
Historia del vocablo
El término latino original para traducir era vertere, es decir, girar o volver, luego transformar. Está emparentado con verso y prosa. Su forma arcaica era vortere. Plauto usa este vocablo varias veces para reconocer que ha tomado la obra de comediógrafos griegos y la ha traducido bárbaramente, o sea, al latín. Todavía la emplea Cicerón o Livio.
A partir de entonces parece predominar el verbo transferre (o, en primera persona del presente, tránsfero), que es el derivado de ferre, llevar, mediante el prefijo trans-. El sustantivo parte del participio, que había tomado otra raíz, lat-. El participio latum lo usamos en el latinajo sensu lato, en sentido amplio, en correspondencia con sensu stricto, en sentido preciso o estricto. El sustantivo, decíamos, es pues translatio, que fue el más usado para decir traducción, aunque versio también valía.
Obviamente de estas formas provienen los términos transferencia, traslado o trasladar. Salta a la vista también que el inglés translation es heredero directo de la voz latina.
Traducere es una palabra paralela a transferre. Tanto ducere como ferre quieren decir llevar. El matiz es nimio. Tra(ns)ducere lo empleaba César para decir que había transportado las tropas por un puente al otro lado del Rin, a maltratar un poco a los germanos. Luego traducebat de vuelta a los suyos, desmontaba el puente y se quedaban los bárbaros, cuando menos, contrariados. En el sentido de traducir es más propio del latín tardío de Aulo Gelio, por ejemplo.
En castellano, catalán, italiano, francés, portugués ha sido esta última voz, traducción, la que se ha impuesto, como un cultismo, gracias a Leonardo Bruni —advierte Corominas—, que la introdujo. En español la utiliza Juan de Mena en su Yliada.
La traducción de obras griegas fue una necesidad para los romanos desde el momento en que entraron en contacto con el esplendor helenístico.
Trascendencia cultural de la traducción
La traducción de obras griegas fue una necesidad para los romanos desde el momento en que entraron en contacto con el esplendor helenístico. Livio Andrónico adaptó como pudo la segunda obra de Homero, llamándola Odyssea, y la literatura del Lacio echó a andar. Es gracias a esa necesidad de adopción que en el alfabeto actual contamos con la Y y la Z, letras griegas genuinas, no pasadas por el cedazo etrusco. Luego viene el saqueo indiscriminado de los comediógrafos, como ya se ha dicho, que pasteleaban según la necesidad del mercado: lo llamaban contaminación.
El gran ecléctico que es Cicerón considera un deber adaptar buena parte del vocabulario filosófico, en su labor por exponer la doctrina estoica, académica, peripatética, incluso epicúrea. Lucrecio, que difundía esta última, es uno de los primeros en formular ese consabido complejo del traductor fascinado por la lengua de salida: que la lengua de llegada es pobre e ineficaz. Cicerón intentó rebatirlo y revertirlo con éxito variable.
Las comparaciones son odiosas. Borges, que con alguna frecuencia hacía las veces de anglófilo acaso para épater al latinoamericano y español medios, ha sido uno de los últimos en fustigar a sus colingües con la misma fijación. En un debate de la televisión mexicana (Edoctum, que se ve en YouTube), en 1973, departían sobre la eficacia del español cinco escritores, entre los que destacaban Juan José Arreola y el mismo Borges. Mientras que el mexicano criticaba la Real Academia para ensalzar la riqueza inédita del castellano, el argentino declaraba la aplastante superioridad de las lenguas germánicas gracias, por ejemplo, a la ductilidad y facilidad de los compuestos.
Durante el Medievo la máxima del graecum est, non legitur (es griego, no se lee), con que en los manuscritos se despachaban las citas en esa lengua, revela una ignorancia normalizada. Fueron una revolución las traducciones realizadas en Francia (siglo VIII) por Escoto Eriúgena. Pero, en general, el decaimiento de la cultura latina, desgajada de la griega, fue tan grande que apenas si contamos con los jalones de Casiodoro, Boecio, san Isidoro de Sevilla, Alcuino, como recordaba Menéndez Pidal. Para salir de ese atolladero descolló la llamada escuela de Toledo, que los especialistas convienen en que no existió como tal. Pero sí se reconoce el mecenazgo de los obispos toledanos y la función del escritorio de la catedral como espacio de trabajo. Son dos oleadas de eruditos que traducían del árabe (y a veces del hebreo) fundamentalmente previas traducciones del griego. Era el único modo de recuperar a Platón, entre otros. La primera oleada, del XII, traducía al latín. La segunda, integrada por judíos, dice Américo Castro que prefirió el castellano como lengua de llegada, no sólo porque así lo decidió el monarca interesado, Alfonso el Sabio, sino porque a los hebreos el latín se les hacía una lengua enemiga, la de la iglesia que los perseguía.
