El astronauta, de Christina Wood Martinez, traducido al español por Lola Ortiz Vargas
Contenidos

Nacida en 1986 y originaria de San Diego, California, Christina Wood Martinez realizó su Maestría en Bellas Artes en la Universidad de Washington en St. Louis, donde también trabajó como asistente editorial en Dorothy, un proyecto editorial independiente. Ha enseñado escritura creativa y composición en la Universidad de Washington, la Universidad del Sur de Illinois y la Universidad de Georgia, donde actualmente está matriculada como estudiante en un doctorado en Inglés y Escritura Creativa. Es la fundadora y editora de echoverse, una publicación que aparecerá próximamente en la que se tratarán temas sobre el medio ambiente y el cambio climático.
Sus relatos han sido publicados en Granta, Virginia Quarterly Review, Sewanee Review y Literary Review, entre otros. Su historia “The Astronaut” ganó el Premio Shirley Jackson 2018 y recibió una mención como “relato distinguido” en la antología The Best American Short Stories (2019). Los relatos “The Astronaut” y “Beautiful Young Women” fueron las lecturas recomendadas por los editores de The Paris Review.
El astronauta
Traducido al español por Lola Ortiz Vargas
Cuando los astronautas empezaron a caer a la Tierra, Peter no pudo dormir. Nos pasamos la noche mirando la televisión. La cámara alternaba imágenes de la mota negra, situada kilómetros por encima de las afueras de Albany, con otras, muy ampliadas, del astronauta en su traje blanco, suspendido en el aire, con los brazos extendidos y las palmas hacia atrás, como si abrazara el aire detrás de él.
La voz del presentador anunció:
—Ha conseguido lo que ningún hombre había logrado antes. ¿Qué nos dirá sobre la frontera de lo desconocido?
Casi cada día aterrizaba un astronauta en la Tierra. En la televisión los sacaban en sus nuevos puestos de trabajo.
Peter estaba sentado al filo de su butaca y apenas apoyaba el peso en ella. Pensé que así tenía un gran parecido a nuestra perra cuando esperaba en la puerta de casa muy emocionada por salir a pasear.
Un grupo de personas se había reunido en una granja donde habían predicho que el astronauta aterrizaría. Lo esperaban en grupos de a cuatro sosteniendo entre sí una sábana tensada. Caía despacio, como una pluma. La brisa lo desvió un poco hacia el este. Al aproximarse, la multitud lo vitoreó, pero cuando la silueta de su cuerpo y las tiras rojas de las piernas del traje se pudieron ver con más claridad, enmudeció. Fueron cuatro monjas las que lo atraparon con la sábana y lo dejaron caer con cuidado en el suelo. Ellas lo miraron, y Peter y yo también mirábamos, por la televisión, al astronauta tendido boca arriba. La cámara hizo un zum. Todos esperábamos. Al final, el astronauta se movió despacio. Se levantó, inspeccionó los alrededores y se abrió paso entre la multitud que se había dividido en dos. Al andar hacia la carretera, los pies le rebotaban ligeramente contra el suelo.
Casi cada día aterrizaba un astronauta en la Tierra. En la televisión los sacaban en sus nuevos puestos de trabajo. Se convirtieron en administrativos en bancos, maquinistas en fábricas, pintores de letreros y carteros que iban por las carreteras del país rebotando ligeramente con sus bolsas de correo. La gente los homenajeaba, los invitaba a cenas, a concursos de tartas y desfiles. Las marcas de coches y los equipos de fútbol americano de los institutos cambiaron sus mascotas por hombres con casco y traje blanco. Las fiestas de temática astronáutica eran lo más, y las revistas femeninas publicaban recetas de ponches espaciales de lima-limón, crocanti de asteroides y medialunas. En los bailes, las chicas hacían cola para bailar con ellos. Peter y yo estábamos contentos por ver que se integraban en la sociedad.
Mientras veíamos la conferencia de prensa, yo doblaba la ropa. Cinco representantes de los astronautas, todos ellos con trajes idénticos, excepto el del medio, que tenía una insignia de metal en el pecho, estaban sentados frente a un cuadro del sistema solar con nuestra bandera clavada en cada uno de los planetas.
Los periodistas lanzaban preguntas:
—¿Hay vida en otros planetas?
—¿Qué aspecto tiene el infinito?
