…todo acaecimiento, como todo lazo, es inesencial y que, si hay un saber, lo que debe revelarnos es la ventaja de desenvolvernos entre fantasmas.
Emil Cioran, El aciago demiurgo.
Nunca fui cabal conocedor de la historia de mis antepasados; sólo sé, gracias a las múltiples anécdotas contadas por mi madre, que provengo de un linaje cargado de hombres y mujeres ilustres, donde la aventura, la ciencia, la historia y el arte figuraron como guías principales de sus vidas. Esto, naturalmente, siempre me generó cierto orgullo; saber que uno de mis tatarabuelos fue un eminente científico y llegó a sentarse en la misma mesa que Max Planck y Paul Dirac, dos de los padres de la mecánica cuántica, lógicamente nutriría mi orgullo genealógico. O saber que una de mis tías fue una destacada poetisa cuya lírica la llevó al reconocimiento internacional, siendo traducida a más de ciento veinte idiomas, y que posteriormente sería nominada al Premio Nobel de Literatura en 1949, el cual le sería arrebatado, no sin mérito, por el gran William Faulkner, por supuesto que me haría enaltecer mi estirpe. Sin embargo, no todos mis predecesores fueron dignos de elogios y reconocimientos.
Como ha quedado demostrado, en cualquier familia, por muy ilustre que sea, siempre habrá algún desviado, una oveja negra, ese que rompe el paradigma y parece escapar, deliberadamente, de los mandamientos de su sangre. En la mía, ese fue el caso de Arthur Bringer, mi abuelo materno, quien, según contaba mi madre, siempre desdeñó el mundo académico, alegando que a los intelectuales les gustaba vivir como avestruces: todo el tiempo con el cuello hacia abajo, sumergido en algún libro. Sentencia, para todos, un tanto extraña, pero que encajaba a la perfección con su personalidad.
De su infancia poco sabía mi madre, ya que a él nunca le gustó hablar de su vida, y miembros de la familia cercanos a él que pudieran proporcionarle algún tipo de información, en vida no quedaban; por lo tanto, la única fuente informativa que tuvo respecto a la infancia de su padre fue una vieja carta escrita por el padre de Arthur, Charles Bringer, donde le reprochaba el haberse ido de casa a temprana edad, la cual fue encontrada por ella unos meses después de la muerte de Arthur, en un viejo baúl que conservaba en su habitación. Este hallazgo ya le revelaba pistas sobre su rebeldía y libertinaje, el cual mantendría hasta su muerte, llegada en circunstancias en demasía misteriosas.
Únicamente me hablaba de sus viajes y múltiples aventuras, pero nunca de su muerte.
Mi madre, cada vez que me contaba algo con relación a mi abuelo, por alguna extraña razón evitaba hablar de su muerte; sólo se limitaba a relatarme sus aventuras por el viejo continente, sus viajes a la Patagonia, la ocasión en que llegó a casa con la melena de un león cazado por él en su travesía de dos semanas a través del Kilimanjaro, etcétera. Es decir, únicamente me hablaba de sus viajes y múltiples aventuras, pero nunca de su muerte. Tal omisión, con el transcurrir de los años, comenzó a parecerme extraña, hasta que por fin, en una ocasión, a los diecisiete o dieciocho años, mientras contemplaba desde el diván de la sala de estar el retrato de mi abuelo, dominado por la intriga, me atreví a preguntarle a mi madre por qué nunca me había hablado de la muerte de ese enigmático Bringer. Ella, desde la cocina, respondió:
—Sabía que en algún momento me lo preguntarías.
—Es que siempre me ha parecido muy raro que cuando me hablas de él sólo lo haces desde sus aventuras y viajes, pero nunca haces ni la más mínima alusión a su muerte —dije, con la mirada fija en aquel retrato guindado en la pared.
—Lo sé, hijo, lo sé… —musitó ella, volteándose en mi dirección y secándose las manos con un pequeño paño de cocina.
—Yo nunca quise preguntar para no parecer imprudente, ya que, si lo omitías, era por algo, pero esta vez la curiosidad me ha ganado.
—Tranquilo, hijo, entiendo. Estás en todo tu derecho de saberlo —dijo, sentándose a mi lado en el diván, y emulando mi gesto, observó el retrato fijamente.
Al cabo de unos segundos, agregó:
—Él nunca fue muy amante de las demostraciones de amor, y tenía una forma de pensar bastante peculiar…
Entonces procedió a contarme los sucesos más relevantes en los últimos dos años de vida de Arthur Bringer, y todo lo concerniente a su muerte. Al parecer Arthur era un hombre muy testarudo, incrédulo hasta las entrañas; le daba la espalda a cualquier sistema de creencias, por muy simple que fuera, ya que éstos, para él, comprometían la libertad del hombre. Incluso la ciencia y su método, pese a su evidente eficacia, constituía para él una dogmática forma de pensar y actuar; por lo tanto, también la aborrecía. Despreciaba la filosofía, puesto que, según su razonamiento, ésta induce al intelecto a un irreversible autoaniquilamiento. Aun las artes le parecían desdeñosas, aunque representaran lo más cercano a la libertad humana; para él, esta “libertad” intrínseca a sus métodos expresivos acababa anulándose apenas era materializada en un libro, en una partitura, en una escultura o sobre un lienzo. En pocas palabras, su ideología se resumía a que el alma se nutre sólo de aquello que le es dado ante sus ojos, y ante éstos no existe pasado ni futuro, ni moral ni verdad; ni luz ni oscuridad; naturaleza, presente, y una muerte eterna, eso era todo lo que existía según Arthur, y, por ende, lo que guiaba su vida.
