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Plan pistola

martes 31 de enero de 2023
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La habitación era blanca e iluminada. Blancas las paredes, las losas, el sanitario y el cielorraso. Sólo cargaba con un par de maletas de rodachines. “Si necesitas algo más, me avisas”, me ofreció Karina, mi arrendadora, después de haberme enseñado el patio de ropas y la cocina que nunca usé. Iniciaba el 2016 y yo recién había finalizado una relación de dos años con Martina. Vivíamos en un apartamento amoblado de alquiler en el barrio Crespo, y por esa misma razón, de ser amoblado, ahora no tenía ni siquiera una cama donde dormir en mi nuevo cuarto. Compré un colchón inflable con almohada inflable y lo tiré al suelo, pegado a la pared y retirado del baño. También compré un juego de sábanas que al cabo de un mes ya estaban percudidas. Sólo me faltaba una mesa donde ubicar mi portátil, pero no quería comprar enseres; asumí que mi estadía no sería larga. Después de analizar cada rincón de aquella habitación, desmonté la ventana corrediza y con el vidrio hice una especie de mesa, utilizando como patas las dos maletas. Sólo acudí a Karina para que me prestara una silla Rimax. Una vez armado el escritorio hechizo, me dispuse a terminar mi libro. Pero para ello necesitaba leer con juicio. Era enero y leía Agosto, de Rubem Fonseca. Al escritor me lo había recomendado un amigo. Me dijo que Fonseca fue abogado, escritor y policía. Tres profesiones que obligan a tener siempre las manos sucias —palabras textuales del autor. Lo leía consumado, las páginas con una serie de tachas, subrayas, pie de notas, circulitos, signos de interrogación y flechas que se entrelazaban. Decir que pasaba horas y horas escribiendo sería una ofensiva blasfemia, mi horario de trabajo no me lo permitía. Cuando podía, me sentaba en pantaloneta y camisa esqueleto frente a la pantalla, sudando, abrasado por el calor cartagenero y con la necedad de no comprar ni siquiera un ventilador.

Al igual que el escritor brasileño, yo era abogado y policía, y gracias a esa formación trabajaba para la Oficina Jurídica de la Policía Metropolitana de Cartagena. Mis labores administrativas no pasaban de ser respuestas a derechos de petición y acciones de tutelas, casos de disciplina e informes prestacionales por lesiones o muerte de policías. Las instalaciones del comando eran también blancas, como mi cuarto, parecían pasillos de hospital. Las oficinas no tenían ningún letrero que anunciara dónde quedaba cada dependencia y las personas se refugiaban en los despachos gracias a la satisfacción que ofrecía el aire acondicionado. Mi uniforme era un camibuso color verde manzana que combinaba con el verde oliva del pantalón, botas americanas y siempre llevaba conmigo un bolígrafo ensartado en la tapeta del camibuso, justo al lado del tarjetero que informaba mi nombre y mi grado: “Subintendente Fabio Serna”. A las pocas semanas logré gestionar una pequeña motocicleta Suzuki que pertenecía a la sección de la policía comunitaria y con ella me transportaba del trabajo a la casa.

Karina vivía con su novio Ismael. Cuando llegaba a mi nuevo hogar olía a comida recién preparada. En varias ocasiones me ofreció un “bocado”, pero siempre terminaba rechazándolo, no quería malos entendidos con su pareja. Ser nuevo en una ciudad, sin conocer a nadie y con la resaca de una ruptura amorosa, me llevó a un estado predepresivo. Tuve trances de filósofo amateur: quién soy, de dónde vengo y para dónde voy. Por eso, avanzar en la escritura del libro era una misión compleja, la cabeza no me daba.

Una noche, mientras tomaba cerveza artesanal en un bar de Bocagrande, un compañero me envió por WhatsApp una foto de un policía que había sido asesinado durante el turno de servicio.