—¿Huele el espacio?
—Si agotáramos todos los recursos naturales de la Tierra o la destrozáramos, ¿existe algún otro planeta tan próspero como este en el que pudiéramos reubicarnos?
Pero los astronautas no respondían.
—¿Era posible, desde la distancia, ver con mayor perspectiva el lugar que ocupa la Tierra en el universo y la razón por la que estamos aquí?
—¿Están encendidos los micrófonos? —gritó un reportero.
—¿Es que acaso pueden oírnos a través de los cascos?
—¿Se sentían solos allí fuera? —preguntó otro.
El que tenía la insignia de metal asintió.
Peter arrastró la mesita con el televisor hasta el comedor y lo colocó al final de la mesa. Miramos la retrasmisión mientras cenábamos.
—¿Qué tal el día? —pregunté.
— Chist —dijo Peter.
—¿Más pollo? ¿Y judías? —quería fastidiarle—. ¿Te ha llamado Sandra? Y George, ¿puede andar ya?
Peter arrugó la vista. Pude ver la luz del televisor en sus pupilas. Parecía un caballo viejo y delgado masticando heno. Me serví más guisantes y empecé una lista mental con toda la comida que tenía que ir a comprar al día siguiente al pueblo.
Cuando pusieron anuncios, le pegó un bocado al pollo, se recostó y deslizó la mano bajo la cintura de los pantalones, donde yo suponía que tenía un principio de hernia. Vio que le miraba la mano y se arrancó a hablar:
Imagino que un ratón no estaría muy contento si supiera que se ha convertido en alimento para rosas, pero supongo que así es el ciclo de la vida.
—Este George Ziegler es el tarugo más estúpido que conozco. Se torció el tobillo la semana pasada y hoy se ha rebanado la punta del pulgar con una sierra de taladro. Nos ha llamado diciendo cosas sin sentido entre sollozos. Es un peligro para sí mismo. Deberían ponerle una camisa de fuerza.
—¿Le han dado puntos? —pensé en llevarme mi plato, pero lo dejé.
—Dos.
Peter había sido bombero antes de que las rodillas le empezaran a molestar. Los últimos diez años había trabajado en la central respondiendo al teléfono, llevando al día las cuentas, manteniendo el orden. Vivíamos en un pueblo pequeño y bastante esparcido entre los bosques de las colinas. Muchas veces, cuando el médico estaba ocupado, los bomberos hacían de médicos para lesiones leves y el camión hacía las veces de ambulancia.
—Pues no son muchos —dije.
Me chupé el dedo y rasqué una mancha que había en el mantel. No merecía la pena entrar en el tema de si George Ziegler, que tiene una placa de metal en la cabeza y puede que trozos de metralla debajo, debería o no vivir solo. Era una discusión sin fin; Peter estaba empeñado en que lo mejor era dejarlo en paz.
Me sorprendí a mí misma diciendo:
—Hoy he quitado las malas hierbas. En el jardín hay casi más dientes de león que verduras, pero las rosas están floreciendo. He cocinado seis kilos de tomates. Los envasaré esta noche, si tengo fuerzas. Y al bajar al sótano, he visto que una de las ventanas se ha roto. Un ratón ha entrado, creo que por el agujero, y ha caído en la trampa. Pobrecito, lo he enterrado en el campo de rosas. Imagino que un ratón no estaría muy contento si supiera que se ha convertido en alimento para rosas, pero supongo que así es el ciclo de la vida.
—Siempre hay algo que arreglar —dijo Peter.
El telenoticias había vuelto y Peter volvía a masticar. Llevé los platos a la cocina y los lavé. Nuestra casa era un corta y pega de proyectos a medias de Peter: el armarito de la cocina sin puerta, la mosquitera del porche sin acabar, la mesa que hizo mi padre, lijada, pero sin pintar. Dejé los platos secando en el escurridero junto a la pica y el agua goteó entre los azulejos donde había saltado la silicona. Puse la bayeta en el suelo para parar las gotas que caían.
Por la mañana saqué a pasear a la perra. El sol despuntaba y Peter todavía dormía en su habitación, en la planta baja. Él roncaba; yo tenía el sueño ligero. Hacía tantos años que no compartíamos cama, que había perdido la cuenta.
