
A mi querido amigo Francisco Llavaneras, médico
Comer cochino
Mi tía Catalina creía fervorosamente en la obesidad como expresión de buena salud. Para ella estar sano era estar gordo. Mi tía, por supuesto, era gorda. Vivía con su esposo y sus trece hijos en una granja llamada Zacatecas, donde criaba cochinos, pollos, gallinas y cabras. Siempre se escuchaban canciones mexicanas después de las 5 de la tarde. Cuando la íbamos a visitar lo primero que hacía era ofrecernos comida. Podían ser las 3 de la tarde o las 8 de la noche. No importaba la hora ni la ocasión. Ella siempre me preguntaba:
—¿Ya comiste? ¿No quieres un poquito de cochino? ¡Estás flaco! ¿Estás enfermo?
Y a continuación me aleccionaba cariñosamente:
—¡Engorde, m’hijo, para que esté sano!
¿Cómo vivir?
“Enséñeme a vivir, por favor, doctor”, cuenta Rafael López Pedraza que le pidió un joven, enfermo mental, en una visita que hiciera a un hospital psiquiátrico en sus años finales como estudiante de medicina. Esa súplica decidió su destino como psicoterapeuta.
Algunos afirman que la salud es un estado mental, otros dicen que sobre ese asunto todo está escrito.
Prejuicios, mitos y creencias
Nuestro habitual concepto de salud está impregnado de prejuicios, mitos y falsas creencias. Algunos afirman que la salud es un estado mental, otros dicen que sobre ese asunto todo está escrito, para otros nuestra salud depende de la protección divina. Una enfermera amiga, cuando le digo que por favor me preste una inyectadora o me regale una curita para resguardarme una leve herida, me dice que ella no tiene nada de eso en la casa porque “esas cosas traen enfermedades”. Hace un tiempo un amigo me refirió que una médica psiquiatra le sugirió que cuando estuviera sano se dijera a sí mismo que estaba bien, para ir sumando salud. Las redes sociales están plagadas de recomendaciones. Un supuesto médico aconseja, a través de Internet, comer cambur antes de dormir para evitar el insomnio; otro aconseja el té de orégano. Mis tías solteronas sostenían que leer mucho vuelve a la gente loca, pero papá les refutaba esa idea y argumentaba que no importaba tanto porque la locura se curaba con baños de agua fría. “Lo que sí es cierto”, dice mi hermana mayor, “es que la sábila lo cura casi todo”.
La gripe
—El asunto no es tanto la muerte —le dice Efraín a su mujer—; son las enfermedades.
Ella le responde que la cuestión es que los hombres, a diferencia de las mujeres, que tienen que parir, son muy cobardes.
—No puede ser que una simple gripe ponga a cualquier forzudo al borde del colapso.
Diferencias aparte, lo cierto es que a Efraín le cuesta estar contento cuando enferma. Entonces se dice: “¡Ah, cuando estaba sano!, ¿por qué no fui a la playa?, ¿por qué no parrandeé?, ¿por qué no viajé o subí a la montaña?”. Hasta una gripe, piensa, se convierte en un martirio porque tienes que redoblar cuidados: que no te puedes lavar el cabello, que no debes beber agua fría, que te duele el cuerpo, que si tienes flema, que no te puedes airear, en fin. Una gripe, se queja Juan, el ilustrado carnicero con quien converso mientras me prepara una pierna de cochino: “¿Cuándo por fin —me dice— la ciencia encontrará el remedio?”.
El averiado
Cuando era niño recuerdo que mi madre me llevaba ocasionalmente al pediatra. Frente a mis otros hermanos, yo, por estar enfermo, merecía consideraciones especiales.
—Este muchacho está enfermo —le decía mamá a papá.
Entonces papá, que secretamente prefería los brujos, para no discutir sacaba su cartera y le daba dinero a mamá para que me llevara al médico. Mamá llamaba a un taxi. Yo disfrutaba el paseo en auto hasta la clínica. El doctor Julio era un señor pequeño, un poco calvo y obeso. La primera vez lloré mucho y me resistí a ser examinado, creo que me atemorizaba su bata blanca. Después el doctor se propuso ser amistoso conmigo: me mostraba carritos, personajes de Disney y animales de plástico. Me decía: “Este es Pluto, aquí está el pato Donald”. Tenía su consultorio en un viejo edificio cercano al centro de la ciudad. Una vez allí había que subir unas escaleras y esperar ser atendidos. Varios niños lloraban y correteaban por el pasillo. Una secretaria alta y delgada intentaba poner orden. Desde afuera se escuchaba el llanto del que pasaba con el médico. Yo lo que más temía era lo que venía en una etapa posterior a la consulta: las inyecciones. Entonces era papá quien tomaba el turno y me llevaba en la tarde a la casa de un señor que llamábamos “el practicante”. Yo accedía a ir con la condición de que, sufrida la traumática experiencia de la inyección, papá me invitara a comer un helado.
