Leí en una Selecciones del Reader’s Digest que el primer Dalái Lama se llamó Gyalwa Gendun Drubpa. En la noche del día que nació, sus familiares y allegados estaban contentos y preparaban una humilde alimentación para festejar. Pero el aire negro se colmó de gritos, cuchillos y maldiciones: unos bandoleros atacaron el campamento donde se encontraba el recién nacido.
Sus familiares tuvieron que salir en franca huida, pero antes de hacerlo escondieron al niño detrás de unos bultos; las ratas y los bichos hambrientos eran lo de menos. Diversas aves de rapiña intentaron comerse al muchachito, pero lo protegió y lo salvó un gran cuervo, que era la emanación del Buda de la Compasión.
Dicen en los predios más enterados, o más dados a la fantasía, que todos los dioses asignados a nuestro intranquilo planeta han actuado torpemente, como seres humanos, porque son emanaciones de las emanaciones de un dios que a lo mejor ha muerto al estilo de las estrellas: allá donde se imagina un guiño, donde una noche eterna exhibe los cristales de todos los espejos que se han roto. Una distancia de medición imposible. Y sólo su luz nos llega, aunque se haya transformado en carbón cósmico.
En la India conciben ciclos cósmicos. Un ciclo completo se llama mahayuga y es de doce mil años. Esos doce mil años son considerados divinos y cada uno dura trescientos sesenta años. Lo que significa que un ciclo cósmico contiene cuatro millones trescientos veinte mil años.
Mil de esos mahayuga apenas es un kalpa. Kalpa significa “forma”. Catorce kalpa hacen un manvantara.
Un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a una noche.
¿A qué viene todo esto? A que un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a una noche. Un dios vive cien kalpa, que son trescientos once billones de años del hombre. Luego muere, pero el tiempo sigue de largo.
¿Qué es un micrómetro? La milésima parte de un milímetro. Un milímetro tiene mil micrómetros.
Un cromosoma es tan diminuto que mide entre 0,2 y 6 micrómetros de longitud. Y he ahí que el cromosoma es la vida: contiene el ADN, que a su vez se divide en pequeñísimas unidades denominadas científica y vulgarmente genes.
Desde un cromosoma Dios hizo el universo y luego se dedicó a dramatizar la existencia usando escenarios como el paraíso y el infierno. Desde un cromosoma Dios hizo la conciencia de que estamos flotando en un kalpa, cuya ubicación en la sucesión de ciclos cósmicos desconocemos.
Desde un cromosoma se desataron todas las pasiones. La bella Europa juega en la playa; el mar lamenta no ser hombre al sentirla pasar y al escucharla reír. Zeus la observa y la desea con tanta pasión que desde el Olimpo se desata un aguacero y se derrumban las casas de los barrios y me provoca una taza de café. Zeus se transforma en un toro blanco y camina altanero y hermoso por la playa. Europa lo acaricia y se sube a sus lomos y entonces el toro se escapa en carrera y se la lleva.
El ser humano tiene veintitrés pares de cromosomas. En cada célula humana hay 46 cromosomas, porque el óvulo y el espermatozoide se unen y aportan cada uno la mitad de los cromosomas. Fifty fifty. El bebé recibe una mitad de material genético de la madre y la otra mitad del padre.
Cada cromosoma es un chip sagrado que contiene miles de informaciones e instrucciones. Las instrucciones se llaman genes. Los genes dirigen el desarrollo del cuerpo. “Tengo el cabello castaño”, “mira esta nariz de payaso”, “tengo los ojos azules”, “besa mi boca judía”; los genes deciden todo eso y más.
Todo ser humano tiene 46 cromosomas. Veintitrés de la mamá y veintitrés del papá. Cuando el cromosoma veintiuno se repite y en vez de 46 cromosomas un niño nace con 47, entonces tiene el síndrome de Down. Por eso se le llama “trisomía” a la presencia de tres cromosomas veintiuno, en vez de los dos normales, comunes y corrientes.
El síndrome de Down es un trastorno genético; los seres nacidos con síndrome de Down acusan cierto retardo mental, la cara no puede ocultarlo y el cuerpo tampoco; sus oídos y sus ojos son deficientes, pero la bondad que contienen es tan infinita que podría surtir el universo durante varios ciclos cósmicos.
Tiene los ojos del Cublái Kan, me dije, porque en esos días vivía emocionada con el libro de Marco Polo.