La perra se despertó cuando yo bajaba las escaleras. Se desperezaba despacio. Estaba mayor. Meneó la cola y se contoneó como siempre hacía mientras yo cogía su correa. Agarré su cabeza entre mis manos y le miré los ojos, esa mirada de emoción salvaje tan parecida al terror o, tal vez, al amor incondicional.
Salimos. La hierba estaba mojada y aplastada por el rocío, los árboles estaban moteados con los brotes de las nuevas hojas de primavera y vimos a una mamá pato con seis patitos atravesar el bosque zanqueando hacia el arroyo. Nos paramos en la pradera, solté a la perra y me senté en un tronco. Era nuestra rutina habitual. Ella se alejó y yo me quedé con mis pensamientos.
Como de costumbre, me vino a la mente la cara de mi madre, no como la vi por última vez cuando estaba enferma y muriéndose en nuestro cuarto de invitados porque el tratamiento había dejado de funcionar, sino la imagen de una fotografía de joven. Mi hermana y yo estábamos sentadas en su regazo, nos rodeaba con sus brazos y sonreía, con la boca entreabierta, como si acabara de inhalar el fantástico aire del verano. No recuerdo cuándo se tomó la foto. Yo era muy pequeña e Iris sólo un bebé. Iris… Había recibido una carta suya hacía unos días. Acababa de ser abuela otra vez. Tuvo a sus hijos siendo joven y ahora tenía varios nietos. Incluía una Polaroid del bebé: era una niña.
Pensé en Peter. Una vez, recién casados, encontró un escarabajo en el pan de un sándwich del que ya se había comido la mitad. Era más pequeño que la semilla de una amapola. Se puso rojo, pero siguió y se lo comió todo.
Se me escapó una risita. Muchas veces no estaba segura de por qué pensaba lo que pensaba.
Silbé, pero la perra no me oyó. Grité su nombre. Después de un momento vino corriendo, llena de lodo, sonriendo con su sonrisa perruna.
—Buena chica —dije.
Al volver a casa, cocinaría beicon para ella y Peter entraría de morros en la cocina preguntando dónde estaba el suyo.
Escondido en la hierba había un astronauta, tendido con su traje boca arriba, sin moverse.
Cuando llegamos, me quité el barro de los zapatos. Peter, vestido con su peto, se acercó apresurado, sin respiración.
—¡Ven! ¡Ven! —dijo agitando los brazos.
Suspiré y lo seguí.
Se había puesto a cortar la hierba que había crecido sin control en la parte trasera de la casa. No nos habíamos ocupado de ello desde hacía tiempo; había crecido mucho y se estaba estropeando. Escondido en la hierba había un astronauta, tendido con su traje boca arriba, sin moverse.
—¿Deberíamos llamar a los bomberos? —pregunté.
Peter le tocó con la punta del zapato. Después de un momento, se movió despacio. Lo vimos ponerse en pie. Miró a su alrededor: nuestra casa, la arboleda de olmos que bordeaba el jardín y, entonces, a nosotros. Era alto. Su casco sobresalía casi medio metro por encima de nuestras cabezas.
—¿Caballero, querría pasar? —preguntó Peter.
El astronauta miró hacia la casa y anduvo hacia ella. Sus botas rebotaban sobre la hierba recién cortada.
Preparé té. Él estaba sentado en la mesa de nuestra cocina mirando a través de la ventana. Limpié algunas uvas y las puse sobre la mesa. La perra salía y entraba dubitativa, echaba un vistazo, cambiaba de opinión y volvía al salón con el rabo entre las piernas.
—¡Vaya viaje! —dijo Peter—. Debe de haber tenido buenas vistas. ¿Cómo fue el descenso? ¿Alguna turbulencia?
Le serví una taza, la de porcelana buena, de China, pero no la tomó.
Peter seguía hablando:
—Ha escogido un buen día para aterrizar. No hacía mal tiempo, ni soplaba mucho viento. Otro astronauta se vio en medio de una tormenta en Chesapeake y salió disparado al Atlántico. Por suerte un barco pesquero lo localizó y lo sacó. Dígame: ¿qué ha visto allí arriba? ¿Algún hombre de la Luna?
Su visor oscuro miraba al exterior por la ventana.
Peter le explicó el seguimiento televisivo. A un astronauta lo habían hecho encargado del mes en una fábrica de coches. Otro había encontrado a un perro que se había perdido y rechazó la recompensa. Y otro se había hecho policía y había impedido un atraco a un banco. El banco iba a erigir una estatua en su honor.
