Relato
El viento es la música clásica de mi abuelo.
Beethoven agita sus dedos en medio del flan
que sale del refrigerador.
La cama de vainilla tiene el gesto de Elise
que nunca he comprendido.
Mi Tita sonríe.
Incesante procuro la casa de mis abuelos.
El desliz entre las cortinas beige
que me trazan
y el sabor de la sopa de arroz con plátano macho
y huevos estrellados
rotos por la curva de la cuchara,
un quebranto de soles en el comedor de madera.
Detrás de la alacena flotan icebergs de azúcar
y maniobras para alcanzar
el abrazo de alguien en polvo,
ficticio
como los días posteriores a lo que existe.
Elise es la amiga imaginaria de mi niñez
y miro su rostro por vez primera
a través de las notas
que repito en mis cogniciones
en días dichosos e indistintos.
Así entiendo las funciones de la quietud.
Relato
Abuelo sabía las palabras
con las que el mundo se describe.
Todos los días sus ojos imitaban el movimiento
del carro de la máquina de escribir.
El sonido.
La presión de los dedos.
El golpeteo de un vocabulario
que siempre llega tarde.
Abuelo decía que hay que leerlo todo;
los libros,
las sinopsis,
los letreros,
los ojos.
Hebras-níveas.
Los puntos.
Las comas,
las pausas latentes.
Los días en que Mahler hacía flotar
las luminosas lágrimas de Tita
hasta el estallido sobre la mesa
que nos rociaba a todos.
La biblioteca de mi abuelo
olía a todas las palabras
de las doce del día.
Relato
Pestaña caída,
epistolar.
Pestaña de los tiempos de caoba,
porcelana
y pequeños detalles dorados.
Pestaña de claro de luna
y retratos en blanco y negro.
Dos bocas de más de setenta se buscan
entre el adobe de un pueblo colorido
y el café con pan
de las ocho de la noche.
Relato
Un día
Tita se cayó
y no quiso caminar nunca más.
Ambulancia.
Gardel.
Las sirenas suspiraron
en la primera nostalgia de la casa.
El gusano-tristeza
se retorcía en nuestros estómagos.
El ánima de lo posible
entre la puerta de madera,
el jardín y la silla de ruedas
que fue vaciando la sala
hasta partir de Acapulco.
Maletas.
El abrazo hondo en el aeropuerto.
El sureste que significó no ver a mis abuelos
por mucho tiempo
ni escuchar al grillo que cantaba
con un sombrero.
Sus rostros transparentes
en los rollos de la cámara.
Mi Tito miraba entre los retratos y óleos
una cama cargada de silencios.
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