Decir de la niñez que fue preciosa
Decir de la niñez que fue preciosa.
La infancia de esos días diferentes
nos vino dibujada por la lluvia,
por esa fantasía de los charcos.
Y, mezcla de colores y de grises,
los años del franquismo se olvidaron
y fuimos unos niños muy distintos.
Y pudo ser dichosa aquella vida,
tan dulce como el agua del otoño,
tan fresca como el mar en el verano.
La vida en esas costas siempre nuestras…
Solíamos bañarnos en las playas
después de los sanjuanes, si cabía,
buscando lo profundo, sin permiso.
Mirábamos el mar desde los montes,
gozábamos el mar desde los montes,
lugar donde escondernos en los fuertes.
Sabía improvisar el genio nuestro
por esos andurriales mil casetas
con troncos, con cordeles y con clavos.
Y el agua que caía en el asfalto.
El agua que caía en el asfalto
decía de nosotros muchas cosas,
hablaba de nosotros, nos decía
que somos como el agua de la lluvia,
que somos como el viento en cada bosque,
que somos el espíritu del agua.
Y, entonces, nuestros juegos infantiles
se hicieron como el juego de esas aguas
que llegan cuando llegan los otoños.
Decir de la niñez que fue hermosísima.
Decir que la niñez corrió tan rápido
como ese sol que muere en el diciembre,
pidiendo, en el abrazo de la muerte,
minutos solamente para un día
que tiene que apagarse sin remedio,
que tiene que morirse sin remedio.
Decir que la niñez huyó y, de golpe,
no fuimos ya los niños de aquel tiempo,
perdidos en la bruma de ilusiones.
Dichosa la poesía de la lluvia
El brillo de la lluvia en el asfalto
lo dijo ya un octubre diferente,
lo dijo aquel octubre ya perdido.
La fecha de difuntos se acercaba,
venía un tiempo triste cuyo incienso
sabía pronunciar sus paternóster.
Y, a fuerza de callados paternóster,
octubre, sacudiendo las tristezas,
nos dijo que el verano estaba muerto.
Adiós a aquellas tardes en los montes,
adiós al eucalipto y a las fuentes,
adiós a aquellas playas hermosísimas.
Y amábamos las playas hermosísimas,
los bosques de eucaliptos, los caminos
que llevan a las fuentes que se esconden.
Y, así, comenzó el curso, y, con el curso,
murieron nuestros sueños imposibles
de vida en libertad y de aventura.
Las tardes de mochila y walkie-talkie,
los sueños de las viejas cantimploras,
el mar y las toallas en la arena,
podrán decir que somos un recuerdo,
que somos un soñar lo que ya fuimos,
y es todo la esperanza de otro viernes
que se haga seductor con el anuncio
del sábado que llega, que se agita,
gritando, con la noche, su aquelarre.
Y es tiempo de esas tardes en la calle,
las tardes de los viernes, esas tardes
que vuelven a ser libres y nos besan,
nos llenan de esperanzas y de sueños,
de juegos y aventura en explanadas
que saben que un corsario es un corsario.
Después, llegar a casa, y, tras la cena,
los besos a una madre que no vive
y un tiempo con la abuela en la buhardilla.
Y todo se hace dulce con la abuela,
mirando los concursos de la tele,
que no sabe de lluvia en los cristales.
Y hablar de ese fogón y de la casa,
también de la belleza de un cabello
más puro que la nieve de las cumbres.
También hallé el granizo y esa nieve,
sabiendo caminar los años duros,
en los cabellos blancos de mi madre
Y faltan las abuelas y los tíos
y el mundo se hace triste cuando entiendo
que yo, que soy docente, fui chiquillo.
Y siempre eran la voz de la esperanza
los timbres que anunciaban el recreo,
los viernes cuando es tiempo de salida.
Y yo gocé los juegos como nadie,
pues supe disfrutar como chiquillo
las cosas del chiquillo que era entonces.
Y empiezo a descubrirme diferente,
y alcanzo ya a buscar a ese muchacho
que queda en mí, enterrado, en lo más hondo.
La música del viento y de la lluvia,
como una marcha fúnebre que hechiza,
le da alas al espíritu que vuela,
que quiere retomar esos momentos,
que busca la niñez donde los niños
disfrutan una tarde del otoño.
Y quiero ser la tarde del otoño,
perderme en los colores del otoño
y amar esos colores de esta tierra:
Asturias es caediza hasta la costa,
poblada por castaños siempre verdes
que me hablan de pasadas aventuras.
Y quiero ser el musgo en las cortezas,
la espuma de los mares en cantiles
que me hablan de los tiempos más lejanos.
Y entonces dice el aire que me duermo,
me dice cada brisa mi locura
y un brote de silencio me despierta
—quizás no me despierta, me sumerge
tal vez en la ocasión más repentina
de aquel olor a bosque de otras veces.
Un denso olor a bosque me hace dueño
de todo lo que existe en el concejo,
a costa de evocarlo por su nombre.
Y soy un árbol más entre los árboles,
y sueño ser un árbol con el árbol,
y entonces soy mi hermano el eucalipto,
me vuelvo castañar, carballo triste,
palabra desatada con la brisa,
si los colores claros del otoño
le brindan ese brillo a los paisajes
de pardos y dorados en la infancia
que fue la primavera de la vida.
Y acaso sólo soy esa locura
que mueve a los poetas a que escriban
las raras ocurrencias de su mente.
Y, siendo esa locura solamente
—a veces sólo soy esa locura—,
me vienen a la mente pensamientos.
Y hacer un verso triste me libera
de todas las tensiones que me causa
pensar en lo perdido en mil derrotas.
¡Dichosa la poesía de la lluvia!
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