—Le encontraremos un trabajo en el que encaje —dijo Peter—. Claro que este es un pueblo pequeño. No hay una oferta muy amplia donde escoger, pero seguro que podemos poner a trabajar un par de manos competentes. ¿Cuáles son sus habilidades?
El astronauta giró la cara hacia la perra que lloriqueó, pero a la vez, movió la cola con esperanza.
Peter se quedó callado. En la silla, el traje del astronauta se tambaleaba aturdido de un lado a otro.
—Estará cansado —dije. Giró el casco hacia mí—. Venga, por qué no descansa un poco.
Se levantó y me siguió hasta la habitación de Peter, que era también la de invitados, donde se acostó por encima de la manta. Cerré la puerta con cuidado y no lo oímos moverse durante el resto del día.
Aquella noche, Peter y yo hablamos entre susurros:
—Por la mañana llamaré al doctor Shiner —dije—. Lleva mucho rato ahí; a lo mejor necesita atención médica.
—Es un astronauta —dijo Peter—. Si necesita ayuda, la pedirá.
—Bueno, aun así, deberíamos decirle a alguien que está aquí.
—Claro —dijo Peter—. En la central no darán crédito: ¡un astronauta en mi propio jardín!
Peter se dio la vuelta hacia mí y, por un momento, pensé que iba a besarme, pero en vez de eso, se ajustó los pantalones del pijama y se puso boca arriba. Él roncó toda la noche y yo estuve en una duermevela con sueños del astronauta flotando entre los anillos de Saturno.
Por la mañana, no vi al astronauta. Me di cuenta de que los platos de la noche anterior estaban limpios y colocados en su sitio. La perra estaba dormida junto a su juguete, parecía que ya había salido a hacer sus necesidades. Al final, Peter lo encontró fuera, en el jardín. Acababa de cortar el césped.
Con las manos en los bolsillos del peto me dijo:
Cada noche, cenábamos juntos, los tres. Nos sentábamos a ver la televisión en el salón, con la cena en bandejas y Peter con la pieza de cerdo o pollo del astronauta en su plato.
—A lo mejor nos podría echar una mano por aquí durante un tiempo.
Durante una temporada, el astronauta estuvo siempre ocupado. Quitaba el polvo y fregaba. Abonó y removió la tierra del jardín; crecían más verduras que dientes de león. Limpió las ventanas, arregló mi campanilla de viento y pintó la puerta principal de un precioso azul claro. Peter llamaba al trabajo y decía que no se encontraba bien:
—¡Vamos, campeón! —le decía.
Juntos acabaron la puerta del armario de la despensa, pintaron la mesa, volvieron a enyesar las encimeras, taparon las goteras del techo y colocaron tejas nuevas.
Era un fantástico cocinero, aunque no preparaba ni comía carne. Hacía pan con masa madre y preparaba las verduras de guarnición mientras yo preparaba el plato principal. Cada noche, cenábamos juntos, los tres. Nos sentábamos a ver la televisión en el salón, con la cena en bandejas y Peter con la pieza de cerdo o pollo del astronauta en su plato.
Ya no quería ver las noticias. Cambiaba de canal si, de repente, aparecía algo relacionado con los astronautas. En vez de eso, veíamos series como Bonanza o Mi bella genio.
Aparte de mi madre cuando estuvo enferma, nunca habíamos compartido la casa con nadie y no teníamos prácticamente familia. Mi padre había muerto en la primera guerra mundial. Yo tenía algunos recuerdos suyos, pero el de Peter se alistó pronto, así que él no los tenía. Su madre murió de un derrame cerebral dos meses después de que nos casáramos. Mi hermana se mudó a los dieciocho, en cuanto se casó. Y aunque nunca supimos si era cosa de Peter o mía —siempre di por hecho que se trataba de mí—, el caso era que no teníamos hijos.
Era agradable tener compañía, y la presencia del astronauta de alguna manera nos daba alegría. Cada noche, con una pelota de béisbol, él y Peter peloteaban un rato en el jardín. A Peter le gustaba entretenerlo con sus batallitas sobre los días en la guerra, y el casco lo seguía por el salón mientras él hacía como que tiraba una granada y gateaba detrás del sillón para demostrarle cómo era la vida en las trincheras.