Los tipos de traducción, ya desde bien antiguo, son dos: ad verbum y ad sensum, o sea literal o por sentido. San Jerónimo prefirió este último extremo. En esas disquisiciones anduvieron los primeros traductores profesionales de la modernidad, es decir, los humanistas que se habían preocupado por aprender el griego en la misma Constantinopla (ya a punto de caer en manos otomanas, y por ello mismo exprimida y ordeñada por los italianos cuanto era posible), como Guarino da Verona y Francesco Filelfo, o de profesores adecuados, como Leonardo Bruni, Lorenzo Valla, Ficino, etc.
Del griego se pasó al hebreo y al siríaco para poder beber directamente de la Biblia. El cardenal Cisneros quiso poner en varias columnas el texto original y las versiones canónicas, en lo que se llamó la Biblia políglota de Alcalá de Henares. Despertó la emulación de Erasmo, que sacó así su edición de los evangelios, mientras Lutero vertía todas las sagradas escrituras al alemán, considerablemente más alejado del latín que el castellano o el italiano.
Europa se partía en dos. Por un lado, los misioneros españoles en América vendían su palabra santa, como el padre nuestro, también en las lenguas indígenas. Ello favoreció la monumental obra de Bernardino de Sahagún. Por otro lado, los logros del humanismo protestante llegarían a repercutir en la adopción de las culturas orientales, un tiempo más tarde. Son las traducciones inglesas y francesas del árabe, sánscrito, chino o japonés las primeras en penetrar en el continente. Es conocida la versión de Las mil y una noches de Richard Burton.
Las traducciones de la Ilíada a las lenguas modernas reflejan el afán por lograr una versión tan literaria y a la vez tan literal como fuese posible.
La Ilíada como ejemplo para la traductología
Pero detengámonos un momento en el concepto mismo de traducción para ver su versatilidad, valga la redundancia. Para ello podemos tomar el primer hito de la literatura occidental, la Ilíada. La primera traducción fue una adaptación de Silio Itálico o de alguien casi homónimo, que realmente es un resumen (aparente cruce entre re-sumere, retomar, y summa, cantidad definitiva, cuenta). Hacia finales de la Edad Media, Petrarca consigue que un profesor de griego calabrés, Leoncio Pilato, le traduzca en prosa un manuscrito de la Ilíada recién adquirido, el primero en Europa occidental después de centenares de años. Era una versión verbo ad verbum, de acuerdo con la práctica y teoría escolásticas.
Lo importante, sin embargo, son las traducciones a las lenguas modernas, porque reflejan el afán por lograr una versión tan literaria y a la vez tan literal como fuese posible, que además recogiese el espíritu y el sabor del canto homérico, lo cual es un ideal inalcanzable.
Sigue sin editarse —no entiendo por qué— la traducción castellana del posible nieto del gran humanista Nebrija, Juan de Lebrija Cano, que no tiene ni página de Wikipedia. Ya contaba con la censura favorable de Lope de Vega, de 1628, aunque se quedó en el manuscrito. Se atrevió Lebrija en endecasílabos, que no era hexámetro, puesto que tampoco italianos o franceses veían la necesidad de reproducir el metro original. Se aceptaba que en latín sí era posible y hay un buen número de ejemplos publicados entre los siglos XV y XVIII. Pero en nuestras lenguas parecía que la prosa era más que suficiente, como hizo Hobbes para el inglés o Anne Dacier para el francés (siglo XVII). En todo caso se empleaba el endecasílabo, como hizo Alexander Pope para el inglés, en 1715-20, o Ignacio García Malo para el castellano, en 1788.
Pope, García Malo, Menéndez Pelayo y Andrés Bello
La dispar fama de estos dos últimos traductores ilustra sobre la importancia de la sociedad para la que se escribe, de la buena fe de los propios compatriotas y de la licencia poética, concedida desigualmente. La versión de Pope es universalmente admirada como una joya literaria. Se trata, sin embargo, de una paráfrasis, con no pocas perífrasis. Ambos vocablos parten del lexema griego frasis, dicción. El primero usa el prefijo para-, que viene a significar alternativo, contrario o derivado, como paralelo o paramilitar. El otro proviene del griego perì-, un prefijo que significa alrededor, como en perímetro. Ambos son recursos retóricos: paráfrasis es traducción del sentido de un texto, pero con distinta fraseología, mientras que perífrasis es un circunloquio o ampliación.
Pues bien, Pope quiso emplear pareados consonantes y en consecuencia su interpretación es a rienda muy suelta, si bien con apego al hilo argumental y conceptual, así como con un verbo exuberante y hermoso. Homero empieza, traducido del griego literalmente:
La ira canta, diosa, del Pelida Aquiles,
nefasta, que innumerables dolores causó a los aqueos
y arrojó muchas almas fuertes al Hades,
de héroes, y los convirtió en presa para los perros
y todas las aves…
Al pie de la letra, en castellano Pope vendría a decir:
¡La ira del hijo de Peleo, la terrible fuente
de todas las penurias griegas, oh Diosa, canta!
