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Severo o los últimos momentos de mi tío tatarabuelo

martes 18 de abril de 2023
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“Corran, rápido, váyanse, que vienen más de quince con fusiles a buscarlos a ustedes”, nos dijo el niño que conocimos hace una semana, con el aliento entrecortado. Era primero de diciembre a las nueve de la mañana.

Debimos haberle hecho caso. Los niños son sabios con su razonamiento sencillo y todavía sin los lastres de la edad. Salvar el pellejo, huir. Pero nosotros, hombres, ya estábamos corrompidos por ideas abstractas y sin valor: ley, honor, gallardía, virilidad, misericordia.

Por eso estábamos ahora encerrados en la cámara oscura de un barco, hedionda a humedad y carbón, con pesados grilletes, sentados, en silencio. Por eso y porque nos agarraron los hombres de la Pantera, los que tenían en sus manos aquello que sí tiene valor: fusiles; aquello que es tangible y no abstracto: pólvora y balas; en fin, lo que de verdad manda en este mundo, la violencia.

Llegué a este mundo para hacer cosas grandes, o eso creí hasta este momento, y la violencia iba a ser mi herramienta para lograrlas. Mi nombre presagiaba la severidad con la que me conduciría por la vida, mi familia es de guerreros y valientes, luché bravíamente en la guerra larga, soy capitán de los ejércitos de la república.

A través de la puerta veo la lejana figura del maldito Calzón Colorado, mote impropio para semejante bestia.

Pero ahora lo único que quiero es ver a mi Isabel una vez más. Que me recordara que para ella no soy Severo sino suave, alguien a quien se puede querer a pesar de las cosas que ha hecho. Sólo una vez, por favor.

Entró Pereira a la habitación, le quitó las cadenas a Doroteo y a Guillermo y se los llevó a la proa. A través de la puerta veo la lejana figura del maldito Calzón Colorado, mote impropio para semejante bestia. Es primero de diciembre a las nueve de la noche.

Ya sabíamos lo que nos esperaba, lo habíamos comentado apenas nos apresaron. El “ser de Venancio” resultó ser nuestra condena de muerte. Me arrepiento de haberme dejado cautivar por el azuzador de Pulgarcito, ¡qué idiota fui! Mi propia ambición y avaricia me hicieron seguir a ese hombre que nada le importa, que mata por matar, viola por violar y roba por robar.

La confianza en mis habilidades y propia valía me cegaron e hicieron que me embarcara en una empresa condenada a fracasar desde el principio, un vapor que sabíamos naufragaría. Debí saber que no son para tanto, ¿cómo pude sobrestimarme así? Ahora seré víctima del gobierno de una revolución sin ideales, una pieza prescindible del enfrentamiento entre dos maleantes que como buenos ególatras se hacen llamar Pantera y León. ¡Vaya par de imbéciles!

Cuatro disparos rasgaron el silencio de la noche y el hilo de mis pensamientos y, tras unos segundos, cuatro disparos más y el sonido de dos golpes contra la madera de la proa anunciaron la consumación de los dos primeros pecados de la noche. Adiós, Doroteo; adiós, Guillermo, que el Señor los reciba. Fue un honor conocerlos. Ya pronto será mi turno.

Entró alguien a la cámara donde sólo quedábamos Ismael y yo, y sentí como si el corazón se me fuera a salir por la boca. Era sólo un soldado buscando el equipaje de Doroteo, que supongo lanzarán al lago para deshacerse de toda prueba de sus crímenes. “¡Pobrecitos, los están matando!”, dijo mientras se iba. No, mijo, jamás me hubiera dado cuenta de que mis compañeros se habían extinguido si no lo hubieras dicho con tus elocuentes y lastimeras palabras.

Pero, bueno, ¿quién soy para juzgar a ese campesino que se enlistó para convertirse en soldaducho? Seguramente lo hizo para sustentar a su familia, no como yo, que me hice militar por tradición familiar y presuntuosidad. Ese soldado es un hombre de verdad, y el niño aquí soy yo. Además, sí que soy un niño, sólo tengo veintinueve años. Me falta mucho por lograr, mucho poder por acumular, riqueza por amasar, rangos que ascender… Pero ¿cómo puedo seguir pensando así?, ¿y justo ahora? Si pudiera zafarme de esto, me bastaría llevar una vida tranquila con mi Isabel y mi Rafael.

