Las gotas de la lluvia son poesía
que canta en las Asturias del otoño
los versos de un verano moribundo.
Y sueño los colores de esos bosques
que enseñan los colores apagados
y vivos, al correr de la mañana.
Y miro, tras los amplios ventanales,
la luz del sol que calla y se retira,
y alcanzo a comprender ese destino.
Escribo estas palabras en mi casa, sentado, sin apuro, convencido de tantas y tan raras reflexiones. Y viene a mí la sombra de la muerte, diciéndome, con versos acabados, que en ella también vive la poesía. Y es cierto: la poesía está en las voces que gimen y pronuncian la palabra, y, a veces, son silencios cadenciosos.
¿Existen los silencios cadenciosos? Mas no es la muerte misma, es solamente la voz de un pensamiento que se acerca. Y existen los silencios cadenciosos en esa reflexión que se me ocurre, que dicta, sin reparos, su discurso: los bosques, con crepúsculos callados, nos hablan de nosotros por las voces de duendes que conocen su destino.
Las gotas de la lluvia son poesía
que canta en las Asturias esos cielos
cuajados con sus negros nubarrones.
Las gotas de la lluvia son belleza
que canta en las Asturias esa magia
que sabe alimentar un sentimiento:
nosotros somos uno con la tierra;
nosotros, como parte de la tierra,
estamos amarrados a la tierra.
Son estas las palabras que he dejado, con calma, en una página callada del diario en el que anoto mis locuras. Son estas las palabras que he dejado, pensando en inspirarme, cuando cuadre, y hacer algún poema sobre el caso. Y en ellas quiero el alma de los bosques, en ellas quiero el alma de las tardes, en ellas quiero el alma de los duendes.
Diréis, al escucharme, que no pienso, que no digo las cosas con coherencia, que escapo a pronunciar palabras serias. Diréis que, en todo caso, me equivoco, y un denso aroma a ayer habla de bosques, de helechos y raposos que se esconden. Yo os digo que los bosques, los milanos, los viejos ratoneros y las lluvias nos oyen, si escribimos poesía.
Las gotas de la lluvia son poesía,
las horas de la lluvia son poesía,
los mágicos caminos del otoño.
Y busco el oro bello de los celtas
en esos arroyuelos pusilánimes
que cantan las tristezas del verano.
Y soy, como los celtas del entonces,
un buscador que pierde, entre el helecho,
las horas por un verso no encontrado.
¿Pensáis que la poesía es tontería, que no nos hablan todos esos versos de un algo trascendente que nos roza? Y hoy miro cada línea y me hago sabio, y alcanzo a ser más sabio en mi discurso si os hablo de los bosques de mi tierra. Y vengo a ser los bosques de mi tierra, y, al fin, me vuelvo bosque, me hago lluvia, cayendo lentamente desde el cielo.
Y llegan esos bosques a la mente, y, entonces, como en días ya lejanos —los tiempos de la infancia, por ejemplo—, me acuerdo de los versos de otro tiempo, de aquel cuaderno lleno de dibujos, de aquella fantasía desbocada. Y soy, como el muchacho del entonces, un verso que se pierde a la deriva, buscando una aventura en vacaciones.
Dejadme disfrutar de este momento poblado por nostalgias impensables de un tiempo que pensé que no era cierto. Dejadme que no falte la belleza en el relato de densas arboledas y eucaliptos que nacen a la vera de un arroyo. Dejadme ser la calma con la calma, beber el agua misma de la lluvia, gozar de las Asturias en que vivo.
Existe quien me dice que es escaso, si acaso, al respirarlo, el aire mismo, pues siempre se nos niega con el tiempo. Yo quiero ser el aire y ser la vida, volando con la vida por los bosques, soñando como un duende entre las frondas. Y entonces, como suele la conciencia, me quieren arrancar de ese disfrute palabras del barroco y de la muerte.
Un duende misterioso me lacera.
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