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Delirios víricos

sábado 18 de febrero de 2023
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Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía.
Edgar Allan Poe

Al ver la luna a través de los vidrios en un silencio sepulcral, pensé que ya era de madrugada, pero, por la abulia y la angustia del insomnio, me recosté en la cama sin constatarlo. La fiebre hacía que la gelidez de las alturas fuese intolerable, necesitaba cubrirme con la colcha y la frazada. Los escalofríos me asaltaban con transpiraciones y, al final, sentía húmedas las sábanas. Por más que lo intentara, no podía pegar los ojos y sumergirme en un lecho de amapolas. Me revolvía jadeante.

Me puse de pie de nuevo, como un sonámbulo, caminé de un lado a otro, en aquella habitación amplia de paredes coloniales y techo alto. Calculé que ya era hora de las alucinaciones, aquel terrible síntoma del mal que me torturaba desde hace una semana. Serían horas de feroces suplicios y tormentos mentales, ya que aquel bicho que consumí en el agua de la cascada atacaba sin piedad el sistema nervioso e, incluso, te transformaba en un loco delirante.

Mis compañeros de viaje me confinaron en la habitación más escondida de aquella hacienda de Acocro, a la cual llegamos para disfrutar de las vacaciones de trabajo. Sabían que aquella enfermedad menguaba de forma natural con el paso de los días, era derrotada por el sistema inmunológico con buena alimentación y reposo absoluto.

Cada día se intensificaba la gravedad de los síntomas pese al seguimiento respetuoso del tratamiento para sanarme, y yo deseaba con ardor que todo terminara de una buena vez, ya sea con la perdición total o —si la voluntad de Dios es grande— la recuperación absoluta de mi salud.

De la luna caían insectos de mandíbulas gigantes abriéndolas y cerrándolas hambrientas y furiosas.

Aquella falta de sueño hizo que, al acercarme por enésima vez a la ventana, observara cómo de la luna caían insectos de mandíbulas gigantes abriéndolas y cerrándolas hambrientas y furiosas, como si a lo lejos desearan en mí su banquete. Retrocedí tambaleante y, al abrir más los ojos, el cielo era límpido y transparente, poblado sólo con el resplandor tenue del plenilunio.

“Sólo es producto de tu cabeza enferma”, me dije y, asomándome de vuelta a la ventana, pude ver el campo de pastos verdes y, ya al fondo, unos árboles frondosos, plateados. Ya por el cansancio, ya por la somnolencia frustrada, cuando caminaba dudoso hacia la cama escuché con alerta un extraño sonido. Me volví y pude mirar, con asombro electrizante, un duende detrás de la ventana.

Era pequeñito y tenía una barba luenga que cubría la desnudez de su cuerpo. Sí, incluso tenía alopecia en la cabeza, con una calvicie total. Tenía el rostro gringo, la nariz roja y unos mofletes sonrosados. Parecía que abría mucho los ojos, tratando de escrutarme. Sus manos a ratos parecían acariciar con dulzura la pelambre de su barba, como si tramara cierto propósito.

Retrocedí con susto hasta chocar la espalda contra la puerta asegurada por fuera, me sentí acorralado cual carnero en un camal, con el mismo terror de muerte que sufre el que ha de ser sacrificado. Como tenía clavada la mirada en aquel ser fantasmagórico, éste saltó al piso con agilidad, buscando asustarme, con las manos separadas en posición de ataque. Avanzó así, a modo de luchador de sumo, con el cuerpo listo para lanzar una arremetida.

Mientras avanzaba unos pasos, poco a poco, como si mutara de forma espectral y monstruosa, creciéndole las extremidades, el tronco y la cabeza, se transformó en un simio peludo y enorme del doble de mi estatura, con un cuerpo bestial e imponente que irradiaba una fortaleza animal que asustaría al guerrero más osado. Como enloquecido, aquel animal hirsuto saltaba de la pared al techo, del techo a la otra pared, de ahí a la cama, y así un sinfín de veces, con una vertiginosidad apabullante.

Me recosté en el piso como si fuese herido, con el pavor inmovilizándome, y ya derrotado pude ver que el simio se había arrodillado a dos metros de mí, con las manos juntas, como si rezara oraciones por mi alma.

—Tú sólo eres producto de mi imaginación. ¡No existes! —pensé, al parecer, en voz alta.

—¡Tú tampoco existes! ¡Despídete de este mundo! —dijo el simio, como si fuera un capataz severo y rabioso.