Me iría con ellos a los Estados Unidos como en su día hizo papá. Me iría a California para trabajar en el astillero de Domingo; mi hermano nos recibiría, estoy seguro. En la última carta que nos envió decía que estaba construyendo un barco al que le había puesto por nombre Pioneer. Yo podría ayudarlo a construirlo. Es que podría hacer lo que fuera necesario, tengo mucho tiempo por vivir, apenas tengo veintinueve años.

A pesar de mi supuesta bravía, de estar casado y tener prole, siempre me he sentido como un niño, tan niño como el pequeño que en la mañana de hoy pudo habernos salvado si tan sólo le hubiéramos hecho caso. Ese muchachito no tendría más de nueve años, mi Rafa tiene tres. No voy a verlo llegar a la edad de nuestro frustrado salvador, no lo voy a ver cumplir siquiera cuatro añitos.

Soy un niño que trajo a otro niño al mundo, qué irresponsable de mi parte. Era un militar de veinticinco años cuando lo concebí, un loco que vivía de batalla en escaramuza, de sitio en revolución. ¿Cómo no pensé nunca lo muy probable que era dejar huérfano a mi bebé?, ¿o sí lo pensé pero no me importó? Traté de esconder ese miedo latente.

Lo cierto es que ahora es una realidad que Rafael quedará huérfano e Isabel viuda. En unos años mi hijo no recordará mi apariencia ni los pocos momentos que llegamos a vivir juntos. En unos años a mi Isabel la harán casarse con algún otro hombre para no pasar a ser un desperdicio en esta sociedad, y mi Rafael tendrá un nuevo padre. Yo pasaré al olvido, poco a poco mi recuerdo será más tenue. Ni siquiera tengo una fotografía de mí que puedan atesorar.

Me arrepiento de haberme casado con Isabel. La amo, nunca me creí capaz de sentir algo tan poderoso por alguien. Era imposible que esa sonrisa dulce, esa mirada pícara de grandes ojos marrones, ese pelo oscuro, esa perfilada y respingada nariz cubierta de pecas no me cautivaran desde la primera vez que la vi.

Ella estuviera felizmente casada con alguien más y no a punto de convertirse en la viuda de un sedicioso.

Empero mi amor, me arrepiento. Debí contenerme y jamás haberle hablado. Ella estuviera felizmente casada con alguien más y no a punto de convertirse en la viuda de un sedicioso; se habría ahorrado mucho sufrimiento. También me arrepiento de haber traído a Rafael al mundo. Ahora tendrá una vida más difícil en un mundo al que no pidió venir, en este intento de país.

Sólo me queda el consuelo que me da la certeza de que mi papá y mi mamá cuidarán de ellos. No hay hombre más fuerte y recursivo que mi papá; no hay mujer más bizarra y amorosa que mi mamá. Mis hermanos también arroparán a mis deudos, estoy seguro. Puedo irme con esa calma.

Soy sólo un niño, pero como todo niño, irresponsable, traté de jugar a ser el adulto; como todo niño, arrogante, maté a muchos otros niños que también jugaban a ser adultos. En estos momentos este niño necesita más que nunca la presencia de sus padres. Papá Juan, mamá Catalina, perdónenme, estoy fallando como hijo, como padre, como esposo, como soldado. No quiero morirme, ayúdenme, por favor, como tantas otras veces lo han hecho.

Ya, dejá de pataleos. Hay que resignarse. En segundos vendrán por vos. ¿Cómo se sentirá la muerte? Voy a morir como mi abuelo Diego, él sí que sabría decirme incluso cómo se siente una muerte violenta. Hoy en día lo llaman prócer de la independencia, mártir, por lo que nuestra familia es de la mayor nobleza republicana.

Pero mi mamá me ha contado que él siempre fue un simple funcionario, que por las circunstancias de la vida, el momento y arrastrado por las decisiones de sus pasionales hijos, consideró como lo más sabio y oportuno trabajar para los insurgentes republicanos y no para la corona española. Decisión que probó ser nefasta y que le costó morir torturado y amarrado a un árbol, viendo cómo torturaban a su hijo, mi tío José de Jesús, en el árbol que estaba frente al suyo.

¿Me llamarán a mí también mártir de la libertad o prócer del Zulia después de muerto, aunque no lo sea? Mi muerte va a ser mucho menos poética que la de mi abuelo y mi tío, pero va a ser también la consecuencia de pequeñas decisiones erradas que cometimos los condenados. La vida es, sin duda, decisiones.

