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Desde el balcón

jueves 13 de abril de 2023
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Hasta que llegó ella.
Su luz fue el golpe de energía que necesitó
para reabrir los ojos y darse cuenta de que no estaba sola
Abel Guelmes Roblejo
La casa de la esquina

Él sale a caminar todas las mañanas rumbo a la casa de la esquina. Desanda cuatro kilómetros a pie, entre ruidos de cláxones y humo contaminante. Las avenidas suelen ser muy ruidosas al alba; sin embargo, ahí va, con paso firme, pausado, en silencio, roto. Las aceras cantan bajo sus pasos, y él corresponde los acordes con marcialidad. Parece vivir en otra galaxia. Otra donde yo habite también, aunque no me vea ni sepa que deseo que, de un modo u otro, estamos siempre juntos. Creo que escribe, tiene manos de quien juega con las letras. Es “la casa”, y es “su embrujo”, dicen que en esa casa ocurren milagros creativos, aunque no tengo idea de lo que aquello significa. Es laborioso. Entra, sale, crea, transforma y al final del día repite el camino de regreso. Vuelvo a verlo pasar. Inmutable, como si estuviera roto. Boca-ojos, pasos casi marciales, canto de aceras, cláxones, humo, pies y varios kilómetros.

Él no me ve, no en realidad, así de diminuta debo ser para él. Invisible cada día que pasa. ¡Maldita soledad! Lo escucho decir a veces, y me da un cosquilleo de felicidad en el pecho. Pero maldice y cuando él hace “eso”, sé que se siente triste. Si pudiera hacer que me viera, acompañarlo en su día, estar junto a él.

Luego, de ese mismo modo debe llegar a casa, despojarse del pantalón, de sus ropas holgadas. Seguir y cumplir una rutina deliciosa, en paz. Lo imagino con voz distinta, libertad de espíritu, y ya no es él: es otro que detesto, porque no veo los dobleces ni las cicatrices. Amo sus cicatrices. Las he cosido con mi aguja de hueco fino durante muchos años, para que no se desangren los sueños de niño, las quimeras y los orgasmos solitarios. Imagino el brillo en sus ojos. Exceso de jovialidad sobre el sofá o algarabía en la cocina. “Duerme ya”, ordeno en mi cabeza y aparece un mutismo instantáneo.

Amanece. Apenas seis horas, que siempre me son eternas. Lo imagino realizando la misma rutina de: pantalón, zapatos, camisa, llaves, lentes de sol y a la calle. ¡Él sale a caminar todas las mañanas rumbo a la casa de la esquina!

Pero hoy es diferente. Se detiene en su camino frente a mi timbiriche y me observa. A mí, al ser humano. “¿Quién es?”, pregunto en lugar de “¿qué desea?”, y responde, leyéndome la mente: “Bisutería, un llavero. Los objetos tienen vida, ¿sabe?”. Como si no lo supiera. “Rosa fucsia es el que me queda. Lo hice yo misma”. “¿Tiene otro color?”. “No”. “Ni modo, voy a perder las llaves de la casa, lo compro. Creo que es momento de un cambio”. Disimulo la emoción y le doy el nuevo llavero. Juntos para siempre. Happy end! “Existen muchas formas de permanecer”, le digo mientras lo veo cambiando el viejo llavero por el nuevo, “los objetos tienen vida”. Y me quedé. Aunque él no sepa que existo y el llavero rosa fucsia pierda mi energía. Saco las manualidades al sol mañanero, a la tarde lorquiana, y le espero, día tras día: sonriendo. Aunque no me vea, yo estoy siempre con él.

Lisette Magalys Rodríguez Camargo
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