Algunas veces, cuando veíamos el programa The Tonight Show podía ver cómo el casco se sacudía levemente, como si estuviera riéndose. Le gustaba sentarse en una punta del sofá, así la perra podía colocarse entre nosotros y apoyar la barbilla en su pierna. Le acariciaba la cabeza con el guante y ella lo miraba con aquella mirada salvaje.
—Ha llamado hoy June Daltry para invitarnos a una fiesta —le susurré a Peter cuando estábamos en la cama—. Sé que tú no querrás ir, pero he pensado que, a lo mejor, podría ir yo con el astronauta. ¿No sería una buena forma de romper el hielo?
Peter frunció los labios y siguió leyendo el periódico.
—Y, oye, ¿no crees que deberíamos llevarlo al colegio? A los niños les encantaría. Puedo llamar al director mañana. A lo mejor hay otros astronautas por esta zona, en Dewsbury o Fulton. Debería conocer a otros como él. Lo hemos tenido un poco enjaulado aquí.
Peter se dio la vuelta y se tapó con las mantas hasta la barbilla.
—¿Peter?
Lo oí mascullar:
—No quiere escuchar las estúpidas bromas de Roger, ni comer la insulsa comida de June. Es una mujer un poco tontina que se ríe como una cabra. ¿Y quién querría un montón de niños trepándole a uno encima como si fueran malditos monos en la selva? Qué falta de respeto. A él no le interesan esas cosas.
Me senté al lado del astronauta en el sofá, zurciendo calcetines. Él me sostenía el hilo, girándolo cada vez que necesitaba que soltara más. A él y a Peter se les habían acabado los proyectos y la casa estaba lo más limpia que podía estar.
—¿Te gustaría aprender a coser? —le pregunté.
Asintió con la cabeza.
Se quedó dormido y el casco cayó hacia mi hombro, pero se quedó flotando justo encima.
Traje el costurero. Su ayuda en la casa me había dejado tiempo para empezar una colcha de retales que quería enviar a mi hermana para su nueva nieta.
—Mira, primero enhebras la aguja, así —dije.
Humedecí el hilo con mis labios y la sostuve alto para que pudiera verlo.
—Prueba tú.
Sus guantes eran demasiado gruesos y no podía sujetar la aguja.
Le acaricié el guante:
—Puedes hacerme compañía.
Me vino a la cabeza una canción que mi madre solía cantar; cuando yo era niña, cantábamos todo el tiempo. A veces, cantábamos toda la noche con las luces apagadas, para no gastar, y las noches en que nevaba, nos sentábamos en la alfombra frente a la chimenea. Al rato, se quedó dormido y el casco cayó hacia mi hombro, pero se quedó flotando justo encima. Así se quedó, aunque a mí no me habría importado; de hecho, habría sido agradable, si lo hubiera recostado sobre mí.
Aquella noche soñé con él. Andábamos a través del denso bosque y lo oía respirar pesadamente a través del casco. La perra iba a nuestro lado, olisqueando el camino, y de repente ya no estaba. Él siguió, parecía saber adónde nos dirigíamos y, al cabo de un rato, encontramos una piscina natural alimentada por un arroyo. Había peces plateados aleteando en la superficie, esperando a que cayeran insectos.
Señaló un lugar en la orilla. Allí me senté en el suelo y él se quedó de pie, mirándome. Me vi reflejada en su visor con el pelo alborotado. Pude sentir el agua salpicándome la suela de los zapatos. Se arrodilló y se cogió la muñeca con una mano. Giró el guante y lo sacó. Tenía pelos negros en el reverso de la mano y los nudillos. La descansó en mi muslo y, entonces, deslizó sus dedos hacia arriba y me tocó entre las piernas.
En aquel momento me desperté. La habitación estaba a oscuras, era de noche y Peter roncaba a mi lado. No me moví. Cerré los ojos e intenté volver al sueño. Quería ir un poco más lejos.
Me desperté y le preparé un desayuno especial: huevos, no muy hechos, zumo de naranja recién exprimido y tortitas con plátano y chocolate en la masa.
Cuando entró en la cocina, exclamé:
—¡Sorpresa! Un desayuno especial, para ti.