Su boca y sus orejas son pequeñas. Camina como un osito. Tiene los ojos del Cublái Kan, me dije, porque en esos días vivía emocionada con el libro de Marco Polo. Los ojos del Cublái Kan están signados por la brida mongólica que caracteriza a los asiáticos. Es así: el repliegue palpebral superior cubre la carúncula del lacrimal. El párpado arropa la carnosidad lacrimal.
Palpebral es aquello relacionado con los párpados. Carúncula es la carnosidad roja que tienen los pavos y los gallos en la cabeza. Esa carnosidad es eréctil como un clítoris o un pene. Pero carúncula también se le dice a un grupo pequeño de glándulas ubicadas en el ángulo interno del ojo.
Bueno, mi niño se me parece a la imagen del Cublái Kan que leí en el libro de Marco Polo:
El señor de los señores que se llama Cublái Kan es de la siguiente forma: es de hermosa talla, ni bajo ni alto sino de talla mediana. Su carne está bien repartida, ni demasiado gordo ni demasiado flaco; está muy bien constituido en todos sus miembros. Tiene el rostro blanco y bermejo como rosa, lo que le da un aspecto muy agradable; los ojos negros y hermosos, la nariz bien hecha y bien puesta.
El Cublái Kan tenía cuatro esposas, cada una con su propio palacio lleno de gente. Criados, eunucos, mujeres para hacerle compañía. Total: diez mil personas para cada palacio. Cuando el Cublái deseaba acostarse con una de sus mujeres enviaba a un mensajero con este corto mensaje: “Ven a mi habitación”. Si estaba muy apurado, entonces el Cublái Kan salía corriendo hacia cualquiera de los cuatro palacios.
¿Por qué los asiáticos tienen los ojos rasgados del Cublái Kan?
Según la teoría de unos antropólogos americanos, esta formación cutánea pudo haber surgido como una necesidad adaptiva durante la primera gran glaciación para proteger los ojos de las bajas temperaturas cuyo viento gélido quemaba la piel en las estepas de Asia Central hace dieciocho millones de años, que son un pelo de culo de un kalpa. Pero unos cuantos científicos chinos dicen que ello se debe a que los asiáticos se originaron en una rama de homínido distinta. Sin embargo, los científicos más avanzados afirman que el Homo erectus inmigró desde África hasta Asia y dio origen a la raza mongoloide. Después, el Homo erectus se regó por el mundo y a continuación todos nos volvimos Homo sapiens.
Caminaba como un osito que estaba aprendiendo a dar sus pasos en este mundo y se iba de un lado hacia el otro, balanceándose y riéndose como un reloj cucú. Y a veces decía ñañaña… ñañaña.
Murió el Dalái Lama
Murió el Dalái Lama. Aquí el día es soleado y algunos árboles florean y se llenan de abejas. En otros lugares debe estar lloviendo o se blanquea el aire con sus mórbidos copos de nieve. Imposible tener una idea de cuántas mujeres embarazadas presienten que algo misterioso ha ocurrido en sus vidas. Pero deben presentirlo todas, porque tener un ser vivo en el vientre, formándose de la madre que nutre con sus huesos, con su sangre, con sus energías amorosas, es un misterio y un milagro. Chupa entrañas y se mueve.
Sólo algunas mujeres embarazadas dejan de pensar en el hijo que se agita en sus barrigas, ese saco pesado que les hace doler la cintura de noche en noche. Quizá todas piensan con rústica constancia en la nueva vida que lanzarán al universo, pero lo hacen inconscientemente, porque la vida es exigente y hay que trabajar, trasladarse, renovarse, sentir que se hace lo que se debe.
Sólo unas pocas embarazadas están esperando a que nazcan sus bebés para saber si el Dalái Lama ha volado hasta ellas y se ha posado en el cuerpecito que las patea y las hace comer como tártaros en invierno. Ser la madre del Dalái Lama es un verdadero compromiso. No puedes después andar enfiestada ni abriéndote de piernas inconsultamente. La mamá del Dalái Lama se emborrachó antenoche. Esa bicha es marihuanera.
