“Esta es la Vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche…”. Y el día que no llega no hay desayuno.
Yo conocía bien a la Regalito. Me la dio mi abuelo Hernán parida de hembra al cumplir mis ocho años de edad, por eso le puso ese nombre: Regalito. Y con ella, cual noble y beneficiosa pertenencia, compartíamos en familia cada vez que procreaba. Era lechera, asumiendo con responsabilidad diaria la producción de sus doce litros de leche dejándole, de parte de mi papá, quien la ordeñaba, una teta a su cría. Era, además, mansa, domesticada mediante sabios ejercicios y enseñanzas silvestres y domésticas que sólo él, mi abuelo, por experiencia conocía.
Yo me sabía las mañas, las destrezas y habilidades o, mejor, las picardías de la Regalito, algo de lo que me hice cómplice por permisivo y condescendiente. Ella alzaba su testuz, miraba hacia uno y otro lado, aspiraba el aire buscando un lejano o cercano olor a roza ajena y, escapándose ladina por algún portillo del potrero, emprendía la senda de su felicidad en busca de lo que le decía su inequívoco y fino sentido del olfato.
El vallado de los Padilla estaba recién hecho en alambre de púas nuevo; con estacados recientemente cortados, con firmes e intrincados arbustos y matojos naturales que también se usaban como “cerca viva” para tensar, en este caso, el formidable cerco inexpugnable de cinco hilos que no permitía a cualquier semoviente callejero meter por éstos su cabeza.
El maíz, en la parcela vecina, era un fresco manto verde tentador para mi vaca.
Sobre una suave ladera, el maíz, en la parcela vecina, era un fresco manto verde tentador para mi vaca. Estaba espigado y algunas matas ya habían echado sus primeras mazorcas de rubia barba. El cultivo de los Padilla, ese año, si le caía un aguacero más y no había imprevistos, sería una promesa de abundante, cuantioso y provechoso grano; sólo le faltaban días de madurez y el portento se daría…
Siempre, en horas de la mañana, por aquello de que tocaba ordeñarla, ya que nos proporcionaba en la casa la leche para el desayuno, bien temprano y antes de que se me hiciera la hora de irme para la escuela, iba a buscar a la Regalito a la parcela de mi tío José Martín, cercana al pueblo y donde ella pastaba, pero algunas veces con la incertidumbre de no encontrarla allí, sino en algún sembradío vecino como en efecto aquella vez ocurrió, y luego de registrar el terreno de Emiliano Charris, el de Nelson Vargas y el de Simón Molina, en admirable y enjundiosa faena la hallé dando buena y admirable cuenta del maíz ajeno, del cultivo de los Padilla, dulce conserva que, golosa, se le volvía placentera espuma verde en la boca. Ella, rocera por linaje, por casta y raza, para su dicha y por algún lado, seguro, la noche anterior encontró una brecha y, llevada o ayudada por el maligno que la condujo al sembrado impropio, se metió. Yo, por lo que hizo, y como si me entendiera, creo que sí, le puse mala cara. La reprendí y, presuroso, de allí, por el mismo postigo que localizó para penetrar al otro solar, la saqué antes de que nos descubrieran. Su daño o robo explicaba esa mañana la existencia desbordante de su apretada ubre como doce litros incontenibles.
Tranquila de alma, la Regalito, tal que si nada hubiese ocurrido, perezosa, rumbo a casa, por el camino que se sabía de memoria, iba ahora a su cumplido. La bruma matinal de junio se dispersaba y, arriba, un cielo encapotado, de súbito, mandaría un aguacero. Desde las lomas que circundaban la zona, las casitas del pueblo, en medio de una neblina, se divisaban imprecisas, y un viento helado peinó mi pelo.
Gloriosa y mugiendo, la vaca llegó a la casa. No le dije nada de lo acontecido a mi padre. No quería meter en problemas a la Regalito que traía una boca sucia de verde inusitado… Mi papá no reparó en ello. Tampoco quería imaginarme siquiera lo que sucedería si los Padillas descubrían lo acontecido en su sembrado… Cualquier cosa pasaría.
