuera que viviera de ello. De hecho, no sé de qué vivía o si vivía. Muchas veces le llevé ratones, lagartijas. Cierta ocasión me fue de maravilla y le llevé una paloma que cayó herida; un manjar suculento. Pero él jamás las tomó. ¡Pobre! No sabe lo que se perdió.

Llegaban las noches cargadas de ausencia. Lo miraba observando por la ventana mientras le calaba a un cigarro. Su mirada se perdía entre las luces obscenas de una ciudad perdida entre realidades absurdas, entre cotidianidades. Me acercaba, acariciándome entre sus piernas. Me dedicaba una mueca intento de sonrisa; apagaba el cigarro, tomaba su gabardina, su sombrero y salía. Había noches que, sólo para cerciorarme, le seguía.

La noche, por las calles despiertas, las mujeres con tacos altos, vestidos cortos, frío en el busto y calor en las piernas, salían a su paso. Le conocían, lo saludaban.

—¡Hola, guapo!

A veces seguía su camino, las ignoraba, pero otras veces las tomaba del brazo y caminaba con ellas hasta una habitación económica, prestada.

Quería ser como él. Que todas las gatas me buscaran. Lo veía meterse con una dama y otra. Entrar y salir de motel en hostal, de bar en licorería. De plaza en lugar. Siempre con esa mueca característica de él; su sonrisa de Mona Lisa. Que no sabías si reía, algo le dolía o si acaso acababa de llorar. Era un ser difícil de descifrar, pero al parecer fácil de complacer. Bastaba un buen licor, un buen cigarro, buena música y una buena compañía. ¡No la mía, no! Una dama que supiera fornicar bien, que tuviera buena mano y a la que no le molestara hacer una buena felación. Ser gato tiene sus ventajas.

Cuando amanecía de buenas, cuando parecía no irle tan mal, me dejaba una lata de sardinas a medio abrir sobre la mesa, me hablaba y se sentaba conmigo a comer. Buenas charlas que tuvimos.

—Las dos cosas más importantes de la vida, ¡mi estimado Manx!, después de todo, son evitar el dolor y dormir bien por la noche.

—¡Miau!

Me observaba y sonreía; sabía que le entendía. Que mi maullar, aparentemente sin sentido, no carecía de tal. Que sus charlas eran escuchadas, desde otra perspectiva. Recuerdo cuando me veía lavarme. Le escuchaba decir:

—¡Cómo quisiera ser un gato!

Solía decirme a menudo que él no odiaba a la gente, sólo era que se sentía mejor cuando no estaban a su alrededor.

Si fuesen ciertos los cuentos de hadas, si fuese cierto que una mujer con alas, con tiara brillante y vestido de ensueño podría cumplir nuestros deseos, creo que cambiaríamos sólo de vidas. Él queriendo ser gato y yo queriendo ser humano.

Solía decirme a menudo que él no odiaba a la gente, sólo era que se sentía mejor cuando no estaban a su alrededor. Recuerdo que se ponía a buscar en la habitación algo que le llenase un poco más la vida. Algunas veces, parecía que sabía lo que buscaba. Le metía ahínco, hurgando en los cajones, en medio de revistas del año pasado, entre la ropa, los bolsillos de sus pantalones, entre los calcetines y los calzoncillos. Después se rendía, se sentaba en medio del desastre de habitación que había dejado y sólo suspiraba cabizbajo.

—¡Manx! —me nombraba—. ¿Dónde te metes, pequeño bribón? —me acercaba despacio hasta donde estaba, me encaramaba en su brazo, que yacía sobre sus rodillas—. ¡Aquí estás!

Y me abrazaba, su barba enredada frotándose contra el pelaje blanco, su nariz prominente entre mis costillas.

—Hay veces, ¡mi estimado Manx!, que el hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla. ¡Vive tu vida, Manx, no seas como el hombre!

Y un llanto seco caía sobre su alma. Sus ojos decaídos mostraban la tristeza atesorada en años. Tantos días enclaustrados dentro de un corazón con grietas. ¿Cómo diablos vivía aquel hombre? Tal vez mi compañía no representaba nada para mi amigo, pero era mi amigo; en cierto modo me necesitaba.

Volvían los días en medio de soledades. Más botellas, más cigarros, las puertas cerradas, la pluma deslizándose sobre la hoja en blanco, con letras cargadas de historias de su tristeza y dolor, a puño y llanto, a letras y desolación.

Había llamadas de viejos conocidos, llamadas que lo sacaban de su ensimismamiento, que lo hacían darse una vuelta por el aseo, lo incitaban a salir de la habitación abandonada. Con el aroma a hombre, aún con rastros del humo entre los cabellos y de alcohol respirándole en los poros abiertos.