El “practicante” atendía en un área de la sala de su casa dispuesta para las inyecciones. Esta área estaba separada de la parte privada o familiar por una especie de biombo de madera. Ya al franquear la puerta de entrada olía a alcohol y a medicinas, y a cierta distancia se podían observar los frascos con algodón y las inyectadoras. El ambiente me intimidaba. “El practicante” era un tipo alto y solía vestir todo de blanco. Sabía que yo iba a llorar pero conocía el pacto del helado con papá y nada más al verme decía: “Allí viene el averiado, qué le pasa al averiado”. Entonces me preguntaba:
—¿De qué sabor va a querer el averiado su helado?
De este modo me habitué a ir donde “el practicante”. Una gripe o una fiebre se convirtieron en un motivo para disfrutar un buen helado.
En la puerta de su consultorio decía: “Dr. Francisco Ortiza, médico psiquiatra”. Era la primera vez que asistía a una consulta psiquiátrica.
El psiquiatra
Hace unos tres años fui donde un médico, un hombre de cierta edad que atendía en una clínica para gente de escasos recursos. En la puerta de su consultorio decía: “Dr. Francisco Ortiza, médico psiquiatra”. Era la primera vez que asistía a una consulta psiquiátrica. Siempre me han llamado poderosamente la atención la mente, el inconsciente, los sueños, la personalidad secreta. Cierto que estaba un poco nervioso por ciertos incidentes en el trabajo. La enfermedad y muerte súbita de un amigo habían alterado mi serenidad. Tuve que esperar en una improvisada sala para que el doctor me atendiera. La silla en la que me senté estaba un poco destartalada. No había otra. De pronto escuché que alguien lloraba. Cuando la persona salió, se le notaba afectada. Pude entrar. El doctor tenía el aspecto de un sujeto sufrido. Fumaba empedernidamente. Me presenté, indicándole el motivo de mi consulta. Apenas me dejó hablar. Me hizo muy pocas preguntas.
Me examinó rápidamente con su estetoscopio. Me dijo que estaba bien, que me veía sano, que intentara mantenerme así. Capté que trataba de darme ánimo quizás porque supe que su anterior paciente, una señora de corta edad, había llorado copiosamente. Me dijo que me acostara en una vieja cama que estaba cerca de él y que estuviera tranquilo. Pensé que era freudiano y que me haría preguntas acerca de mis sueños y mi infancia. Intenté decirle algunas cosas a título personal pero rehusó. No aceptó que hablara. Me repitió que me estuviera tranquilo y en silencio, mientras él parecía concentrado, diciendo algunas frases inaudibles. Sólo vi que movía los labios. Pensé que rezaba, que era un místico perdido en aquella ciudad pobre, un tanto desolada. Hizo algunos ademanes sobre mi cuerpo. Creo que intentó hipnotizarme, sin ningún resultado pues yo no lograba apartarme de mi estado consciente.
Quizás pensó que yo iba a caer en un sueño profundo, que no iría a saber nada de mí mientras él podía hacer conmigo lo que quisiera o que yo comenzaría a hablar de mi vida pasada incontroladamente. Pronunció otra vez algunas frases inaudibles sin que lograra modificar mi estado de conciencia.