La Regalito, con su hinchada ubre en medio de sus caderas, parecía haber venido del Paraíso…
De conformidad con el fulgor de su aventura reflejada en el brillo de sus ojos, satisfecha y campante, la Regalito, trayendo consigo la evidencia de su hocico manchado de verde delatador, luego de ordeñada, lamía y lamía amorosa a su cría mientras yo, que la miraba apenado, pensaba en el valor de la honradez que tanto me hacía ver la seño Conchita, mi maestra de tercer año de primaria, ocupada en que todos sus discípulos razonáramos en la rectitud de ánimo y de integridad que deben tener las personas al obrar de maneras rectas y justas, cualidades que, en consideración al hecho ocurrido con la atrevida semoviente, no eran del todo extensivas a mi vaca a la que mi abuelo, cierto, muy cierto, de buena fe, estoy seguro, le enseñó muchas cosas buenas: era abnegada madre, lechera por demás, pero si a la Regalito le daban al mismo tiempo la oportunidad, sin reparos y con algo de descaro se metía en los cultivos no indicados… No quisiera decirlo, pero toca, brindada la ocasión y hallado el deseo, la Regalito era una vaca ladrona…, pero honrada, aunque tuviese cuernos…
Era martes, un martes descubierto con rostro de domingo…, era mi parecer. Hasta esa hora, ocho de la mañana, no tengo noticias ni rastros de la Regalito, la he buscado por todas partes y no la encuentro… Quién sabe en qué problema se habrá metido, me digo. No estoy en la escuela por culpa de ella. El milagro de su presencia no se da. En la región no hay tigre… ¿Estará con algún toro? Es posible…
Vivo mi propia conmoción. ¿Dónde estará la Regalito insustituible con su leche en el instante sagrado de mi desayuno con bollo de maíz blanco?… No puedo juzgarla y, sea como sea, acreedora es de una estatua al mérito vacuno y lácteo en reconocimiento de las botellas de leche que, en venta, mi madre trata con algunos vecinos del barrio…
La Regalito era casi una figura pública. Más conocida que el alcalde.
Pero algo había pasado. Desistí de buscarla. La Regalito era casi una figura pública. Más conocida que el alcalde. Alguien debía saber de ella. Alguno ha debido verla. El corazón me avisaba lo inevitable. Consulto con mi papá y él tiene otra noticia, que mi vaca anda de amores con un toro del vecino Simón. Yo no lo creo. La ternera, su hija, bramaba triste. Lloraba de hambre.
De pronto tomo la apesadumbrada decisión y me voy para la alcaldía del pueblo. Corro las cortinas de toda duda y filosófica, inmóvil, atada a una viga, de ubre insustituible, presa de las autoridades, en el coso oficial estaba la Regalito. La miro con profundo desprecio y vergüenza; pero al mismo tiempo con tristeza… Es mi vaca que, como los humanos, con defectos y virtudes, para mí no es una vaca cualquiera. Ella me ve y muge como diciéndome: “Sácame de aquí. Tengo sed”…
—La trajeron los Padilla —me dice Hipólito, el policía.
A las diez de la mañana, la Regalito es el personaje más importante del pueblo. Todo mundo sabe que está presa. Da bramidos de protesta. Ella no sabe de leyes.
—Tienen que pagar la multa y el daño que hizo —manifiesta Hipólito—. Si no aparece el dueño, el alcalde la declarará de utilidad pública y la sacrificará para beneficio de la comunidad.
La Regalito, estoy en lo fiable, entendió lo que dijera el gendarme. Sintió en su cuello, a manera de filoso cuchillo de muerte, el principio del fin de su “fiesta”. Mi papá y mi mamá, minutos después, advertidos por amistades y avenidos, se presentaron a la Casa de Justicia, escucharon alegatos, firmaron papeles y compromisos y, en efectivo, pagaron la sanción y la retribución que consideraron los Padilla. Hipólito nos entregó la rumiante y, lo declaro ahora: de los ojos lánguidos y decaídos de la Regalito, que en ese instante parecía decir en nombre de Dios: “No me maten. No me vendan; quiero una segunda oportunidad en la vida. No lo haré más. Lo prometo”, vi caer de sus ojos dos gruesos lagrimones, eran los de una vaca que no era una vaca cualquiera sino una vaca por siempre verdaderamente apenada y arrepentida…
- Un martes pusieron presa a la Regalito - jueves 30 de marzo de 2023