—¿Quién diablos eres, monstruo? —dije asustado. En aquella situación no podía articular palabra alguna.

—¿Y tú quién crees que eres? —dijo.

—Yo sé quién eres… Eres sólo una maldita ilusión, producto de mi enfermedad. Pero en realidad no existes, sólo eres una anomalía de mi cabeza enferma.

—¿Cómo puedes demostrarlo? La verdad, tampoco tú existes —lanzó un alarido y se levantó con fuerza, avanzó hacia mí y me atacó con un zarpazo de garras asesinas. Sentí cómo desgarraron mi vientre, del cual brotaron las vísceras viscosas y se derramó sangre a profusión.

No podía moverme ni un milímetro, ni podía articular algún quejido o palabra alguna. Sólo sufría un dolor paralizante. El simio gigante empezó a bailar como un caníbal celebrando su ritual, bamboleándose de un lado a otro, al ritmo de una melodía de ultratumba. Y pese a que yo sufría un cansancio atroz, no podía desmayarme o dormir el sueño de los justos, sino que padecía el sufrimiento del condenado siendo asesinado con lentitud.

De la espalda de aquel simio brotaron alas carnosas de murciélago gigante, y de pronto aquel monstruo angélico o demoníaco era lo que yo más detestaba con todas mis fuerzas.

—Ahora sabrás lo que es ser una nada absoluta —gimió y aulló de placer.

La ventana se abrió de par en par al ser atacada por un ventarrón, y escuché que caían truenos y relámpagos antes de que empezara a llover con salvajismo. El monstruo salió volando con dificultad por la ventana y se perdió en la tempestad. Escuché el furor de la naturaleza, con truenos, vendavales y lluvias torrenciales. Aquello me embriagaba, y aunque yo quisiera huir como un poseso, aquello no llegaría a buen puerto. De eso estaba seguro.

Me salían cucarachas detestables de la herida. Caminaban de forma ordenada en filas y columnas.

A los segundos, vi que me salían cucarachas detestables de la herida. Caminaban de forma ordenada en filas y columnas. Se perdían debajo de la cama, en aquella oscuridad apenas iluminada por los relámpagos. Con aquellos resplandores efímeros, vi que las cucarachas se unían en un insecto amorfo y cada vez más enorme.

Aquel ser monstruoso empezó a avanzar hacia la puerta (yo reposaba al pie de ella), después de salir de debajo de la cama. Y pude observar mejor aquella bestialidad: poseía una coraza y una panza oscura y formidable, una infinidad de patitas delgadas, unas antenas largas y huidizas, y unas piezas bucales babosas y dentadas.

Intenté escapar de aquel trance, pero al igual que si estuviese encadenado como un condenado del Infierno, apenas podía respirar inmóvil, sin fuerzas y sin poder huir. Escuchaba la aguda estridulación de sus movimientos, que hacía palpitar con fuerza mi corazón. Sin otra alternativa que elegir, pude ver a aquel insecto monstruoso avanzar hacia mí sin prisa, como si supiese de antemano que tenía servida la presa y que no había nada más que hacer. Avanzaba de forma asquerosa, dejando estelas de babas ácidas en el camino.

Con terror absoluto, sólo pude sentir cómo me cubrió el cuerpo entero, me aplastó con bochorno, me abrasó como el fuego al sentenciado a la hoguera, y pude sentir que se disolvía mi carne, trozo a trocito, parte a partecita. Por algún fenómeno de la naturaleza, yo sentía que me derretía, me licuaba de sustancia corpórea a sustancia pastosa y, al final, en ácido.

Sí, al final me reduje sólo a un ácido pegajoso. Por obra del demonio, mi conciencia se resumía a la mirada que nacía de aquella sustancia, y todo lo miraba desde abajo, desde el piso. Aquel insecto empezó a darse la vuelta con dificultad, y de forma tambaleante se metió debajo de la cama. Se esfumó en las tinieblas de la oscuridad. La tormenta continuaba afuera. Podía escuchar los truenos, los ventarrones y la lluvia torrencial.

En aquel estado pensé que no podría avanzar o retroceder, pero, oh sorpresa, me dirigí hacia la ventana. Comprobé además que me sentía relajado, tranquilo, íntegro. Ya no soportaba aquel dolor espantoso del desgarro, ni la parálisis total de hace poco; incluso pude trepar hacia la ventana, ver el campo atacado por la tormenta y sentir unas gotas mezclarse con mi nueva corporeidad.