Creo que permanecí vigilante para intentar descifrar sus ademanes. No sé por qué recordé la afición de papá por los brujos. Quise decir algo pero me di cuenta de que no tenía disposición de escucharme. Cuando por fin observó que yo no entraría en trance me dijo que me levantara. Ahora de nuevo era él quien quería hablar. Apenas escuchó que yo pronunciaba la palabra miedo me dijo que todo eso se superaba, que él también estaba enfermo y sin embargo trabajaba atendiendo a sus pacientes, que tenía que tomar muchas pastillas para sus molestias estomacales, para su gastritis. Tanto me insistió en sus molestias que estuve a punto de hacerle algunas recomendaciones de sana alimentación, decirle que era conveniente respetar los horarios de comida, pero no me daba oportunidad de hablar. Como le mencioné el psicoanálisis me dijo que leyera poco, que me olvidara de Freud, que eso no funcionaba, que la lectura mortificaba, que simplemente no pensara mucho en mí ni en la muerte, que eso iba a ocurrir pero que no era todavía, que simplemente mirara o contemplara todo sin hacerme preguntas de nada. “Vivir es lo que hay que hacer”, me dijo. “La salud es importante”, agregó, “pero no es lo único, viene por añadidura”.
—Hay muchos nuevos descubrimientos, incluso el agua se podrá fabricar artificialmente —insistió.
—¿Ah, sí? —respondí.
Nada quise refutarle por temor a que me recetara algo maligno. Creo que quería afirmar su autoridad, deslumbrarme con sus conocimientos. “El remedio de todo son las plantas”, sugirió. Los laboratorios son muy tramposos, agregó, y para colmo de mi sorpresa me dijo que debía tomar té y cultivar un jardín. “Esa es tu solución”, sentenció.
—Ah, y algo muy importante: mira, mira todo con atención. No discutas, no critiques, no veas noticias. Mira las películas de Cantinflas, es un genio. ¿Qué es la historia si no la larga confabulación de un crimen?
Ya no pude decir nada más. Me dio la mano y nos despedimos. Cuando dejé su consultorio, supe que nunca había estado tan sano, al menos yo no fumaba ni sufría de gastritis. En la noche me tomé dos tragos de whisky.
Leo en la pared de un consultorio médico público que 80% de las enfermedades son mentales o psicológicas. ¿Será verdad?
Dar pena
He evitado hasta ahora hablar de esto. Es un asunto difícil. Los pobres suelen decir que la salud es lo más importante; otros, con mayores recursos, suelen argumentar que la salud es un estado psicológico. Leo en la pared de un consultorio médico público que 80% de las enfermedades son mentales o psicológicas. ¿Será verdad?, me digo. La salud, el cuerpo, el alma son como el misterio de la Santísima Trinidad. ¿Podría ser el psicólogo de mí mismo? No queremos enfermar. Si me enfermo pierdo la fe en la vida, el buen humor y la energía. No soy nada sin ese hálito que me permite parecerme a los pájaros, aunque sólo pueda correr o caminar. Antes en estado de salud, el ajetreo diario oprimía mi conciencia de un cuerpo sano. Si me enfermo lo pierdo todo, me siento como un cacharro, echado a perder, es como dar pena.
El residente
Esto me lo contó un médico. Cuando yo era residente, me dijo, trabajé en un hospital de los Andes venezolanos. Un día me tocó atender a un señor muy enfermo. Aún hoy me persigue la imagen de su rostro de una palidez cercana a la muerte. Apenas lo vi y lo examiné supe que le quedaban pocos días de vida. Me lo confirmó luego el especialista. Esa noche me rogó que le dijera la verdad sobre la gravedad de su enfermedad. Me contó que estaba solo en el hospital, que se tuvo que separar de su mujer y de su hija, que trabajaba la tierra y apenas le alcanzaba el dinero, que había venido de un pueblo del sur, en la cima de la montaña, que tuvo que caminar muchas horas a pie hasta llegar a la ciudad. Me insistió en que le dijera la verdad.
—No quiero morir, doctor. Allá en la montaña está mi vida.
No me atreví a decirle que lo veía muy enfermo. “Estará mejor mañana”, le dije. Intenté calmarlo con unas palabras de consuelo. No sé si hice bien, pero fue muy difícil. Al otro día supe que había fallecido. Pensé en sus deseos no cumplidos, en su hija, en su tranquilidad de campesino en aquel remoto pueblo del sur y me dije a mí mismo que si la felicidad es tan esquiva quizás lo más cercano a ella sea la serenidad. Su última petición fue que le diera una pastillita para dormir. Sólo eso pude ofrecerle, un poquito de tranquilidad.
Amalia, la curandera
—Le voy a decir lo que pienso de usted —le dijo Amalia, después de examinar a Daniel y hablarle sobre sus males—. Usted no tiene ninguna enfermedad, es un poco hipocondríaco y siempre está ansioso pensando que va a enfermar. Un hombre joven y simpático como usted sólo debería amar.