Mis días de franquicia eran un fin de semana sí y el otro no. En esos días dormía hasta tarde, mandaba a lavar los uniformes y me iba a las tardes de cine arte en la Cámara de Comercio y a caminar por el centro histórico. Una noche, mientras tomaba cerveza artesanal en un bar de Bocagrande, un compañero me envió por WhatsApp una foto de un policía que había sido asesinado durante el turno de servicio. El verde oliva cuando se mancha de sangre adquiere una tonalidad turbia, cocacolesca y desagradable. Pude observar dos charcos, uno con la sangre del agente y el otro con el aceite de la motocicleta derramado en el suelo. El casco fluorescente estaba a pocos metros. La foto iba acompañada de un mensaje que anunciaba el nombre de la víctima y el lugar de los hechos. El crimen fue atribuido al Clan Úsuga. Me sentí indignado, pensé que era una manera cobarde y miserable de morir: por la espalda. Por fortuna tenía algo más agradable en qué ocupar la cabeza, como era el hecho de escribir, pero el objetivo estaba lejos, el libro no avanzaba. Todo lo que había escrito hasta ese entonces era sobre hechos pasados de mi vida en la institución; sin embargo, obligarme a escribir acerca de lo que me sucedía en el presente sí que me costaba. El horario de siete a siete hacía que comiera y cagara policía. A falta de tiempo empecé a usar las horas reservadas para el sueño. En ocasiones paraba de oprimir el teclado y me percataba de que eran las tres de la mañana. Tomaba Pepsi para evitar el sueño, siempre al clima, ya que tampoco tenía nevera y nunca quise usar la de los arrendadores. Algunas noches Karina y Misael tenían relaciones en su cuarto —que quedaba contiguo al mío— y lo oía todo con claridad: los quejidos, los sollozos, las palmadas y el choque de los cuerpos. Mantener la oreja pegada a la pared por varios minutos me produjo dolores de cuello que duraban hasta dos días, pero, a decir verdad, valía la pena.

En la oficina jurídica, cuando no estaba el jefe, aprovechaba la ausencia para hacerle correcciones a mi manuscrito, aunque la idea de presentar mi carta de renuncia a la institución ocupaba mi concentración.

Una semana después del asesinato llegó una cadena de chat. Habían acribillado a otro compañero en un municipio de Córdoba. La foto era casi igual de explicita a la anterior. Esta vez se trataba de un patrullero de apenas veintiún años que fue ultimado mientras hacía labores de vigilancia. Los autores fueron los mismos: el Clan Úsuga. Ellos mismos se atribuyeron el hecho. A lo largo de febrero pude contar unos cinco asesinatos más, todos cometidos por la banda criminal; dos de ellos ocurrieron en la metropolitana para la cual yo trabajaba. Las alarmas se prendieron en la ciudad. El comandante de la policía anunció a los medios de comunicación que esos crímenes eran represalias del clan debido a que en los últimos meses la institución le había incautado toneladas de cocaína en los puertos y municipios costeros que servían como paso de la mercancía hacia el exterior. El coronel Rodríguez, jefe de la metropolitana, nos formó en la entrada del comando bajo un árbol de caucho y nos dijo que, según investigaciones de inteligencia, las bandas criminales habían iniciado el “Plan pistola”: bala para el policía que dé papaya, bala para su familia si es necesario, bala para las mujeres uniformadas, bala para oficiales, bala para suboficiales y hasta para los auxiliares bachilleres. No quise darle importancia al asunto, quería despreocuparme ante tanto problema personal que me aquejaba.