Canté un verso de Es un muchacho excelente y me senté. Me di cuenta de que estaba sonrojada y sin aliento. Me había hecho un nuevo peinado. Me sentí estúpida. Él se sentó en la mesa, miró su plato, la cara sonriente que le había dibujado con sirope de chocolate en la tortita. Me pasé los dedos por el pelo para deshacerme los rizos.
Daban noticias de astronautas que habían tenido problemas de integración. Uno se había levantado de su puesto como controlador de calidad de arandelas y había desaparecido por completo. Otro había montado una escena en un restaurante. Se había negado a pagar la cuenta y, ya fuera, había derribado una señal con el coche. Y otro había pegado a su vecino, sin razón aparente. El hombre permanecía inconsciente en la cama del hospital.
—Parecía un vecino encantador —dijo la mujer de la víctima atónita en una entrevista en la puerta de su casa, en pantuflas—. Ayudó a Richard a limpiar los desagües tras una tormenta.
Un político dio un discurso alegando que deberíamos ponerlos en cuarentena, examinarlos, asegurarnos de que estaban en su sano juicio y podían vivir entre nosotros. Añadió que debíamos descubrir, de una vez por todas, qué sabían con respecto a los grandes misterios que nos aguardan más allá de nuestra atmósfera.
—Nuestros hijos los llaman héroes —declaraba el político—, pero no nos dicen si hay peligros al acecho allí fuera. Nuestras ciudades los han acogido, pero no sabemos si son traidores, espías que viven entre nosotros. Saber qué han visto es un derecho de cualquier hombre y, aun así, ellos se niegan a contárnoslo. ¿Por qué debemos suponer que son nuestros amigos y no intentan hacernos daño?
No me gustaba que viera esta clase de cosas. Miraba un poco las noticias mientras él paseaba a la perra, pero cuando desayunábamos las quitaba.
Una noche, Peter llegó a casa más tarde lo habitual. Nosotros estábamos cenando, una quiche vegetariana, sentados con las bandejas, mirando un programa sobre un astronauta-detective que resolvía crímenes particularmente misteriosos. Cuando Peter llegó, apagó la televisión. Se plantó frente a nosotros con los brazos en jarras.
—¡Mañana vamos a cazar faisanes! —declaró.
Le expliqué que los faisanes eran pájaros de tierra, pero el muy bobo no dejaba de mirar al cielo.
Cogió uno de los platos de porcelana, los de decoración, con la imagen de un faisán, y se lo enseñó. El astronauta le quitó el polvo y lo devolvió, con cuidado, a su sitio en la vitrina y Peter, que no había cazado en los últimos diez años, se pasó la noche limpiando su rifle y rememorando sus mejores tiros. El astronauta estaba un poco turbado; sin embargo, Peter hizo caso omiso. Preparó sándwiches de jamón y llenó una botella con whisky.
—Buena suerte —le dije a Peter bajo la manta mientras él se vestía con la luz apagada.
—No es cuestión de suerte —respondió.
No volvieron hasta el anochecer. Peter venía cantando con cuatro faisanes colgando de su hombro.
—¡Vaya botín! ¿Tú has disparado a alguno? —pregunté al astronauta.
Estaba de espaldas, con los hombros caídos, buscando platos que lavar.
—No —Peter respondió por él, sin mirarme a los ojos—. Le expliqué que los faisanes eran pájaros de tierra, pero el muy bobo no dejaba de mirar al cielo.
Echó un vistazo al astronauta y me susurró:
—Creo que es el casco, no le deja ver bien.
Había plumas por todo el suelo de la cocina. El astronauta cogió la escoba y las barrió.
Al día siguiente, durmió casi toda la mañana. La puerta de la habitación de invitados estuvo cerrada. No lo oímos moverse dentro.
—A lo mejor está enfermo —susurré a Peter—. Llamaré al doctor Shiner.
—Está bien —afirmó él y cogió las llaves de la camioneta—. Nada anima más a un hombre que trabajar con las manos.
A la hora de comer, llamé con suavidad a la puerta. Dentro no se oía nada. La abrí y lo vi estirado en la cama, boca arriba, tapado de pies a cabeza con la manta y los brazos caídos a los lados. Le traje un bol con sopa de tomate y algunas galletas saladas. Además, le dejé en la mesita de noche un jarrón con las últimas flores de otoño, de color melocotón clarito que desprendían un olor suave.