Es lo que estaba pensando aquel día. Porque anidaba allí esta sensación: “Es el Dalái Lama, lo sé”, y cuando llegaron los monjes no pude contenerme y lloré. Tocaron la puerta. Primero uno y luego los demás. Yo estaba sola con el niño. Eran varios, creo que cinco o siete monjes. Anaranjados. Los percibí como una multitud, porque sus palabras se cruzaban, se unían en una red de murmullos y es probable que estuviesen entrando a la casa varios miles de difuntos tibetanos detrás de los monjes. Un golpe de viento constante me lo decía. Se sentaron alrededor del niño, en el piso; me sentí mal porque no había pasado coleto desde el jueves cuando el bebé dormía. Les ofrecí café o té verde y no aceptaron ninguna bebida. Sólo hablaban o callaban en torno al pequeño. Él sonrió y su manita derecha se adelantó hacia uno de los monjes y éste se inclinó para que la manito lo alcanzara. Y la manito de mi hijo le agarró el collar que llevaba y luego lo soltó. Inmediatamente el monje volteó hacia el que estaba a su derecha y le dijo algo que sonó cual palabra larga tendida entre dos gemidos gorditos. El monje aludido sacó una pequeña tapara o algo así y la puso cerca del niño. Mi muchachito los veía, uno por uno, y luego su cara descendió hacia la pequeña botija y aplaudió. Aplaudió como si hubiesen tocado el Bolero de Ravel o algo sensacional. Y se metió un dedito en el oído izquierdo. Todo esto sin dejar de sonreír.
He debido explicarles que en la casa se cuelan bulliciosos, de lo más osados y desvergonzados, los tordos, picoteando todo lo que encuentran.
Yo estaba tratando de cerrar la puerta que habían dejado abierta los monjes. He debido explicarles que en la casa se cuelan bulliciosos, de lo más osados y desvergonzados, los tordos, picoteando todo lo que encuentran. Y ya los he visto que se acercan al niño y juegan con él sin ningún temor, pero me da miedo porque esos pajaritos renegridos parecen cuervos y mi niño tiene sus ojitos achinados y vivaces.
Ojitos de almendra que provoca picotear. Aunque no creo que los mirlos sean pájaros malévolos. Precisamente, en el instante en que estoy pensando en eso, entra un tordo y acapara la atención del niño. El tordo da varios pasos saltarines y se sube al hombro de mi muchachito. Cuando él come algo se le riega la comida por todas partes. Los tordos están bien informados al respecto. Este tordo en particular degusta una conchita de corn flakes pegada al cuello de mi niño. Luego se va rumbo a la cocina donde hay migas sin ninguna duda.
Uno de los monjes dice “Gyalwa Gendun Drubpa” y a posteriori supe que era un Lama a quien protegía un cuervo. Después, los monjes se levantaron y el mayor de todos me llevó hacia la cocina. Me entregó un papel con un teléfono. Y me dijo: “El Dalái Lama ha reencarnado en su hijo. No queremos hacerla infeliz. Sólo deseamos pedirle que nos acepte en su vida porque él está ahora en esta casa. Y esta casa se ha convertido en parte del Tíbet”. Yo sólo atiné a decirle: “Soy una madre soltera y tengo que cuidar mucho a mi niño, pero si ustedes dicen que es el Dalái Lama, me esmeraré en servirlo. No sé cómo preguntarle esto, pero ¿cómo haré ahora? ¿Debo darle de mamar al Dalái o no?”, y el monje dijo que sí. Con su cabeza y un gesto bondadoso de su parte que se deslavó hacia el piso, como en una reverencia. Y al instante, todos esos monjes se inclinaron ante mi hijo y lo saludaron diciéndole Gyalwa, Gyalwa, y él respondía ñañaña ñañaña. No tuve corazón para explicarles que ya él tiene un nombre. Tampoco les aclaré lo que sucede con mi tierno muchachito. Ellos deben haberse dado cuenta. Lo cierto es que mi niño es la dulzura más dulce y la bondad más bondadosa.
Los monjes se fueron, no sin antes decir que volverían. Y mi niño se quedó jugando con la tapara que le dejaron los monjes. Estuve tentada de olerla. Pero sé que ellos no beben aguardiente.
Caminaba como un osito que estaba aprendiendo a dar sus pasos en este mundo y se balanceaba de un lado hacia el otro, como un luchador de sumo. Se reía cucú cucú y constantemente decía ñañañá ñañañá. Lamentablemente era medio sordo o se hacía el sordo. Lo llamaba y nada. Le gritaba su nombre y arrugaba el entrecejo. Una vez le dije “mira para acá, Dalái” y se quedó pasmado viéndome.
Los monjes regresaron pasada una semana. Yo les dije: “Ustedes saben que el Dalái Lama tiene el síndrome de Down, ¿no es así?”. Y ellos sonrieron levemente. Y el más anciano dijo desde sus pobres dientes cariados:
—El alma luminosa del Dalái Lama está más arriba de los síndromes. Él sabrá guiarnos. Si mira con el corazón en paz, sin sentir deseos, ni amores, ni odios, podrá ver que ese niño es el Dalái Lama.
He pensado mucho después de eso.
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