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Amílcar

jueves 2 de marzo de 2023
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Juanita no era creyente, pero siempre respetó el fervoroso catolicismo de Fernando. Cuando planearon no tener hijos en los primeros años del matrimonio, ella consintió el método anticonceptivo de los ritmos, que es el único que autoriza la Iglesia.

Le resultó fascinante: durante los ciclos fértiles, la abstinencia era imperativa, entonces el deseo se acumulaba en noches ardorosas de mimos y sutiles toqueteos. Si en los últimos días del ciclo, que eran los más difíciles, alguna caricia masculina se prolongaba demasiado en la humedad anhelosa, Juanita comenzaba a sentir la escalada de un espasmo catequísticamente prohibido. Entonces ella ocultaba toda expresión delatora para que su marido no fuera a interrumpirle el placentero desahogo. Después lo abrazaba jadeante y le decía burlona al oído: No te culpes, volví a engañarte.

Los dos aprendieron a disfrutar de ese hábito que ahuyentaba la rutina y renovaba la potente atracción de los cuerpos, pero claro, había que llevar muy atentamente la cuenta. Una noche, tal vez por descuido, tal vez por algún cambio hormonal de Juanita, un espermatozoide se encontró con un óvulo que no debería haber estado en ese lugar.

Hubo desconcierto y malestar. Mientras Juanita la emprendía furiosa contra la aplicación de su celular que la ayudaba a calcular sus ritmos, Fernando, menos dramático, pasaba rápidamente del desasosiego al entusiasmo: ¿Y si fue un milagro?, le dijo. Juanita, no reniegues, Dios quiso que trajéramos al mundo a nuestro soñado Amílcar. (Los dos habían elegido ese nombre para su primer hijo varón).

Fernando, no peleemos, yo respeto tus convicciones, pero se trata de mi cuerpo.

Juanita dejó de lamentarse, pero se fue sumiendo en un estado de sombría taciturnidad que Fernando no supo percibir a tiempo.

A poco más de tres meses del embarazo ella se lo dijo:

—Fernando, voy a abortar, no deseo ser madre aún. Ya hice todos los trámites.

—¿Qué… qué estás diciendo, Juanita? ¿Te volviste loca?

—No, Fernando, y siento mucho lastimarte, pero es mi vida y ya lo decidí.

—¿Cómo que es tu vida? Es la vida de nuestro hijo.

—Todavía no es nuestro hijo.

—Pero vos conocés lo que yo pienso, para mí sí lo es. ¿Cómo vas a descartarlo sin consultarlo conmigo?

—Fernando, no peleemos, yo respeto tus convicciones, pero se trata de mi cuerpo y sabés que yo no creo que ese embrión en gestación sea todavía una persona. En eso siempre pensamos distinto, y te recuerdo que legalmente no necesito tu consentimiento.

—Pero Juanita, no me tires la ley por la cabeza, yo soy el padre de Amílcar y…

—¡No lo llames por su nombre —lo interrumpió con brusquedad—, no es Amílcar porque nunca va a nacer!

—Para mí es nuestro querido Amílcar desde el día en que lo engendramos. Y no sólo por una cuestión religiosa sino porque la ciencia lo dice: la vida comienza desde la gestación.

—Fernando, siempre nos respetamos en nuestra diferente manera de pensar. Ahora se trata de mí, es mi derecho como mujer. Tenés que comprenderme y ayudarme a pasar este mal momento. Estoy sufriendo serias perturbaciones desde que me embaracé. Debí haberlo conversado con vos hace mucho, es cierto, y me siento culpable por no haberlo hecho, pero… me faltó valor. Te juro que lo pensé mucho, lo hablé con mi psicóloga, intenté convencerme de que vos tenías razón, pero no hubo caso, me fui poniendo peor cada día. Hoy siento que el mundo se me desploma. Estoy desesperada, Fernando, desesperada, ¿podés entenderlo?

