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Las hojas muertas

martes 21 de marzo de 2023
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Llegué a Roma, mi nuevo hogar, la pasada primavera. Sentado en el escritorio de mi oficina veo la luz del sol matizar de amarillo las hojas verdes de los árboles, a través de la ventana de mi oficina. El amarillo es el color con el que los budistas chinos guardan luto, representa el abandono de los cuidados mundanos.

A diferencia de mi antiguo escritorio, en México, tengo pocas cosas personales en mi lugar de trabajo. Los muñecos, las fotos, los diplomas se quedaron en mi antigua casa. Lo único que traje, una cajita de madera y una foto de Faith, ambas las tengo guardadas en un cajón. Desde que no está conmigo, mi terapeuta me recomendó tirar todas las fotos de ella, y lo hice, con excepción de esa foto, donde aparece sosteniendo un mechón de su cabello a manera de bigote. La foto es del día que hablamos de cuán fotogénica era, y de la importancia de tener defectos. “Eres irritantemente guapa. ¿No podrías tener un defecto? No sé, un bigote, por ejemplo”, le dije para picarla un poco. Ella, con semblante serio, tomó un mechón de su cabellera y se lo puso como bigote. Se tomó una selfi y me la mandó:

—Servido, mi señor —refunfuñó y me dio un beso en la mejilla.

Saco la foto del cajón, la sostengo por unos segundos y la pongo junto a la ventana. Creo que hoy es el día, así que me pido el resto de la tarde libre, me pongo mi chaqueta amarilla, tomo la cajita y la guardo en el bolsillo. Voy andando hasta allí.

El puente no es tan diferente a la primera vez que lo vi en el cine, en esa película de 1994 donde los protagonistas se dieron su primer beso, debajo de ese árbol a la orilla del puente. Ese árbol tiene hoy hojas verdes, como en la película. En esa escena la cámara ocultó la cadena que delimita la entrada de vehículos. Una cadena llena de candados con iniciales que sellan promesas de amor que, a diferencia del puente Milvio, son pocas.

Recuerdo a qué vine; saco la caja de mi bolsillo y me dispongo a arrojarla al río.

El sonido del Tíber me relaja. Recuerdo a qué vine; saco la caja de mi bolsillo y me dispongo a arrojarla al río. Mi estómago hace un ruido gracioso. Un par de peatones que pasan por el puente me miran. Pensarán: “¿Y este por qué tira basura al río?”. Prefiero guardar la caja, caminar sesenta metros y comer en la trattoria de Sora Lella. La señora Lella es un personaje de la televisión italiana interpretado por Elena Fabrizi, y el lugar tiene un dibujo de ella como logotipo en su portal. Sonrío al pensar que se parece a mi tía Eva, la que nos daba de comer picadillo crudo. Paso la tarde ahí, comiendo, bebiendo mientras la gente pasa o se detiene a tomarse selfis.

Es de noche y me arrepiento de haber bebido esa última copa de vino. No sé por qué la pedí si no suelo beber; camino intentando que no se me note el pedo, trato de sacar la caja del bolsillo, pero estoy demasiado torpe. Ni modo, otro día será.

De regreso a casa me encuentro a un saxofonista tocando la que fue nuestra canción; sonreí. Sentí la respiración de Faith en mi pecho, justo como cuando bailamos y estaba a punto de pisarme. Una pareja pasa a mi lado discutiendo en italiano; sólo alcanzo a entender: “Lascia perdere! tu non mi capisci”.

Mi manca non capirti —murmuro mientras se van.

Le doy un billete de veinte euros al saxofonista. Al final Faith tenía razón, no soy tan tacaño.

Llego a mi casa, enciendo el switch de la luz y limpio las migajas sobre la mesa del desayuno. Vuelvo a tirar media napolitana que no tengo con quien compartir. Camino al baño voy dejando un rastro de ropa y al final tomo una ducha.

Antes de dormir me tomo una selfi y la subo a Instagram con un pequeño mensaje: “Me acostumbro a tu ausencia. Pero no a la idea de que jamás veras la persona en que me convertí gracias a ti”.

Apago el móvil y corro hacia el rastro de ropa para sacar del bolsillo de mi chaqueta la cajita de madera. La pongo en el tocador al lado de mi cama, justo al lado de mi cuaderno y mi bolígrafo de escritor. Tomo el bolígrafo y de pie en la cama alcanzo el techo, de puntas. Escribo en él la frase: “¿Cuántos relatos dura un amor eterno?”.

El resto de la primavera pasa rápido. Después de esa noche me siento aliviado y conforme los días pasan crece el arraigo a mi nuevo hogar. La foto de Faith está en el cajón del escritorio de mi trabajo junto a la caja. Me apunto a clases de spinning y de salsa cubana.

Creo que hoy es el día, así que me pido el resto de la tarde libre.

El verano llega entre coreografías en bicicleta estática, rumba e intentos de romance que jamás prosperan.

Hoy es otoño y miro las hojas en sus tonos café, rojo, pero sobre todo el amarillo que me hace sonreír. Creo que hoy es el día, así que me pido el resto de la tarde libre, me pongo mi chaqueta amarilla, tomo la cajita del cajón y la guardo en el bolsillo. Voy andando hasta el puente de Fabricio.

El puente no es tan diferente a cuando lo visité la primavera. La cadena está un poco más oxidada y el árbol tiene una alfombra de hojas muertas manteniendo unas pocas amarillas.

Camino hacia la mitad del puente. El sonido del Tíber me relaja. Saco la caja de mi bolsillo y me dispongo a arrojarla al río. Al sacarla del bolsillo cae mi bolígrafo de escritor. Lo recojo y pienso que podría escribir un relato más, sobre la vez que le prometí a Faith traerla a este puente. Abro la cajita y saco un candado con su llavecita.

I mercanti saggi tengono gli oggetti di valore in piccole scatole —murmuro mientras sonrío.

Abro el candado y camino hacia la cadena; como puedo tallo mis iniciales y las de Faith en él, después lo sello en la cadena. Tiro la llave al río y cojo una hoja muerta, pequeña, del suelo, y la guardo en la cajita.

Creo que hoy es el día.

Fabrizio Sosa
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