El abuelo Diego, los tíos José, Juan y Rafael murieron a manos enemigas. ¿Será que mi familia está maldita? Y yo voy a engrosar las filas de víctimas de este nefario club.

Tengo miedo, abuelo. Nunca te conocí, pero además de la sangre nos unen nuestros destinos. Abuelo, decime algo, ¿me va a doler demasiado?, ¿me tardaré mucho en expirar?, ¿qué hay después? Confío en que la gracia de nuestro Señor Jesucristo me llevará a su encuentro, pero, ¿y si no?, ¿qué pasa si mi lugar es el infierno?, por haber cometido tantos pecados; ¿qué pasa si simplemente no hay ningún lugar posterior? En este momento no puedo estar seguro. Pero tengo mucho miedo. Abuelo, ¿me vais a estar esperando?

Entró Pereira de nuevo. Me quitó de la barra de grillos, aunque a Ismael todavía lo dejaron encadenado, para fusilarlo de último. Quería insultar a Pereira, escupirle la cara, empujarlo y tratar de huir de allí, así me terminasen pegando unos tiros. Así moriría tratando, intentando, viviendo. Pero mis piernas se sentían pesadísimas, si acaso podía mantenerme en pie, mi estómago era un nudo vacío, tenía unas náuseas espantosas, mi cuerpo temblaba ligera pero incontroladamente. No pude hacer nada. Lo único que salió de mi boca, sin pensarlo, fue: “Pereira, ¿por qué nos matan así?”.

Y de la boca de Pereira salió el himno de los cobardes, la sinfonía de Pilatos: “Esta no es cosa mía, yo sólo cumplo con una orden”.

Yo claramente sabía la razón, no soy tonto, tengo horas meditándola. Somos lastres, chivos expiatorios, pesos innecesarios, potenciales riesgos futuros, como quieran llamarnos, pero somos algo de lo que el poder tiene que deshacerse ahora, y en esta república de leyes por un día, de revoluciones de borrachera, de jefes bravucones, no hay pasaporte, salvoconducto y destierro que tuviéramos a nuestro favor que fuera a impedir lo que la Pantera y el gordo Falcón quisieran que se hiciera. Pero mi boca sólo pudo proferir: “Pereira, ¿por qué nos matan así?”.

Y de la boca de Pereira salió el himno de los cobardes, la sinfonía de Pilatos: “Esta no es cosa mía, yo sólo cumplo con una orden”. Desde antes de que la historia fuera historia, cuando no había escritura y todos los asuntos de la vida se producían oralmente, el que quiere excusarse de toda responsabilidad de sus actos, el cobarde malicioso, el indiferente, ha repetido esas mismas palabras en su respectivo idioma.

Claro que yo sé que vos no decidiste ni ordenaste mi muerte, Pereira, y vos sabéis que yo lo sé. Pero sois vos el encargado de materializarla, sois quien me ejecutará en unos segundos. Bien podrías junto a tu tropa plantártele a Oquendo y al Calzón Colorado y dejarnos partir al exilio que tu propio jefe mayor había públicamente destinado para nosotros, aunque con subterfugios nos tuviera preparado otro destino. La disciplina militar, la cadena de mando, las usáis como excusa para dejar de ser persona pensante, olvidar tu individualidad, integrarte a la comodidad de una máquina y ejecutar a inocentes, porque confiáis en que el peso de la culpa no lo tendréis “porque no es cosa tuya”, sino que caerá sobre Oquendo y el Calzón.

Pero ellos también pensarán “no es cosa mía”, y trasladarán la culpa a la Pantera, que, cada vez más distanciado de los hechos, le importará poco recibir la culpa, que ni siquiera cargarla en su consciencia, porque él también dirá “no es cosa mía, es por el bien del gobierno del Mariscal”, y el gordo Falcón, si se llega a enterar de una minucia como la ejecución ilegal de tres oficialitos zulianos, dirá “no es cosa mía, es por el bien de la federación”. Ojalá esta república se enderece alguna vez y no se admita como excusas de la responsabilidad penal el cumplimiento de órdenes superiores. Todos en la cadena deben pagar, todos.