—Juanita, un aborto es el asesinato de un niño que tiene derecho a vivir. Aunque vos no lo veas así tenés que ponerte en mi lugar.

—¡Vos tenés que ponerte en mi lugar!

—Juanita, escuchame, por favor, desprenderte de ese embrión va a resultar muy traumático para los dos durante toda nuestra vida. Siempre vamos a estar pensando cómo sería Amílcar si hubiera nacido.

—Soy joven, tendremos otros hijos cuando yo esté preparada. Me apena que estés desilusionado, pero yo ya tomé la decisión. Tengo hora para mañana a las ocho. Necesito tu apoyo. No me dejes sola ahora, por favor.

Al día siguiente la llevó a la clínica y procuró calmarla y darle ánimos porque ella estaba muy asustada.

Fernando supo que había perdido la batalla. Asintió con la cabeza y ya no volvieron a hablar.

Al día siguiente la llevó a la clínica y procuró calmarla y darle ánimos porque ella estaba muy asustada y se le pasó por la cabeza que podía trasmitirle el miedo al pobre Amílcar, tan cómodo y seguro que se ha de sentir en la matriz de su madre.

Cuando la llevaron al quirófano, Fernando habló con el médico.

—Doctor, quiero pedirle un favor.

—Usted dirá…

—Deseo conservar el cuerpito de mi hijo para darle cristiana sepultura. Sé que eso no es usual, pero nadie se enterará, ni siquiera mi esposa. ¿Me haría el favor de poner los restos en un recipiente con algún líquido conservante para que me lo lleve?

El médico se quedó mudo. Era habitual que algún padre quisiera ver el feto extraído, y no había in­conveniente en mostrárselo, como se muestra un apéndice o cualquier otra pieza anatómica extirpada. Pero ¿quién se quiere llevar eso a su casa?

—Por favor, doctor —insistió Fernando al no recibir respuesta—, soy creyente y no comparto la decisión de mi esposa de abortar. Sólo deseo enterrarlo dignamente en el jardín de casa.

Una enfermera se acercó al doctor para decirle que todo estaba listo en el quirófano. Entonces, apremiado y confundido, el médico tomó una decisión:

—Está bien, guardaré el embrión en un pequeño frasco y se lo alcanzaré no bien termine la intervención.

                                                                                                              

El aborto se practicó sin complicaciones. El médico cumplió su promesa y le dio un pequeño paquete bien envuelto y ajustado con cinta adhesiva. Aquí tiene, era un varoncito, le dijo. Fernando guardó el envoltorio en su mochila y llevó a Juanita a la casa. Ella se acostó enseguida, comió algo que Fernando le llevó a la cama, tomó la medicación prescripta y se durmió profundamente.

Lo primero que hizo Fernando fue desenvolver el frasco y mirar su contenido a través del vidrio. Allí estaba la cabecita de Amílcar, en el fondo del frasco, junto a un bracito y un pie, también arrancados del cuerpo. El otro brazo tenía el puño entreabierto, como si hubiera intentado detener el hierro que lo destrozaba.

—¿Qué te han hecho, Amílcar? —murmuró conmovido—. ¿Sufriste mucho, hijo? Tenés que perdonar a tu mamá, ella estaba muy mal y no sabía lo que hacía. Ahora estás con Dios y vas a ser nuestro ángel.

En un par de días, Juanita reanudó sus actividades profesionales y Fernando se tomó una semana de licencia en su trabajo.

Él conocía la técnica porque en sus ratos libres hacía pisapapeles y otros objetos decorativos de acrílico.

Cuando quedó solo, se dispuso a hacer lo que siempre estuvo en su cabeza, que no era darle sepultura a Amílcar como le mintió al médico sino conservar el cuerpito de su hijo dentro de un bloque de acrílico transparente. Él conocía la técnica porque en sus ratos libres hacía pisapapeles y otros objetos decorativos de acrílico, en los que encerraba flores, mariposas, y hojas otoñales moradas y ocres, que luego regalaba a sus amigos.

