De tierras vírgenes, allá lejos, entre un alto perfume
De humus y de hojarascas,
De tierras vírgenes, allá lejos, bajo extensiones de las
Más vastas sombras de este mundo…
Saint-John Perse
I
He reunido entre las líneas de mi mano
marcas de agua que hablaron de mi origen,
arroyos puros que hablaron de mi muerte,
lo que recobra el agua de las orillas inmersas.
Para ser el río y el mar y el nacimiento,
intercambié mi cuerpo con la tierra,
imaginando que mis dedos alcanzaban
el principio y el fin de las corrientes.
No contento con saber que mi destino
era el de todo hombre que desaparece,
arrojé a la suerte los límites de mi sombra,
buscando pertenecer a algo que me sobrepasara:
Era la región más húmeda del mundo
deshilvanando poco a poco
mi cuerpo y la montaña,
era un brazo turbio de sonido y hielo,
llevando mineral para las tierras bajas,
surcos evaporados
tras el hilo que los vuelve
al desnivel donde nacían,
al techo blando de las plantas que regresa
lo semejante con lo semejante.
Colmado,
me acerqué a las formas que se hacían
en el taller secreto de lo minúsculo,
entre pequeños charcos,
entre guijarros que rodaban
por las paredes del tiempo.
Así tuve el silencio de lo que siempre está por concluirse,
el aire para el aire,
el agua para el agua,
la boca persiguiendo una palabra.
En la infinita variación de los sistemas,
di golpes en las puertas de la tierra,
en las secretas capas de los materiales.
Mis latidos y el sonar de lo terrestre
escribiendo la canción de los orígenes.
II
Quise decir todos los nombres del agua.
Intenté ver cómo al final
el río mordía la escama
de su propio nacimiento.
Quise contener el elemento
en el cuenco de mis manos,
pero rápida luz desvanecía
el empozado espejo.
Pronto supe que no era el agua
la que se hacía en mi palabra,
sino mi boca formándose
desde lo que pronunciaran las piedras,
mi oído haciendo su pabellón de resonancias,
según lo que tejiera la canción del ave marina.
No vinieron hacia mí las formas vivas
buscando un alfabeto desgastado,
sino que fue lo que en mí habitaba,
lo que de mí mismo desconocía,
lo que atrajo las alas y las lenguas
en frágiles sobrevuelos.
Bajo las gamas de la luz,
vi mis fragmentos arrojarse a las laderas,
nombrados por el limo y la estación ardiente,
hasta reunirse cada una de mis partes,
en una veta lenta de oro y níquel.
A la orilla fue creciendo
un aluvión reposado,
poco a poco mi cuerpo,
el que yo había sido mucho antes de mi descenso
por humanas construcciones.
III
Con ultramarinas silabas canté los ríos,
con voces de mundos flotantes
la partitura de mis ecos, hojas,
blancas cáscaras que la corriente
depositara en las mareas.
Árbol de los bordes,
sombra de anchas hojas en la barca.
Tuve una piel extensa
para el resplandor de las costas,
un lugar para ver crecer la luz
y el instinto del agua por cubrirme.
Mi ser horizontal en el silencio de la arena,
mi cuerpo sin órganos,
blancura de papel y esponja
en la región más húmeda del mundo.
Desde el fértil espacio
compartido con peces y conchas,
vi levantarse poco a poco
las larvas de mi pensamiento,
brotes ciegos cargados de deseos,
desde mi elemental sustancia,
vi elevarse el andamio de hierbas descalzas.
Junto a los vástagos,
me encontré erguido
admirando la nueva arquitectura de mi cuerpo.
Caminé hasta el borde del agua
y vi que lo hecho por la tierra era bueno.
IV
Antes de abrevar mi sed de siglos
en un nacimiento de la geografía,
antes de hacer la curvatura de las rocas
con las aspas de mi cuerpo diluido,
fui probado en la sequía,
descalzo sobre el esqueleto de los peces,
en una balanza que quiso medir
qué tan fiel era mi sustancia,
qué tan dado a decantarme,
atraída el agua por el agua.
Pedido en tierras bajas
por la gravedad y los eslabones,
fui ayudante de maestro
en un taller donde se hacía
la simetría de las esporas,
gestada en el caos de venas subterráneas,
la secreta arquitectura de la crisálida.