Había un leve movimiento bajo el traje. Era su pecho, moviéndose arriba y abajo. Lo pude ver respirar. Me pregunté: ¿quién estaría dentro?
Le acaricié el guante para ver si se despertaba. Le toqué la muñeca, donde el guante se conectaba con el brazo del traje. Lo giré, pensando en esa mano, larga, perfecta y delicada con bello negro en sus nudillos.
Peter dio un portazo con la puerta trasera. Se acercó a la habitación de invitados, traía un martillo. Me levanté y puse el dedo sobre mis labios.
—¡Chist! —dije—. Está durmiendo.
Salí y cerré la puerta tras de mí.
—Pero tengo un nuevo proyecto para nosotros —replicó.
—Dejémoslo descansar —le dije.
—Bueno, de todas maneras, parece que va a llover —respondió cabizbajo.
Al día siguiente, el astronauta se quedó en su habitación todo el día. Estuvo lloviznando. Pero a la mañana siguiente, me desperté con el sonido de palazos y martillazos. Él y Peter estaban colocando los pilares para un nuevo cobertizo. Los vi trabajar desde la ventana de la cocina. Por lo que parecía, el antiguo cobertizo, que ya era suficientemente grande, se quedaría en nada al lado del nuevo. Tendría que escucharlos dar martillazos todo un mes.
Para el cumpleaños de Peter, el astronauta había preparado patatas gratinadas con crema de espinacas y galletas.
Había vuelto a soñar con él la noche anterior. Andábamos por un lugar extraño donde los árboles eran lisos, altos como columnas, con mundos en lugar de hojas. El aire estaba calmado, el sol estaba bajo y rojizo en el cielo. Anduvimos durante un tiempo. Él me sostenía la mano y me guiaba; yo estaba emocionada, atontada, aunque no sabía adónde íbamos. Después de un rato, se paró y se giró. El sol rojizo se reflejaba en su visor. Se tocó el casco. Empezó a quitárselo y vi el hoyuelo de su barbilla y sus labios.
En aquel momento, afuera, Peter hacía gestos exagerados, explicaba una historia al astronauta mientras éste aserraba. Le había comprado una herramienta como la suya.
Para el cumpleaños de Peter, el astronauta había preparado patatas gratinadas con crema de espinacas y galletas, y había cocinado un pastel de varios pisos con un glaseado de chocolate. Yo freí los filetes en mantequilla.
Cuando Peter llegó del trabajo, me besó en la mejilla. Me costó esconder mi sorpresa.
—Feliz cumpleaños, cariño —dije.
Abrió sus regalos: un jersey de lana de mi parte y una casita para pájaros del astronauta. La había construido y pintado él mismo. Cuando estábamos cenando, le pregunté a Peter si habían celebrado su cumpleaños con los demás bomberos en el trabajo.
—No me gusta ir por ahí dándomelas de don importante —dijo él—. El teléfono sólo sonó una vez y eso ya es suficiente regalo para mí.
—¿No sería George?
—No, era la señora Dean, que había visto una zarigüeya en la entrada de su garaje a plena luz del día, así que nos llamaba para que le echáramos un vistazo. La hemos encontrado en el arroyo, corriendo arriba y abajo y sacando espuma por la boca. Claramente tenía la rabia. Mike la ha cogido por la cola y le ha dado un golpe en la cabeza. Entonces, hemos visto que había un montón de cachorros entre unas hierbas cercanas. Lo más seguro es que fueran suyos y la estuvieran siguiendo. Los he cogido y metido en un saco. No había mucho que hacer, más que ahogarlos. Parecía que estaban bien, pero probablemente eran demasiado pequeños para sobrevivir por su cuenta.
—¡Qué pena! —dije.
Canté el cumpleaños feliz y nos comimos la tarta, pero el astronauta no tocó su parte. Peter estaba en medio de una historia larga cuando éste se levantó despacio de su silla y salió de la habitación.
—¿Y ahora qué le pasa a este? —preguntó Peter.
Después de recoger, lo fui a buscar y lo encontré de pie en el sótano, mirando por una ventana no más grande que una caja de pan.
—¿Estás bien? —le pregunté y puse mi mano sobre su hombro.
Peter se asomó por las escaleras:
—De morros otra vez, ¿eh?
El astronauta se giró.