Esa mañana, mientras paseaba por el parque, una paloma me sedujo al posarse cerca de donde bebía un poco de agua. Mientras la perseguía, di un salto intentando atraparla y fallé. Un golpe seco impactó contra mí. Sólo me percaté cuando la vista se oscureció y pude sentir cuando los neumáticos pasaban sobre mí. Un dolor intenso me traspasaba, sentía que me habían partido en dos. Quise ponerme en pie, pero no había fuerza. Caí agonizante. El dolor me durmió. Pensaba en mi amigo ¿Qué pasará con él? Pasadas no sé cuántas horas, el ruido del metal raspando el pavimento me alertó; un buen samaritano me recogió con una pala para arrojarme a la orilla del camino. Lastimado, herido, fui a dar entre los arbustos; los débiles quejidos apenas eran intento de maullido. Mis pensamientos estaban en Charles. “¿Se dará cuenta de mi ausencia? ¿Saldrá a buscarme? ¿Cómo sabrá dónde estoy? ¿Y si muero antes de que me halle? ¿Me echará de menos? ¿Llorará por mí? ¡Mi buen amigo, Charles! Ya no habrá más sardina sobre la mesa después de un día no tan malo, ni pláticas en medio de nuestras soledades. Cuando yo le llore a la luna, cuando tú les llores a tus males”. El dolor punzante me venció. El último claro de sol fue la visión terminante de lo que me quedaba de conciencia.

Pude sentir el vaivén en mi cuerpo; unos brazos tibios se aferraban a mí en trayecto. Entreabrí los ojos, no sé si fue que deliraba o el recuerdo penetrante de Charles en el pensamiento que me hizo verlo entre las sombras de mi agonía. Me dejé llevar en esos brazos; recuerdo a mi estimado amigo.

Escuchaba el “bip” de un aparato, las voces lejanas de personas alegando:

—No hay mucho por hacer… Dele estas píldoras… Su columna está destrozada.

—Pero estaba destrozado antes y de algún modo se arregló.

—Si vive nunca caminará, mire estos rayos X, ha sido disparado.

—Mire aquí, los perdigones están aún ahí… También, una vez tuvo cola, alguien se la cortó.

El sonido en sus palabras era determinante; estaba furioso, mientras maldecía entró conmigo, con balbuceos inentendibles, tomó una manta y me envolvió en ella. Yo lo observé durante el camino. Sus ojos mostraban la pena que sentía por su amigo herido, también el coraje de la impotencia que te deja después de saber que no puedes hacer nada para ayudarlo. ¿Que cómo sabía? Así me sentía yo cada vez que lo veía embriagarse como intento furtivo para olvidar.

Me llevó a casa; me puso en el suelo del baño. ¡Estaba fresco! Me dio un poco de agua y unas píldoras.

Ese verano fue uno de los más calientes en décadas. Me llevó a casa; me puso en el suelo del baño. ¡Estaba fresco! Me dio un poco de agua y unas píldoras. Estaba tan cansado y adolorido que no quise probar un bocado. Tenía sed, pero no tenía fuerza suficiente. Mi buen amigo me dio de beber un poco mojando su dedo en el agua y acercándolo a mi hocico. Me hablaba; no salía de casa.

Pasó mucho tiempo en el baño, junto a mí, hablándome. Rara vez bebía, sólo para espabilarse, después regresaba a mi lado. Lo veía. ¿Esto es el amor fraterno? ¿Lo sutil de la incondicionalidad en el afecto? ¡Ahora entiendo por qué la terquedad del hombre en poseerlo! Es tan delicado como poderoso, sublime, inefable, imperecedero, inmortal, inolvidable.

Me acariciaba; pasaba la mayor parte de los días hablándome. Diciéndome lo mucho que debía vivir.

—No te rindas. ¡No lo intentes!

Sus palabras eran claras, concisas, no me debía rendir. Le dedicaba mis miradas, las mejores, las más esperanzadoras. Pasaron los días y quise ponerme en pie. Me arrastré hasta mi cama, me dejé caer. Ver su rostro iluminarse, como si de una gran proeza se tratase, me alentó a seguir con el intento.

Una mañana me levanté, me paré, me caí y volteé a verlo.

—¡Tú puedes! —me dijo.

Lo intenté, lo hice cada día, cada mañana, hasta que volvimos a esas tardes de charlas, de días no tan malos de sardina en la mesa, a las salidas en la madrugada, bajo la luna brillante y esas damas elogiando el andar de mi buen amigo Charles.

Adriana Rodríguez
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  • Manx - sábado 21 de enero de 2023

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