Capitalismo libre de fricción
No malgaste Vd. el tiempo sin dar su opinión de mierda.
Aunque no le paguen por ello.
Sea valiente.
No se convierta en mera figuración de su propia vida.
Quítese la máscara.
Y dé un paso al frente.
Malgasta Vd. el tiempo si no comparte hasta sus zonas más oscuras.
Tiempo cero sin generar, entre otros,
polémica, ruido, controversia.
El mundo no puede vivir sin su opinión de mierda.
Salga Vd. de su zona de confort,
para entrar definitivamente en una guerra.
Miríadas de profecías.
Cualquiera de sus pensamientos es imprescindible.
¿Para qué, entonces,
asegurarse de tener el cerebro encendido?
No lo tamice. Compártalo.
Hágalo público.
¿O es que no es Vd., acaso,
uno de esos
que es superior al resto?
Con las cosas así planteadas,
una conversación presencial,
una carta escrita,
incluso su móvil,
¿para qué?,
a veces todo tiene que ir in crescendo
(ahórrese, sí, esa llamada).
“Comience su propia tradición”,
es el eslogan, desde hace unos veinte años,
de un conocido fabricante de relojes de lujo.
Pues eso.
Que no se le pare el reloj.
Comience su propia tradición.
No llegue tarde a su fiesta.
Y sea un ejemplo para su raza.
Las masas, las redes sociales,
necesitan su opinión de mierda.
¿Y acompañarlo de fotografías,
de videos,
de momentos?,
quizá.
Le asiste a Vd. un derecho,
acaso constitucional,
para compartir su opinión de mierda.
Hablar de honestidad
es un poco peliagudo,
cuando se trata de ficciones.
En otro orden de cosas,
yo no sé por qué,
a medida que las ideas se vuelven más contundentes,
las novelas tienden a empeorar,
o al menos a ser menos interesantes
(para mí, al menos).
Volviendo al tema que nos ocupa,
cualquier escritura es narrativa,
y cualquier narrativa es ficcional.
Incluso la mal llamada autobiografía.
Por muy veraces que sean los datos que uno maneja,
sólo en seleccionarlos ya estás tomando partido,
¿no?
Tu punto de vista nunca será objetivo,
pero bien pensado,
¿quién desea vivir para siempre?,
¿quién quiere objetividad cuando lee una novela?
Estación de vikingos
(provista de seguro a todo riesgo):
el tequila también acompaña,
catalizando la apuesta,
en paralelo al verbo.
En este, nuestro próximo exceso,
la nieve
(fantasía)
habrá de crear, finalmente,
radical,
cielos de hierro derretido:
el vendedor de calambres,
por unos pesos,
reparte electricidad.
Capitán Willard
Saigón, mierda:
es Saigón, es jet lag,
y yo no soy muy de Valium,
ni de contar ovejas
(ni de leer a Conrad),
ni estoy por quererme a mano suelta
en pleno Apocalipsis,
así que bajo a comprar a la tienda de lolitas,
al chino de la esquina,
algo nuevo,
algo usado,
algo prestado
y algo azul,
allí elijo a Wo,
sin más nombre
ni amor
ni background
ni apellido,
simplemente Wo,
para, minutos más tarde,
estrellas bajo la lluvia del Sheraton
(eléctricos delirios esponjosos fuertes blandos):
ducha vietnamita,
previous lack of bombeo,
y, tras navegar juntos por el Leviatán,
Sitting Bull por fin he muerto:
voy al dormitorio
a por mi cartera,
le pago y me sirvo
unas estrofas de Johnnie Walker
sobre la solidez cúbica del agua:
Dios está en todas partes.
Caballos en Mönchengladbach
Entre escuchas, y cámaras ocultas,
en una terraza en Alemania, y agentes infiltrados:
en forma de camareros, a las doce y a las tres
—y a las nueve y a las seis—,
de un repartidor,
y de clientes de todo credo:
dos lesbianas, un Bateman y un matrimonio de místicos.
Cuando os dé la orden, en un hipódromo,
y agentes infiltrados:
trata de blancas en la mesa de al lado.
Hago entonces como que apuesto, o planeo apostar,
entre temas de conversación, digamos, de mala calidad:
son preocupaciones que no te llevarías a una isla desierta.
Y nos sirven un par de Martinis —el de las doce—,
y un par de desgracias —la tele—,
y mensajes cruzados: bla bla bla interpoliano.
¡Aún no!, —les ordené—,
y riadas en Australia, y sequías,
y Estados endeudados,
y el resurgir de los fascios,
y ¡Aún no!
Y al tiempo que ¡por fin!, ¡ya era hora!, juegan a los cromos
—pasaportes, vidas: chicas por euros— los de la mesa de al lado,
la Bolsa es roja o es verde, terremotos, tifones, tsunamis,
y unos negros perdiendo una guerra,
y en eso sigo el resto de la tarde,
aunque las catástrofes hagan cola para eliminarnos,
próximos todos a mi ¡ahora!
Y mientras el mundo se cae a pedazos,
dime qué demonios hago yo…
en un día como ese, obligado voyeur…
hablando de caballos en Mönchengladbach.
ǝlddɐ
Es Junio,
carreras de caballos,
anual fiesta de los sombreros,
y bajó del metro en Ascot
un tal Tyson,
Mike,
el Terror del Garden,
(exhibido por Don King),
traje de pingüino
al modo de lo inextranjero,
extraña luciérnaga
sobre fondo blanco noche
(y hoy espectro vagando
tatuado por mi casa),
y lo cierto, señora,
es que,
ya dentro del hipódromo,
Tyson le tocó a Vd. el brazo,
y que,
al tiempo que sonaba señora su iPod,
y éste antes
que sus gritos bajo palio,
y que el consiguiente rugido de la masa
y que el Terror del Garden
contra 1,
contra 100,
contra 1.000,
contra la vida,
contra el resto,
y todos ellos previos
a mi placa de sheriff
—improductivo Dodge a pedales—
y a mi último miedo de verdugo
tras disparar la sien del negro,
esto es,
al tiempo de su mundo burbuja
y de la nostra locura in crescendo,
Isla de la Calavera,
repito, yo lo vi:
sonaba señora también su niño,
sonaba también su iPhone:
Tyson sólo quería avisarla.
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