Terminé desistiendo de la culminación de mi libro. Me dediqué exclusivamente a leer, tanto así que me inscribí en los talleres de lectoescritura en la biblioteca Bartolomé Calvo. Terminé Agosto y continué con algunos cuentos de Alejo Carpentier. La nueva soltería me pasaba factura y mis necesidades no daban espera. Cada vez veía a Karina con otros ojos, más allá de un inquilino prolijo. Siempre que no estaba su compañero me saludaba más generosa. Una tarde, mientras hacía siesta en la hora del almuerzo, tocó la puerta de mi cuarto y me ofreció bebida con algún pasaboca; mientras se lo recibía, echó ojo a mi desinflado y miserable colchón y a mis sábanas sucias, como queriendo entrar a cumplir labores de noble mujer conmigo. Hasta que, más temprano que tarde, un día se ofreció a lavarlas. En esa ocasión recién había llegado de la oficina, me duchaba cuando escuché sus nudillos golpear, me apercollé la toalla en la cintura y revisé la posición de mi pelo en el pequeño espejo del baño, mientras que con mis pies iba envistiendo las chancletas. Al abrir la puerta Karina me sonrió, me ofreció jugo de piña y me dijo: “Para que deje de tomar tanta Pepsi”. Asombrado, pero sobre todo agradecido, le acepté, y con sonroja, le entregué las sabanas que, a mi parecer, estaban contaminadas de mis más íntimas esencias. Después de darle los tendidos le pregunté por Misael, me dijo que por ser ingeniero de petróleos en ocasiones debía irse de comisión por varios días, y que en esa oportunidad ella se encontraba sola, que no me preocupara por bobadas. La mujer recibió las sábanas haciéndolas una bola. En ese momento me desmonté de mi hipócrita caballerosidad y la observé del pecho hacia abajo. Tenía una blusa que usaba como pijama, cuya densidad del material permitía adivinar la ausencia de sostén, y sólo cuando se marchó hacia al patio de ropas le detallé el diminuto short.

La situación de violencia y amenaza afectaba mi salud mental. Fue tan crítico el ambiente que el general ordenó a los subalternos desplazarnos de la casa al trabajo y viceversa vestidos de civil.

El orden público empeoraba. A la semana siguiente, mientras contestaba tutelas, en el radio de comunicaciones informaron que a una patrullera de la metropolitana le acababan de hacer un atentado cuando conocía de un supuesto caso de hurto. Por fortuna reaccionó a tiempo, logró desenfundar su Sig Sauer e hizo un par de disparos que espantaron a los sicarios. La situación de violencia y amenaza afectaba mi salud mental. Fue tan crítico el ambiente que el general ordenó a los subalternos desplazarnos de la casa al trabajo y viceversa vestidos de civil. Y no sólo eso, fue autorizado el uso de armas de dotación para portarlas las veinticuatro horas del día; las podíamos llevar a las casas con el fin de salvaguardar nuestra seguridad y la de las familias. Yo conseguí un overol de Electricaribe para despistar al enemigo; me lo ponía sobre el uniforme por cuestiones de practicidad y arrancaba en mi pequeña moto. Las rodillas casi que tocaban la cabrilla.

En aquel entonces salía paniqueado de la casa. Recibimos información de inteligencia que aseguraba que los delincuentes pagaban por saber en dónde vivían los tombos. A los sicarios y francotiradores no les importaba si un policía trabajaba en la comunitaria, o en la vigilancia, o en la oficina jurídica, les bastaba sólo que lo fueran. Para mí era claro que el estado de paz dependía de si llevaba o no el uniforme. En las franquicias podía caminar entre la gente y los turistas como si fuese uno de ellos, sin saber de armas o atentados, inclusive, olvidándome del Plan pistola, refugiándome en el taller de lectoescritura y los libros de gramática que apenas había empezado a escoger para mi formación. En cambio, cuando me uniformaba, salía a las calles con los ojos atentos de cualquier persona sospechosa, pero en verdad, todo mototaxista me parecía un sicario potencial. Cada vez que me detenía en un semáforo con la pequeña Suzuki miraba con recelo los retrovisores. Mi arma siempre la llevaba cargada y desasegurada hasta que llegaba al comando. Cada día se recibían más amenazas en las estaciones. Algunas patrulleras fueron custodiadas y removidas de sus hogares por posibles atentados. En las cadenas de WhatsApp se difundió que los sicarios estaban marcando las casas donde vivían los uniformados. El mensaje venía con una foto de una casa en cuya fachada, justo al lado del medidor de luz, habían dibujado con tiza una especie de rombo (rombo-tombo); en ella vivía un patrullero que fue asesinado con un tiro en la cabeza.

Cuando un policía llega a un barrio todos los vecinos lo notan, y yo no era la excepción, por más que me disfrazara de electricista. Mi corte de cabello y las botas americanas me delataban. El precio era un millón por cabeza, como en la época de Pablo Escobar. En abril los periódicos regionales informaron que un intendente de Barranquilla fue baleado en la casa junto a su esposa que, al parecer, intentó protegerlo. Pasamos de ser sinónimo de seguridad a convertirnos en un peligro para la vecindad. En marzo el Plan pistola se registraba no sólo en la costa Caribe, sino en Bogotá, Chocó, Medellín y Nariño.