—¿Ajá? —le dice Daniel con sorpresa—. ¿Entonces estoy sano?
—Totalmente sano, dedíquese a vivir. El amor es sanación.
—Los que aman sufren, el amor es contienda, devastación en las alturas.
—¿Usted es poeta?
—No, crío cochinos.
Muchos en el barrio atestiguan los poderes curativos de Amalia. Ella como Daniel mira en el invisible telescopio de los místicos y desamparados.
Nos dicen que en Cúcuta hay un señor que cura lo irremediable. “Ese es un brujo”, dice papá, “vayan para allá”.
La peregrinación al brujo
Mamá está enferma. La han visto muchos médicos y no mejora. En la familia no sabemos qué hacer. Nos dicen que en Cúcuta hay un señor que cura lo irremediable. “Ese es un brujo”, dice papá, “vayan para allá”. Estamos en Maracaibo, a muchas horas de distancia. Es viernes. Planificamos el viaje. Debemos salir mañana sábado en la madrugada pues el trayecto es largo. En efecto, dejamos la ciudad cuando aún el clima es benigno y la carretera está despejada. A las doce del mediodía ya hace calor pero hemos avanzado lo suficiente a través de una carretera con interrupciones de huecos y alcabalas. El paisaje se torna a veces monótono. Mamá luce un poco cansada. Nos detenemos en un hotel-restaurant a almorzar ubicado en la vía. Comparten el comedor con nosotros una banda de mujeres jóvenes que han hecho fama en la radio con sus canciones bailables. Se les llama “Las Chicas del Can”. A las 3:30 pm llegamos a Cúcuta. En una calle cercana al centro de la ciudad le preguntamos a una señora por el consultorio del señor Juan Cristóbal Méndez y nos indica la dirección con precisión. Nos dice que atiende en su propia casa. Es ampliamente conocido. Llegamos. Hay varios vehículos estacionados alrededor. Nos mandan a pasar. Mamá tiene buen ánimo a pesar de su cansancio. La señora que toma nota de los pacientes la atiende amablemente y le dice que por favor tome asiento. Aunque venimos varios, se nos informa que sólo podemos entrar mi mamá, mi hermana y yo.
Debemos esperar porque otras personas están en una lista de espera. El señor Juan atiende en una sala improvisada al lado de su vivienda. Se conversa sobre sus virtudes curativas. Las personas parecen tenerle devoción. Una señora que espera al lado de mi mamá, ya en confianza, le pregunta por sus males. Mamá le confiesa su historia. La señora está delante de mi mamá y entra primero que ella. Después mamá, ya en el consultorio, está sorprendida. El señor Juan conoce sus males. Le dice de todo lo que ella sufre. Es un santo adivino, piensa mamá, pero inmediatamente entra en dudas: ¿por qué cobra tanto dinero? Le dice que debe pagar ahora la mitad de su curación: unos 50.000 pesos y otros tantos en la próxima consulta. A mi hermana le parece una suma elevada pero mi mamá tiene la esperanza de ser curada. Pagamos. El señor Juan le receta unos medicinas que allí mismo en la casa preparan. Son unos polvos de distintos colores, que mezclados con agua y algo de miel deben ser administrados en distintos horarios. Debemos pagar adicionalmente por los brebajes. Salimos de la casa del brujo sin plata pero con algunas esperanzas que se disipan al atar cabos sobre las preguntas y los comentarios del supuesto curandero cuando conversamos en el viaje de regreso. La señora que entró antes de mamá era una aliada del brujo que le informó la historia de su enfermedad. Regresamos pues sin curación de mamá, sin dinero, estafados.
Página de un diario
Hoy Efraín estuvo en una clínica para hacerse un chequeo médico. Escribió en su diario:
Vi varios ancianos, algunos en sillas de ruedas, otros apenas podían caminar por sus propios medios. Una pareja de ellos discutían. De pronto el hombre más viejo, que apenas podía mover su vieja silla de ruedas, se fue hacia la puerta de entrada, obstaculizando el paso de personas. Daba pena. Alguien se le acercó para intentar colocarlo en un mejor sitio. Parecía conocerlo pues lo saludó afablemente. El anciano no lo reconoció. Miraba como perdido en el tiempo. Pensé en mi futuro: tuve miedo.
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