Antes que mi palabra fueron dientes
mordiendo bulbos de plantas sumergidas,
sombras acuáticas y orillas,
para hacer y deshacer las formas,
en el libro inacabado de la arena.
V
Abrevé de los reflejos,
abrevé de las caras reflejadas en los puertos,
siendo agua, siendo pez inadvertido,
entré a sus ojos, a su boca, a sus lágrimas.
Alzado por sus redes y sus hombros,
fui una pieza de coral y artesanía,
entre flores arrojadas a la sombra de los muelles,
tuve la ceniza y la esperanza
de antiguas generaciones,
de catamaranes inmersos,
de ciudades enteras
asentadas al borde del tiempo.
Abrevó mi sed
en cada cuerpo que bajaba
a la intimidad de los arroyos,
(como si yo mismo fuera el agua
que pedía lavar los pies y la memoria),
acaricié el eco de sus manos
jugando a trazar circunferencias incoloras.
En mí se propagaron sus latidos inmersos,
su anfibia manera de existir
y hacer de la turbiedad del elemento,
una danza acuática,
una reunión de presencias.
VI
Algo de mí tomaron las reinas
que tejían sus coronas con el ámbar de las tardes.
Algo tomé yo de sus horas precisando
los relieves de un paisaje,
luna de mundos flotantes.
Entre pueblos asentados en la ribera
no conocí mis límites,
en las amplias caderas de la noche
no tuve la certeza de ser
el que llevaban a su boca,
el nombrado en su historia de diluvios.
Desperté al borde de sus manos enlazadas,
probando la verdad de mis ofrendas:
cañas de instrumentos nuevos,
vocablos ágiles que hablaron de su origen.
A la armonía respondí
con el ejercicio arduo de hallar en mi materia
la resonancia de un mundo,
violín inmerso entre las olas.
VII
Hice elogios al hondero por perseguir el pez y la sal de los puertos.
Soñé su resistencia y su comercio en lugares arduos,
soñé un país de lluvias interminables
desde mi jardín de vuelos primitivos.
Dejé en sus provisiones mi deseo
por conocer tierras lejanas.
Imprimí en sus anclas mi nostalgia
por lo que duerme en el fondo.
En sus manos probé la fuerza de mis manos,
como si yo viviera al borde de sus hazañas.
En el gobierno de las velas, bajo la tormenta,
vi su fe de primer explorador,
y en ella la mano invisible de mi propia fe,
asestando golpes contra mi muerte.
VIII
Para anunciar el regreso de los navegantes
levanté una torre de altas maderas,
un mirador esculpido con el sueño de los faros,
noche de vigías quietos.
Allí durmió el corazón que esperó las cartas del tiempo,
del otro lado del mundo,
desde las grietas del agua y sus ciudades.
Allí limé la dura melodía del silencio,
el recuerdo de las naves
curvándose en un ángulo de los siglos.
Mi manera de hacer faros para que regresen
es su manera de bajar el río y la memoria,
su levedad inexplicable,
apenas rozando el agua,
entre las bandadas y la niebla.
IX
Aprendí del río a dejar pasar la herida de los ejércitos,
en el último punto elástico de mi naturaleza vegetal.
Dejé que hablaran los coros brillantes del apareamiento,
los coros triunfales de lo fecundo
como resonancias
que dieron claridad a lo desconocido.
Creí ante los pórticos de exóticas maderas.
Todo fue cierto en la mansión de las florestas:
“Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,
sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura”.
Mi frágil existencia anudada al levante de las espigas,
encontró en sí misma la voluntad de la luz,
la floración que resistiera a los inviernos,
en los silos de la esperanza,
las manos de mis semejantes.
X
Renazco porque alguien me llama
para completar su creación.
Alguien que soñó mi nombre
pronunciado por el agua,
inscrito en la circunferencia del espacio,
tallado por el mar de los acantilados.
Una voz que me acercaba a mí mismo
me dio el secreto para rehacer las cosas,
el eco con que hallé en la oscuridad mis pertenencias.
Soy por el hacedor de las estaciones,
por el que me entrega la música y el silencio
como siluetas conocidas por mi memoria.
Desde el collado azul
que sólo el silbo de las corrientes ha limado,
vuelvo a la pregunta de mí mismo,
en un universo que por primera vez es escuchado.
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