Que llegara la franquicia ya no era lo mismo de antes, salía de la casa verificando cualquier mamarracho con tiza en la fachada, cualquier sospechoso en la esquina, cualquier moto mal parqueada, y desconfiaba de todo aquel que hablara por celular en la calle. Las bandas criminales querían generar terror y lo estaban logrando. Permanecí atento, vigilante, una especie de Argos Panoptes con cien ojos. La sangre en el verde oliva y verde manzana era la portada de El Universal y el Q’Hubo.

En el taller de lectoescritura mis compañeros leían a grandes prosistas y recitaban algunas poesías propias; parecía que sus vidas giraran en torno de la hermosa y romántica literatura como su único mundo idílico. La organizadora del taller, Noelle, era una francesa radicada hace muchos años en Cartagena. Después de la segunda semana le conté de mi trabajo. Se asombró; nunca se llegó a imaginar que este servidor ejerciera tan particular profesión y, menos aún, que estuviera escribiendo unas memorias. Los libros de gramática me advirtieron que yo era susoísta y dequeísta y que debía mejorar la calidad en los conectores. Nos propusimos leer Del amor y otros demonios para comentar y debatir cómo García Márquez describía los escenarios caribeños. Para mí leerlo era como irme de viaje por esa Cartagena colonial y costumbrista, donde se resaltaban la raza y las creencias de sus personajes. Sin embargo, cuando salía para el trabajo, era otra la Cartagena que yo percibía: la peligrosa, la de los motosicarios, la de los Úsuga, la de las Bacrim.

Esa noche alisté todo con una voluntad religiosa: los zapatos de charol estaban limpios hasta por debajo de la suela; dentro de éstos, las medias negras en rollitos.

A mediados de febrero el comandante de la metropolitana nos ordenó ir al trabajo en uniforme de gala, ya que el director general de la Policía visitaría las instalaciones. Esa noche alisté todo con una voluntad religiosa: los zapatos de charol estaban limpios hasta por debajo de la suela; dentro de éstos, las medias negras en rollitos. Las pistolas de la camisa, las mancornas, la chapa de la correa y la placa policial habían recibido un baño de brillametal. La corbata anudada y el quepis desempolvado. A la mañana siguiente rectifiqué que no existieran indicios de barba, corregí la línea recta en las patillas y me corté las uñas en cuadro. Me uniformé y me apliqué bloqueador solar. Antes de abandonar el cuarto miré mi reflejo en el pequeño y mohoso espejo, mas no para corregir mi presentación; esta vez me observé con detalle y me percaté de que el tiempo pasaba a vuelo de pájaro. Al parecer, la vida dependía de lo que la Policía Nacional quisiera hacer de mí. Karina, al verme salir encorbatado, me dijo en voz baja y sin que Misael la escuchara: “¡Ajooo!”, una aféresis de carajo. El piropo fue un pequeño aliento a tan desconsolante día que se iniciaba.

Nos dejaron vestidos y peinados, el director Palomino nunca fue a Cartagena y a cambio llegué a la casa sudado por el calor del traje y el cuello quemado por el roce que me produjo la presión de la corbata. La casa olía a colada de vainilla y arepa. Me acosté pensando en mi ex novia Martina, preguntándome si ya me tendría remplazo, si me recordaba como yo a ella. A los pocos minutos caí en un sueño pétreo, profundo. Hundido en el colchón de aire soñé que estaba en la habitación tomando tinto y que de repente dos hombres entraron tumbando la puerta y, sin mediar, me apuntaron con una pistola de silenciador. Yo aún tenía la camisa del uniforme y eso bastó para que me dispararan. Pero como sucede en los sueños, fui más rápido que las balas y me refugié en el baño; en ese momento entraron Karina y Misael para verificar lo que pasaba y se escucharon varios disparos, luego un silencio sacro. Cuando salí del baño la pareja yacía en mi cuarto, uno sobre otro, la blancura que siempre imperaba en el interior era ahora un rojo sanguíneo. El cabello negro y rizado de mi arrendadora le cubría el rostro. Me desperté con el corazón queriendo saltar del pecho como si fuese un sapo, con un sentimiento de culpa. Por fortuna, en la vida real, la pareja dormía tranquilamente en el cuarto. Al día siguiente quise abrazarla y decirle que iba a hacer todo lo posible para que no le pasara nada. Que si era necesario me marcharía. Pero parecía que exageraba, en la calle la gente iba y venía de sus quehaceres cotidianos, los buses de doble piso iban llenos de turistas, el sol quemaba el cerro de La Popa y no había rombos dibujados en la entrada de la casa. Me estaba armando películas en la cabeza.