—¡Venga ya! ¿Por qué estás de morros? Viniste aquí, eras un extraño para nosotros y te acogimos. Te dimos una habitación y te mantuvimos gratis, sin pedir nada a cambio. No tienes ni idea de cómo están las cosas por ahí. Hay astronautas que se están yendo, poniéndose violentos y no nos dicen ni una palabra de todo el tiempo que han pasado flotando por ahí. ¡La gente está agitada!
—Peter —dije.
—¡No! —se había puesto a gritar—. No puedes morder la mano que te da de comer, ¡no está bien!
Dio un portazo con la puerta del sótano, pero la golpeó con tal fuerza que rebotó en el marco y se volvió a abrir. Las tablas del suelo rechinaron sobre nuestras cabezas.
Por la noche, pensé en ir a verlo, sentarme en el borde de la cama y pedirle perdón por el comportamiento de Peter. Me imaginé que pondría su cabeza en mi hombro y que yo le cantaría para hacerlo sentir mejor. Me imaginé que él pondría sus brazos alrededor de mi cintura y acercaría mi cuerpo al suyo. De puntillas, bajé las escaleras. Pensé que, al menos, debía asegurarme de que dormía.
La habitación de invitados estaba vacía y pude oír la televisión encendida en el salón. Pensé que Peter se la habría dejado antes de subir a la cama, pero allí estaba el astronauta, sentado en el sillón de Peter, con todas las luces apagadas y las noticias puestas. El presentador estaba informando sobre la votación del Congreso respecto a la expulsión de los astronautas.
Un grupo de astronautas, antiguos carteros, profesores sustitutos, reparadores de teléfonos, volvían al espacio, allí de donde habían venido.
Él me miraba y yo podía verme reflejada en su visor: la luz azul de la televisión y yo, en camisón, descalza, sin sujetador y el pelo rizado, una luna rosa en órbita en el espacio. Me pregunté qué pensaría él de mí.
Él asintió. Me lo tomé como un “buenas noches” y volví escaleras arriba, me estiré en mi sitio, al lado de Peter, que balbuceaba en sueños.
Por la mañana no estaba. Peter miró por toda la casa, el jardín y el bosque.
—¿Y si se ha perdido? —preguntó acelerado en la cocina, casi gritando—. ¿Y si alguien se lo ha llevado?
Peter se pasó el día dando martillazos, trabajando frenético en el cobertizo. Cuando cayó la noche, vi por la ventana de la cocina cómo golpeaba el marco hasta que éste cayó al suelo y se partió en pedazos. Me alejé de la ventana y me puse a colocar los platos que el astronauta había limpiado el día anterior.
Peter y yo miramos, por televisión, la lanzadera espacial. Un grupo de astronautas, antiguos carteros, profesores sustitutos, reparadores de teléfonos, volvían al espacio, allí de donde habían venido. Miramos el vídeo en el que se subían a la pasarela de la lanzadera, uno por uno. Había docenas de ellos, con sus trajes blancos y sus cascos rebotando, arriba y abajo. Querían volver. Saludaban al entrar a la lanzadera.
Peter se pegó a la televisión y miró atentamente a cada uno de ellos, pero no había forma de que supiera si él estaba allí o cuál de ellos era. Cuál era nuestro astronauta.
—Estoy muy confundido —dijo Peter.
Hubo una cuenta atrás y la lanzadera cruzó el cielo.
Peter se trasladó a la habitación de invitados sin decir ni una palabra. Me acosté e imaginé que el astronauta, la noche antes de marcharse, había venido a mi habitación y me había despertado con sus manos en mi pecho, tomando mis manos en las suyas. Yo me levantaba y salíamos al jardín, la luna estaba baja y amarilla. Empezábamos a elevarnos, él y yo, dejábamos la tierra atrás e íbamos hacia ese largo y parpadeante manto oscuro. No era un sueño. No pude dormir aquella noche.
También pensé en Peter, roncando en la habitación del astronauta; o a lo mejor también estaba despierto, mirando el techo, con sus ojos buscando, no el lugar de nuestro cuarto en el que yo yacía justo encima suyo, sino más allá; pensando también en las nebulosas y las estrellas, allí donde el astronauta se había marchado. Había sido su culpa. Esperaba que lo supiera.
- El astronauta, de Christina Wood Martinez
Traducido al español por Lola Ortiz Vargas - sábado 30 de mayo de 2020