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Poemas de Felipe Fernández Sánchez

miércoles 30 de junio de 2021
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El rocío

Se evapora esta mañana el rocío
cubriendo la montaña de una niebla sutil.

Se puede desear el fin último, yacer bajo tierra alimentándola.
Cumplir con el fuego y perderse entre humos.
Cualquiera de ellas parécenos óptima.
Me cuesta más apreciar el ahogamiento clásico.
O volar unos segundos para estamparse sobre el asfalto,
interrumpiendo los tránsitos.
Solicitar de esas medicinas que aceleran el camino.
Dejar que el cielo caiga sobre mi cabeza y dejar a los romanos en paz.

Se cumplen los ciclos de una vida sobre altibajos.
Ya no me siento dominador del mundo,
tomé conciencia de vivir en lo más bajo, como corresponde a ser irrelevante.
Perdidas ya esas ansias de dejar un recuerdo interesante.
Sabemos que mi paso mezclado con el de tantos,
es un pie cambiado, carente de significado.

Ahora me siento fatigado.
Sueño con escribir el verso más triste, mañana,
que me redima, que me convierta en un ser impactante,
de esos de los que se habla, de esos de los que se dice,
que son imprescindibles.

 

Ocurre sin querer

I

Ocurre sin querer y se muestra en cualquier lugar.
Se encuentra en pequeños chigres
acompañándose con bebidas espirituosas,
te asalta de improviso un recuerdo, atrapándote el corazón.
Se acerca la mano al vaso que se apura de un trago,
y ocurre,
ocurre que a veces se nos ve contener una lágrima,
los ves, lo ves.
Pero siempre, siempre,
notas un trémolo en la garganta después de beber,
y arrojas, o devuelves un resto a la tierra,
o al balde que pusieron
para salvar las apariencias,
por mor de los más llorones,
pues ya sabes,
siempre terminan encharcándolo todo.

 

II

Nadie sabe cuándo te alcanza,
y se da mientras trabajas,
o mientras paseas,
no queriendo, esta vez, volver a casa.
Se da, se da de madrugada
en la soledad de un lecho compartido,
en medio de multitudes.
Mujeres, hombres, gentes.
Nadie lo sabe, nadie sabe por qué lloras, nadie.

 

Lloré hoy

I

Es una lágrima dentro de mí que no para de fluir
apíñanse unas tras las otras para hacerse tumulto
en los meus ollos
Ahora vive en mí un llanto dispuesto a discurrir libre
sin pedir permiso,
sin yo querer,
sin necesidad.

 

II

No quiero llorar por no parecer quejumbroso,
en verdad, me da mala imagen el ser tan circunspecto,
lo que se dice un varón que se viste por los pies,
y no como esas féminas de llanto alto y fácil.

 

III

Desgarramiento interno sin motivos.
El llanto de un viejo que ya se me vino encima
cuando más se asemejan los sexos.
Por las arrugas, por los recuerdos,
por el tremolar de las viejas canciones,
por las que se empiezan a descubrir,
los llantos contenidos desde la hombría
todos revisitados en estos mis descuidos.
No brota una, van en manifestación, todas juntas,
son un tropel, el río de los melancólicos,
aguas contaminadas desde el interior.

Y me lo hice yo.

 

Carmín

Una simple historia que ni se reflejará en los medios.
No tiene signos externos visibles ni los tonos cromáticos de las pasiones al uso.

Érase una vez un hombre que tenía trabajo en una empresa de cosmética.
Quien le conocía no le definía como atrevido.
Le prestaba el fútbol y reírse con los amigos,
pero de una cosa hablaba poco y siempre con tópicos: de su mujer.

En casa le gustaba mirarla, incluso a escondidas, y cuando no podía más
se acercaba a abrazarla un segundo.
También practicaban su poquito de sexo y se lo pasaban bien, muy bien,
pero carecían del furor erótico de los filmes à la page.

Érase una vez una mujer, no sé si trabajaba en casa, fuera, o en los dos sitios.
Tenía un poco de fantasía para adornar con gracia los sucesos cotidianos.
Sus amigas preferían los chismes de otras.
En casa se sorprendía a veces cogiéndole de la mano o con un beso a traición,
para disfrutar después de los destellos en sus ojos.

Y llegó la tristeza.
Ella fue al médico al sentir unas ligeras molestias.

Se moría.

Hubo unos días de calladas lágrimas.
Hubo unos días de silencio.

Ella decidió regalarle sus últimos instantes, con cuidado,
con temor de recordar lo que estaba por venir.

Él también.

Fue un pacto no enunciado que los dos cumplían en toda ocasión,
con la determinación de un destino.

Fueron unos días sin apariencias, vivían el uno hacia el otro,
se olvidaron de los demás.
Y se arrepintieron de no haberlo hecho antes.

Algo cambió dentro de él, tomando cuerpo cierta fatalidad.
Tenía acceso a ciertas sustancias que pudo manipular de consuno.
Éstas, en dosis imperceptibles, se acumulan en el organismo
hasta alcanzar el umbral del peligro y entonces, sin dolor,
una muerte sobrevenida.

Le hizo entonces un pintalabios rojo carmín, y le dijo:
me gusta ese color sobre tus labios.
Ella se lo ponía todos los días
que transcurren. Un poco de existencia en la vida de todos.
Él siempre lleva consigo otra barra de labios.

Poco después de pintarse los labios sintió un mareo, un ligero vahído.
Él, solícito, la ayudó a recostarse en la cama.
Fue por un vaso de agua para ella y por su lápiz de labios.
Se recostó a su lado y mordisqueó su rouge hasta sentirse mareado.

Notó cómo el corazón de ella perdía fuerza.
Mordió una última vez y con los ojos muy abiertos, a su lado,
sin dejar de mirarla, fueron apagándose poco a poco, al unísono,
muy juntos, en silencio.

Cuando entró la Muerte, muy quedo, por no molestar.
La Muerte lloró.
Por primera vez.
Lloró.

Felipe Fernández Sánchez
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