Aunque no tanto, la realidad es más cruda que la ficción. Tan sólo tres días después de la pesadilla la situación tocó fondo. Era 26 de marzo y ese día me encontraba laborando —aunque en honor a la verdad, redactaba un poema para el taller—; en ese momento los canales del radio de comunicaciones fueron enlazados por la Central para informar que acababan de atentar contra un grupo de compañeros que realizaba un puesto de control en el barrio Olaya Herrera. Los gritos de las diferentes unidades que acudieron a apoyar eran angustiosos, pedían patrullas y ambulancias. Toda la policía de la ciudad se volcó a las calles. Fueron tres las víctimas, un intendente, un patrullero y un auxiliar bachiller. Otros tres resultaron heridos. Era la primera vez que, fuera de atentados con explosivos, se conocía de un sicariato múltiple a uniformados.

A todos los de oficina también nos sacaron a la ciudad a hacer presencia y más puestos de control para dar con los asesinos. Antes de salir imprimí el poema para aprendérmelo, lo doblé dos veces y lo guardé en el bolsillo del pantalón. Era una manera ingenua de engañar la realidad. Reclamamos armamento y nos repartieron. A mí me tocó en El Pozón junto con un teniente y seis patrulleros. La ciudad completa ya estaba enterada de la situación debido a que los noticieros nacionales informaron con un “extra” el acontecimiento. Todas las patrullas con las balizas encendidas y las sirenas apagadas, esa era la consigna. Que se viera la actividad policial, pero sin aterrorizar a los turistas, sobre todo a los extranjeros. En el puesto de control deberíamos parar todas las motocicletas que pasaran, hacerles quitar los cascos a los conductores, requisarlos y verificar la documentación. Dos compañeros hacían esa actividad, mientras los otros los custodiábamos con las pistolas en la mano. Para no volverme a armar películas en la cabeza donde yo resultara muerto o herido, recitaba mentalmente mi poema.

Las manos me sudaban y hacían que la empuñadura del arma se sintiera resbalosa. Mis compañeros requisaban con cautela, contra la pared, separándoles las piernas a los transeúntes y ordenándoles poner las manos en la nuca. Yo distinguía al patrullero recién asesinado, había visitado mi despacho para llevarme una documentación.

Me preguntaba qué estaría haciendo Karina. ¿Ya se enteraría del asesinato múltiple por las noticias? ¿Será que me enviará un mensaje para saber cómo estoy? La carta de renuncia ahora era más apremiante, esa misma semana la redactaría, sería una decisión inexorable. El sol no daba tregua, sentía mis brazos arder debido a que el camibuso dejaba al descubierto mis brazos, no era un uniforme apto para la vigilancia callejera. Aunque nunca había escrito poemas, y menos aún eróticos, esperaba tener algún comentario positivo por parte de los compañeros del taller.

Debido a mi condición de no creyente no podía acudir a nadie, no conocía ninguna plegaria ni ningún destinatario para pedir por mi seguridad. Sólo tenía a mi Dios Pistola.

Inmovilizamos tres motocicletas por falta de documentación. La policía de tránsito se encargaba de los comparendos, las grúas y los patios. Después de varias horas de puesto de control mis piernas pedían silla. En el radio informaron que habían capturado a uno de los presuntos autores del crimen. Debido a mi condición de no creyente no podía acudir a nadie, no conocía ninguna plegaria ni ningún destinatario para pedir por mi seguridad. Sólo tenía a mi Dios Pistola. Si solicitaba el retiro saldría con dos meses de vacaciones que tenía acumulados, debería encontrar algún trabajo donde me recibieran como abogado.