La ira que arrojó al oscuro reino de Plutón
las almas de los poderosos caudillos prematuramente muertos,
cuyos miembros, insepultos sobre la desnuda playa,
despedazaban perros, que los devoraban, y hambrientos buitres.
Ha contextualizado lo que en Homero está aludido. Viene a ser una paráfrasis. Pero también hay perífrasis y amplificaciones. Cuando los enviados de Agamenón se llevan a Briseida del campamento de Aquiles, que ordena a Patroclo que se la dé, la Ilíada dice:
Patroclo obedeció al querido compañero,
y de la tienda sacó a Briseida, de hermosas mejillas,
y se la entregó. Ellos iban de vuelta a las naves de los aqueos.
Ella caminaba con ellos de mala gana.
Pope traduce todo este pasaje atento más que nada al sentimiento de la cautiva, a partir de una sola palabra de Homero, aekōn (de mala gana o reacia):
Entonces Patroclo trajo a la belleza, que no quería;
ella, con suaves sollozos, pensativa,
pasó silenciosa, mientras los heraldos la llevaban de la mano,
y varias veces miró atrás, avanzando lentamente por la orilla.
El apelativo “de hermosas mejillas” es uno de los muchos epítetos formularios de Homero. Los traductores anteriores a los descubrimientos de Milman Parry sobre la oralidad de la épica en los años 30 del XX respetaron progresivamente esa característica (que ya preveían algunos, como Andrés Bello en 1842), pero en el XVIII aún no se calentaban mucho la cabeza y traducían según se les antojaba. Lo mismo ocurre con el nombre de las divinidades, casi todas romanizadas: por Zeus, Júpiter o Jove, etc. Asimismo, hizo Pope.
García Malo confiesa haber cotejado hasta diez versiones, entre las cuales las de Pope y Dacier.
Yo confieso que (quizá por ignorancia) no entiendo el ensañamiento con que se ha tratado en España la primera versión publicada de la Ilíada al castellano que ha habido, y además en verso. García Malo, escritor secundario que algo de griego debía de saber cuando consiguió una plaza en la Real Biblioteca, sometió su gran proyecto en tres tomos a la valoración de uno de los mejores helenistas del siglo, catedrático de griego en los Reales Estudios, Casimiro Flórez Canseco, quien dio su aprobación, excepto algunas salvedades para el segundo volumen, que el traductor aplicó. García Malo además confiesa haber cotejado hasta diez versiones, entre las cuales las de Pope y Dacier. Se acogió su versión con frialdad, incluso burla, y terminaron de darle la puntilla el segundo traductor, Gómez Hermosilla (1831), y Menéndez Pelayo, que se permitió una broma sobre su apellido: “Llevaba en su nombre la sentencia”. ¿Qué había hecho tan mal García Malo? Había usado el común endecasílabo y, para traducir con más precisión, había descartado la rima excepto por el pareado final de estrofa. Hermosilla no se digna mencionarle. Menéndez Pelayo reconoce que es fiel al original, pero tacha su Ilíada de infelicísima, arrastrada, prosaica, insoportable de leer, nefando sacrilegio… La de Hermosilla, en cambio, sí que valía, según el erudito.
Yo he leído entera la de García Malo y me parece, salvo excepciones, justa, tan literal como supo, equilibrada, sencilla, desenvuelta, legible, aunque no puedo asegurar si vertió directamente. En cuanto a la de Hermosilla, que en pleno XIX se desentiende de los epítetos y de los nombres griegos de las divinidades, y emplea igualmente el endecasílabo, creo que tiene indudables méritos, pero dejo que sea el célebre gramático venezolano Andrés Bello (en su crítica de 1842) el que opine, en relación con el pasaje de la despedida de Héctor y Andrómaca (libro VI):
Los diez primeros versos de Hermosilla, si se exceptúan las dos solas palabras fieros y llanto, son una traducción literal, y forma uno de los mejores pasajes de la versión castellana; pero tierno, cariñosa, furibundo, despiadado, numerosos, poderosa, rica, otra vez tierno, etc., etc., son todos epítetos del traductor, algunas veces colocados donde no había ninguno, otras inferiores a los del original, y otras más oportunos.
Adiciones de un lirismo decimonónico que gustaban a Menéndez Pelayo pero que resisten el paso del tiempo mucho peor que la labor insulsa, pero fidedigna, de García Malo.
El afán algo delirante por reproducir bien a Homero ha continuado con el alejandrino francés, el sedicente hexámetro alemán, catalán y castellano, que ha desembocado en la versión de García Calvo, con el escrupuloso respeto por el epíteto formulario, por los compuestos improbables para traducirlo, como velocípedo Aquiles, etc.
La Ilíada y sus mil interpretaciones muestran que la traductología parda e ingeniosa es mejor que la sublimada. Acaso por ello Alfonso Reyes se tomó la sana libertad de hacer de aquélla un buen “traslado” literario y no filológico.
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