Fue hasta una de las habitaciones vacías de la casa donde tenía un escritorio y un armario con los elementos artesanales que necesitaba y eligió un molde rectangular. Mezcló un poco de acrílico en polvo con el catalizador y vertió el líquido en el fondo del molde hasta cubrir un centímetro. Mientras el acrílico comenzaba a tomar consistencia, sacó del frasco los segmentos del cuerpito de Amílcar y los depositó sobre un paño blanco. Los secó cuidadosamente con un secador de cabello y comenzó a acomodarlos sobre la base del acrílico aún gomoso; primero, el cuerpito, en el centro, luego acomodó la cabecita en su lugar con un poco de pegamento, después hizo lo mismo con el bracito izquierdo y por último con el pie. Al otro brazo, que estaba doblado por el codo, lo acomodó de manera que el puño combativo quedara reposando sobre su pecho. Preparó otra cantidad de acrílico y luego de cerciorarse de que las piezas desmembradas estaban bien dispuestas y unidas, volcó lentamente el líquido hasta llenar el molde.

Esperó el proceso de endurecimiento. Cuando el acrílico quedó transformado en una pieza tan transparente y delicada como el cristal, la extrajo del molde y la contempló con placer. Amílcar se veía ahora enterito. Si hasta parecía que sonreía en su cunita de cristal.

Lo puso en un cajón del escritorio y guardó los elementos utilizados.

 

La vida del matrimonio no volvió a ser como antes. Conversaban muy poco y cada uno vivía concentrado en su trabajo. Por sus diferentes horarios no desayunaban juntos y recién se reencontraban a la noche para cenar, acostarse y ver alguna serie televisiva. Los fines de semana, eran dos fantasmas silenciosos y aburridos. Los domingos Fernando iba a misa de ocho, comulgaba y después prefería desayunar en algún café con el pretexto de leer los diarios.

La única expresividad reveladora del clímax era la aceleración de los movimientos corporales.

La sexualidad de la joven pareja se hizo infrecuente, mecánica, sin juego amoroso previo ni palabras tiernas recíprocas, y la única expresividad reveladora del clímax era la aceleración de los movimientos corporales. Apenas un suspiro final, algún gemido casi inaudible, y enseguida un silencio atronador. El sexo se había convertido para los dos en una rutina espantosamente solitaria.

Todo anticipaba que ese matrimonio no duraría mucho.

Hasta que algo inesperado, misterioso y escalofriante lo volvió a unir bajo un sentimiento compartido.

Una noche, antes de la cena, Fernando fue a la habitación desocupada como lo hacía cotidianamente, y desde la puerta entreabierta vio a Juanita de espaldas con la placa de acrílico en sus manos. Retrocedió angustiado. ¡Juanita descubrió el cuerpo de Amílcar! ¿Cómo pude ser tan imprudente?, se reprochó.

Ella no hizo ningún comentario. Durante una semana Fernando la vigiló y comprobó que su esposa iba casi todas las noches al escritorio, tomaba el acrílico para mirar a Amílcar unos minutos y volvía a guardarlo en el cajón.

Desde entonces los dos peregrinaban separadamente y en distintos horarios a la habitación vacía. A veces se cruzaban en el pasillo: uno iba y el otro venía. Cada cual sabía que el otro sabía, pero jamás lo hablaron.

Se había naturalizado tanto la rutina de estas visitas, que un día Fernando decidió colocar el acrílico sobre una mesita de la sala, junto a varios adornos y portarretratos. Tiempo después Juanita hizo su aporte: puso al lado de Amílcar un florerito con una rosa amarilla.

Una noche estaban cenando cuando ella comentó como al pasar:

—Es increíble lo distinto que está Amílcar. ¿Te diste cuenta?

—Sí… es que ya va a cumplir un añito. Los chicos cambian muy rápido.

Enrique Arenz
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