El turno terminó sin novedad, entregamos armamento y de nuevo con mi overol y mi moto me dirigí a descansar. La falta de sexo me hizo escribir en el poema que el acto de hacerlo era como visitar el paraíso. Esperaba entrar a casa y aunque sea ver a Karina ligera de ropas; el resto me bastaría para imaginarlo a la hora de acostarme. Pero al primero que encontré fue a Misael, que me sonrió cortés. Karina, a su lado, me saludó con un seco “Buenas noches”. Necesitaba un abrazo, un consuelo, que alguien que me preguntara cómo estaba, que me asegurara que todo iba a estar bien. Me eché en el colchón, resignado. En el WhatsApp Karina estaba en línea; quería imaginar que ella también se daba cuenta de que yo permanecía en línea. En la foto de perfil se veía en la playa con un vestido de baño color diamante. Me senté en la Rimax a redactar mi carta de renuncia, pero sobre la media noche la pareja inició la rutina, los quejidos y sollozos ya no los soportaba. Sentía celos de Ismael, resentimiento con la gente civil, rabia con mis compañeros de taller que no tenían otra preocupación que escribir bien. Dos tacos de papel higiénico en los oídos no fueron suficientes, los novios ignoraron mi presencia. Hice lo que nunca hasta entonces, meter la Pepsi en la nevera. Encendí las luces de mi habitación y las del pasillo, pasé por el frente del cuarto de la pareja tosiendo y tronando las chanclas para que el acto fuera suspendido. Al día siguiente Karina me ofreció disculpas, me dijo que qué pena, que debería tener más consideración conmigo, ya que madrugaba mucho, pero que era inevitable que ella gimiera. Esto último que dijo me confirmó que todo lo que hacía era con intención, para que la imaginara en el clímax, imaginara qué gestos hacía, cómo se retorcía. “Este fin de semana voy a estar sola, quiero comentarte algo”, me advirtió.

Ocho días después del sicariato múltiple en El Pozón tuve que recibir a la esposa del intendente asesinado en mi oficina. Yo era el encargado de hacer el informe prestacional para que le pudieran reconocer la pensión de sobrevivientes. Mientras redactaba el informe la mujer lloraba incontrolada, los ojos no se podían inflamar más; en un momento paré de teclear para abrazarla, darle fuerza y varios Kleenex. Me decía que no era justo, que qué tenía que ver su esposo en esa guerra de bandas. Sentí mío su dolor, como si fuese yo el fallecido y mi madre la beneficiaria de la pensión.

Ante todo lo sucedido y tan de cerca, el viernes pasé mi carta de renuncia. Al día siguiente, en horas de la mañana, escuché que Karina salió con su novio para despedirlo en la terminal, salía a una nueva comisión. En la tarde tenía la cita con ella. “Este fin de semana voy a estar sola, quiero decirte algo”. Recordé sus palabras y el doble sentido con que las dijo. Redacté un correo electrónico a Noelle para despedirme y agradecerle por los ratos de esparcimiento en el taller, le confesé lo que sucedía al interior de la institución y le adjunté mi poema para que fuese compartido en la próxima sesión, a la cual no asistiría. Una vez enviado el correo, desinflé el colchón y la almohada, boté las sabanas a la basura, reinstalé la ventana, empaqué mis dos maletas y me largué para Bogotá con dos meses de vacaciones, esperando que en ese transcurso expidieran la resolución de retiro. En la nevera dejé un cuncho de Pepsi y, pegada a la puerta de ésta, una nota para Karina agradeciéndole y dejándole el dinero de los doce días de arriendo que adeudaba hasta la fecha, mientras que en el escritorio del comandante la carta de renuncia reposaba apenas con cuatro líneas:

Respetuosamente solicito a mi General me sea concedido el retiro de la Policía Nacional por solicitud propia conforme a lo contemplado en artículo 56 del Decreto 1791 del 2000. Es de anotar que esta manifestación goza de total voluntariedad y espontaneidad. Atentamente, Subintendente Fabio Serna.

Andrés Acosta Romero
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