Sin embargo, esta perspectiva un tanto excéntrica —y hasta contradictoria, si la analizamos con rigor— terminaría cayendo en desuso a partir de 1978, dos años antes de su muerte, cuando en un pequeño bar de Berna conoce a Jean-Louis Steinmann, joven suiza estudiante de filología que, posteriormente, se convertiría en su amante.
Jean-Louis era experta en budismo, y se aferraba a su doctrina con fervor, circunstancia que inevitablemente acabaría convirtiendo a Arthur.
Esta “hermosa rubia de ojos de gato” (según mi madre, así solía llamarla Arthur en su correspondencia), terminaría marcando un antes y un después en la vida de Arthur Bringer. Cuenta ella que Jean-Louis era experta en budismo, y se aferraba a su doctrina con fervor, circunstancia que inevitablemente acabaría convirtiendo a Arthur, ya que, con palabras de mi madre: “Él se había entregado al amor de Jean-Louis con los ojos cerrados”. Y efectivamente, al cabo de un año de noviazgo, gracias a la persuasión y pedagogía de Jean-Louis, acabó por convertirse al budismo. Comenzó a realizar con frecuencia viajes al Tíbet y la India; procuró instruirse (tal vez impulsado por la pasión que le generaba Jean-Louis más que por fe verdadera) en sánscrito, pali y magadhi para recitar de memoria pasajes enteros de los antiguos textos budistas; pasaba horas devorando páginas del Canon Pali y el Dhammapada; la reencarnación, la expiación de los pecados, la purificación del alma y la ascensión al Nirvana constituían el nuevo fundamento de su existencia, siempre y cuando todo estuviera aunado a la mano y el amor de Jean-Louis. Pero ella, por su parte, tenía otros planes. Jean-Louis en realidad tenía sus propios intereses que, por supuesto, no eran sentimentales. Era una hermosa chica de apenas veinticinco años, a punto de graduarse en la carrera que amaba, y cuyos recursos económicos se agotaban vertiginosamente debido a sus derroches universitarios y la vida en extremo hedonista que solía llevar; no obstante, conoce a Arthur en un bar, este hombre de cincuenta años, de prestigiosa estirpe, que puede brindarle los recursos necesarios, siquiera por un año, para viajar y recolectar información suficiente que le hará culminar su tesis de grado. Así que adopta el papel de una joven dulce y amorosa con el fin de cautivar y enamorar a Arthur. Una vez hecho esto, y cumplidos todos sus caprichos, lo abandona sin escrúpulos al llegar juntos de un viaje por Sri Lanka, luego de un año y medio de relación.
La brusca ruptura, según mi madre, “lo sumergió en una profunda crisis autodestructiva”, y su agonía y frustración los meses posteriores fue tal que decidió, en un episodio psicótico, romper todos los espejos de la casa, ya que, para él, éstos le mostraban el reflejo de su propia alma, la cual debía extirpar para evitar el renacimiento.
Sin embargo, dos meses antes de su muerte, en octubre de 1979, emprendió un último viaje con destino a Nepal, cuyo único fin era visitar un monasterio en el pueblo de Lumbini (legendario pueblo en que nació Buda) y adquirir un espejo que, según la descripción del vendedor, un viejo comerciante, “le revelaría su verdadera esencia, y lo ayudaría a desprenderse del sufrimiento”.
Tras unos ajetreados días en aquel pueblo, regresó con él. Era un espejo de tamaño mediano, perfectamente pulido, con un marco de caoba en cuyo borde superior se podía ver el grabado de una pequeña flor de loto, mientras que en el inferior, escrita en perfecto pali, podía leerse la siguiente frase del Dhammapada: “…si el hombre hiciere con tibieza lo que es bueno, su mente se deleitará en el mal”.
Lo guindó en una pared de su habitación y se encerró con él allí tres días.
Cuenta mi madre que, en esa habitación, durante setenta y dos horas, sólo se escuchaban alaridos y sollozos atroces; desgarradores gemidos, como si se estuviese empleando algún tipo de tortura medieval dentro de aquellas paredes. Ella dice que nadie sabe lo que ocurrió allí dentro; cada vez que alguno de sus hijos, o Marie, su esposa, se acercaba para saber qué pasaba, él los corría rugiendo: “¡Váyanse! ¡Es lo que merezco!”.
Al cuarto día, cerca del alba, encontraron la puerta de la habitación abierta de par en par, pero Arthur no se encontraba allí; la habitación estaba vacía, aunque destrozada. En una de las paredes, guindado a la altura del pecho, yacía el enigmático espejo, y en medio, una frase escrita con sangre, en impecable pali, que decía lo siguiente: “Manchados están todos los caminos de la maldad, así en este mundo como en el otro”.
Dos semanas después, un desconocido tocó la puerta de la casa diciendo que Arthur se había suicidado de un disparo en uno de los bancos del parque central, y acababan de encontrar su cuerpo.
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