Cuando intenté lanzarme a los pastos enlodados, la lluvia se convirtió en el derrumbe de miles de bolitas de fuego, como minúsculos meteoritos estrellándose. Sufrí una terrible impresión y, de pronto, vi cómo el techo de la habitación ardía en llamas salvajes, y dudé en morir aplastado ahí dentro o salir al campo.

La impresión fue terrible, espantosa, y duró los pocos segundos que bastaron para que todo se derrumbe. Escuché el estrépito del desmoronamiento, y sufrí la sofocación de ser aplastado por escombros ardiendo al rojo vivo. No podía moverme porque todo, por completo, ardía en flamas asesinas. El calor era insoportable y amenazador. Aquel sufrimiento podría ser comparado al mismo que produce colocar las manos en la lava de un volcán.

Y, al instante, me vi en un infierno. Al intentar ver lo que me rodeaba, distinguí a personas siendo achicharradas por el fuego. Algunos tenían las manos y los pies enmarrocados, de cuclillas, y podía escuchar —aparte del crepitar del fuego— el rechinar de sus dientes. También, otros tenían el cuello encadenado a una inmensa roca, y se mascaban con angustia terrible las uñas de los dientes.

Antes de cerrar los ojos asqueado de aquellos suplicios, vi a un grupo de personas empaladas, en la cima de una montaña en medio de llamas, clamando auxilio entre terribles llantos y quejidos. Apreté los párpados para no apreciar aquel espectáculo inhumano. Podía escuchar los lamentos que parecían que pronto me estallarían la cabeza. La combustión era insufrible.

Era tal el ardor que, pese a que cerraba los ojos, podía distinguir una bruma anaranjada, tal si el rojo de los fuegos me incendiara de pies a cabeza. Me sentía embriagado, como si la cabeza enferma me girara en círculos de llamas ardientes. Escuché mis propios delirios, musitando, casi susurrando. La fiebre me ardía mucho más fuerte —lo sentía a carta cabal—, y pude ser consciente a trastabillas de que había recobrado mi forma humana.

—Creo que ya volvió en sí —escuché una voz, que me pareció conocida y que no supe reconocerla por completo—. Al parecer todavía no se recupera del todo.

—Ya debería estar sano —dijo otra voz también conocida—. Ya pasó una semana.

—Pobre. Hasta cuándo delirará. Debe ser terrible lo que está viviendo —dijo la primera voz—. Mil veces detesto esa enfermedad.

—Dicho mal se cura solo. No es necesaria atención médica —respondió la otra voz—. Será mejor seguir esperando.

—Sí, tienes razón… Debe estar sufriendo mucho…

—Ya le dejamos el desayuno. Será mejor irnos. Habrá que esperar un poco más hasta que se recupere por completo.

Esperé unos segundos antes de intentar moverme, y, al hacerlo, vi que tenía fuerzas suficientes.

Escuché unos pasos alejándose y, antes de dejar de escucharlos, alguien dijo: “Cierra bien la puerta”. Y la puerta se cerró. Al estar todo callado y silencioso, lancé un fuerte suspiro. Todavía sentía cierto temblor en la cabeza. Esperé unos segundos antes de intentar moverme, y, al hacerlo, vi que tenía fuerzas suficientes. Al levantarme, me vi encima del colchón, con las sábanas, la frazada y la colcha en el piso.

La mañana resplandecía a plenitud y, pese a ello, sentía el frío seco del clima andino. La fiebre había desaparecido. Pude ver, con claridad, el desayuno encima de la mesa. Y, como una certeza incuestionable, observé que el mobiliario, las paredes y el techo estaban bien, y comprendí a cabalidad que el caos y el desorden sólo fueron producto de mi cabeza enferma.

Disfruté el aroma del petricor, que aún resistía al calor de la mañana, y clavé la mirada en el reloj, que marcaba las seis horas y catorce minutos. Reconocer aquella hora me produjo alivio, algo que no sucedía desde que me encerraron en esta habitación. Conjeturé que mis sentidos volvían a funcionar de forma correcta. Y, de un pestañeo a otro, me puse a roncar seco y cansadísimo. Me desperté un cuarto de hora antes del mediodía —en dicho lapso no sufrí aquellas pesadillas tormentosas— y, luego de mucho tiempo, me entusiasmó tener apetito. Sentir el aire fresco y gozar de cierta lucidez me estamparon una sonrisa en el rostro.

Francois Villanueva Paravicino
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