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Elegía para los que aún no han muerto

viernes 5 de noviembre de 2021
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Me moriré. Mal trago triste y justo:
Esta es mi humilde fe.
Jorge Guillén, Final
A mi madre.

En un intento de volver a ti                            
pienso torpemente en esa ciudad que conocí
y entonces cierro los ojos para sobrevolarla.
Pero no hay consuelo entre las líneas rectas:
se resquebrajan los viejos campanarios
y la monotonía de ladrillos espera, simplemente.

Procuro entonces inventar otros escorzos
para encontrar un alivio,
aunque por mucho que me esfuerce
te veo en tu soledad, en esa vida
que se te acaba en mitad de una querencia
que no quieres que los días entorpezcan.

Una jaqueca de perpendiculares me impone su tiranía
y veo las sombras de las plazas que ya no están a tu alcance.

Tu cielo se limita a la geometría de la ventana,
a los ángulos de los edificios que cercenan las nubes
y aspiran la luz indiferenciando estaciones.
Los cactus en tu alféizar arañan los vértices amargos
de un paisaje con una tristeza indecible
porque el tuyo es ya un mundo mineral
y ni siquiera podrías describir el último jardín que visitaste.

En casa las baldosas son un humus estéril
sobre el que tus pies trazan a diario
una peregrinación vacía de recompensas,
pero tú las pisas como la más suave de las alfombras.

En el día que pasa nada nuevo se aprende
y, si pudieras recordarlas, las vivencias
pesarían más que las esperanzas.

No me atrevo a decirlo, pero así muerden los días:
cuando menos lo piensas
se hereda una condena que nada consigue rebajar
sino la espera de lo que no tiene carne.

Para volver a ti sólo sé cerrar los ojos y seguir mi vuelo,
urdir pretextos para dejar pasar las horas verticales
y no pensar en ese día en el que las tejas
nada cobijarán sino pasados:
serás entonces una línea quebrada
de trazos desiguales que no se dibujan.

Intento volver a ti para ver mi insignificancia
en medio de una ciudad cuyas voces olvido,
para imaginar tus gestos que los espejos no guardan:
y mientras coso homenajes en el papel mojado
tu voz va dejando un rastro cada vez más tenue
que no me deja posarme en calles sin esquinas.

También temo el regreso
porque las avenidas trazan incómodas palabras
para decir que estás al borde de la muerte.
Inmóvil en tu sillón, dormida, te debates
y te aferras a la vida a tu manera.
Sé que cuando callas sólo anhelas que te dejen tranquila
y si hablas aspiras solamente
a no olvidar el mecanismo de la lengua
chocando contra un paladar que se reseca.
Tu corazón tiene ya una inercia comprensible
y en tu soledad todos piensan que ya nada sientes.
¿Pero quiénes son ellos para negar tus dogmas?

Que vivir sea una lucha no es nuevo;
entre los días sin contornos, tu único aliciente
es decir que a tu amor se lo llevó la muerte
demasiado pronto.
En las memorias que desfallecen
siempre hay un lugar privilegiado
para la ausencia que los otros nos dejan;
la tuya es tan grande
que hasta te atreves a contarla a veces:
pides entonces reunirte con él y lo repites
con una paciencia aprendida que te cansa y te empuja.

No me atrevo a decirlo, en mi vuelo impotente:
¿cómo puedo enfrentarme a un final que se desea?

Y aunque no hay sentido para las cenizas
tu fría compañía será lo más grande y más justo que tú puedas darle.
Pero que nadie le llame a esto ley de vida:
es sólo tu humilde fe para morirte.

Miguel Ángel Real
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