En fin, una cadena invisible de cobardes me estaba trasladando a la proa del vapor Mariscal donde en aproximadamente cuarenta segundos mi cuerpo se llenaría de balas. En estos momentos finales me pregunto por qué habrían ejecutado a Doroteo y Guillermo a la vez, pero a Ismael y a mí nos matarán por separado. ¿Problemas de logística? Qué importa…

Me cruzan por la cabeza las imágenes de mi Isabel, de Rafa, de mis padres, de todos mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos, el rostro imaginario que decidí crearle a mi abuelo Diego, de Doroteo y Guillermo que se me habían adelantado, de Ismael que esperaba su turno, de los dos hermanos Pereira, de Oquendo, de Calzón Colorado, de la Pantera, de Falcón, del León Venancio, del general Capó, el rostro del padre Soto, mi confesor y maestro de escuela, del sargento Bracho, mi primer superior en el ejército, de Emilia, mi primer amor, un remolino de caras y recuerdos.

Pero ahora que ya llegué a la proa y me posicionan de pie, dándole la espalda a la baranda que da hacia el lago, la tembladera y las ganas de vomitar que había sentido en los pasados segundos se disiparon y, en su lugar, me siento ligero, con el mayor pánico que he experimentado en mi corta vida, pero ligero.

Son un pánico y un nerviosismo que rayan en la emoción, la diversión, el regocijo. Es casi un éxtasis religioso inducido por el más puro y primitivo miedo. Llegué a mi punto de quiebre. Esa ligereza no se traslada a mis piernas, que están ahora adheridas al suelo como plomos inamovibles. La parte superior de mi cuerpo está manifestando mi miedo a la muerte y mi parte inferior la resignación ante lo inminente e inevitable.

El soldado de hace un rato se acerca para taparme la cabeza con una bolsa de tela. Quiero decirle que quiero morir viendo a mis verdugos y sintiendo el viento del lago, pero mi boca no se abre, así que cubre mi cabeza con la busaca. Empiezo a llorar un poco. Oquendito pregunta si tengo algunas últimas palabras, pero mi boca no se abre. Sólo puedo pensar: “Quiero a mi mamá”, y en este momento siento el impacto de una, dos, tres, cuatro, cinco balas, que me penetran con instantes de diferencia.

Siento una en el cuello, una en la pierna derecha, y las otras tres repartidas en el torso. Sigo en pie, siento los impactos pero no siento dolor alguno ni la sangre brotar, imagino que estoy en shock. Apenas me doy cuenta empiezo a recibir una segunda descarga: una, dos, tres, cuatro, cinco. Esta vez noto mi cuerpo moverse pero ni siquiera siento los impactos de las balas.

¿Sobreviví a dos descargas de un escuadrón de fusilamiento?, ¿me van a llevar al hospital a curarme?

Yo siento que sigo parado, parecen minutos, pero aparentemente ya había caído sobre mis rodillas y la parte superior de mi cuerpo se balanceó hacia atrás hace un rato. No entiendo qué está pasando, ¿sobreviví a dos descargas de un escuadrón de fusilamiento?, ¿me van a llevar al hospital a curarme?, ¿estoy muriéndome?, ¿ya estoy muerto?, ¿qué es esto?, ¿qué coño pasa? Que alguien me diga… abuelo.

Estoy empezando a dormirme, pero no quiero dormir, quiero fugarme de este barco y regresar a mi casa, pero el sueño es muy fuerte. Más que sueño, debilidad; siento como si hubiera corrido una larga distancia, siento que me estoy vaciando. ¿De verdad me voy a dormir cuando me estoy muriendo?, ¿o es que morir se siente como dormirse? Estoy confundido, pero seguro Rafita, el esclavito de la casa de al lado, puede salir a jugar conmigo si se lo pido a la señora. Aunque Rafita no es esclavo, es mi general. General, ¿vamos a invadir Nueva Granada cuando termine la guerra larga? ¿Guerra larga? No, yo sólo quiero irme a mi casa a verle las suaves tetas a Isabel.

¿Qué pasa? Yo no estoy pensando esto voluntariamente, estoy empezando a soñar, estoy medio dormido, medio despierto. No, estoy muriéndome. ¿De verdad esto es morirse?, ¿de verdad me estoy muriendo? No, no puede ser. Ayúdame, mami, por favor, te lo suplico. Y sólo con el cielo y los peces del lago como testigos, mi mente quedó en blanco y dejó de ser. El cuerpo sigue sintiendo, siente cómo lo envuelven en algo y lo meten en algo más. Y así, sin darse cuenta, ya no siente más… Es primero de diciembre a las nueve y quince de la noche del año 1866.

José Alberto Vargas La Roche
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