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El cocodrilo se hizo isla, de Luís Cardoso
(prefacio y traducción de Wilfredo Carrizales)

martes 15 de noviembre de 2022
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Luís Cardoso
La obra de Luís Cardoso (Kailako, Timor Oriental, 1958) ha sido traducida al francés, inglés, italiano, holandés, alemán y sueco.

Prefacio

Luís Cardoso de Noronha es uno de los más importantes escritores timorenses. Nació en Kailako (en 1958), un pueblo del interior de Timor Oriental, cuando esta parte de la isla era colonia de Portugal. Su lugar natal aparece varias veces referenciado en sus novelas. Él es hijo de un enfermero que prestaba servicios en varias localidades de Timor, por lo que conoce y habla varios idiomas timorenses. Cardoso afirma que la lengua portuguesa tiene grandes capacidades para asentarse en el mundo y señala que hay grandes escritores trabajando en esta lengua. Dice: “La lengua portuguesa tiene una dimensión universal, con muchas personas que, a través de esos escritores y de lo que representan, vienen en busca de Portugal. No podemos olvidar que tenemos un Nobel de Literatura. No sólo un premio de Portugal, sino un premio a la lengua portuguesa. Así que compartimos ese premio Nobel”. Agrega: “Yo decía que la lengua portuguesa es un océano que nos une. Por tanto, hablamos la lengua portuguesa de diferentes formas… Lo que hacemos muchas veces es juntar la tradición oral y llevarla a la escritura”. Con su obra O Plantador de Abóboras (El plantador de calabazas), de 2021, se convirtió en el primer escritor timorense en ganar el Premio Literario Océanos. Él vive en Portugal. Su obra ha sido traducida al francés, inglés, italiano, holandés, alemán y sueco.

 

El cocodrilo se hizo isla, de Luís Cardoso

El cocodrilo se hizo isla

Allí, también Timor que el leño envía
Sándalo salutífero y oloroso
Camões

Nunca había llovido tanto de una sola vez en aquellos parajes. Como si el monzón viniese para nunca más regresar. Las aguas subieron, inundaron la tierra, se aproximaron a los cielos donde dejaron semillas de caleic (Entada scandens) germinando trepadoras, amarrando el mar y la tierra al infinito. Fue el tiempo en que todo se juntó. Una bola completamente azul colgada en el firmamento rodando en el tiempo. Los seres se mezclaban y recorrían lugares otrora limitados apenas a algunos. El agua hiciera más de lo que alguna vez los hombres osaran diluyendo las fronteras. No había clasificación consonante en las localidades donde habitaban o de acuerdo con los seres que digerían. Eran todas iguales y celestiales, terrenales y marítimas.

Mas fue lluvia de poca duración. El caos y el desorden aproximaban a los naturales con los sobrenaturales. La época de las lluvias terminó sin haber dado antes una señal de su fin próximo. Repentinamente. El mar se arrastró hacia sus límites. Como una estela líquida que se dobla. El cielo se separó por el soplo del viento en busca de la extensión de los aires. Una trepadora unía la bóveda celestial al ombligo de la tierra resistiendo la separación del espacio único. Por ella trepaban los muertos y descendían los iluminados. Después se partió como el peso de los muertos y por la furia de los iluminados. Volvió todo a quedar con sus fronteras definidas. El cielo, el mar y la tierra separados como antiguamente.

Los cocodrilos antes del diluvio vivían en el mar y en las extensiones de las aguas que entraban por la tierra adentro. Eran los que más se aproximaron a la divinidad. En el fin de la estación de las lluvias, cuando las aguas comenzaron a recular, todos los animales movidos por el instinto de sobrevivencia fueron reculando hacia sus anteriores nichos. Los pequeños cocodrilos, movedizos e inquietos, sintiendo que el mar reculaba, fueron dejando los lugares donde habían hecho incursiones en busca de alimentación más sazonada que no fuese apenas peces, aletas y espinas. Mas aquel viejo cocodrilo que nunca se había aventurado más allá de las pozas de agua, donde esperaba a los incautos transeúntes, se mostraba terco en abandonar aquel lugar retirado donde corrían cabritos, puercos, perros, venados, búfalos y hombres. Los hijos bien intentaron disuadirlo de esa terquedad cuasi divina. Ya no quería más regresar a su medio acuático. Por más que insistiesen diciendo que en breve, con la sequía, moriría de calor y de hambre, pretendía quedarse. Decía ser la naturaleza su mejor aliada que con él fuera siempre benevolente. Más que los de su especie que se devoran entre ellos. Con tal argumento los convenció a irse en buena hora. Era la sabiduría acumulada a lo largo del tiempo. El clan entendió tal actitud como siendo una señal de su senilidad y la resignación al fin próximo. Había un momento único en el tiempo de cada uno para decidir la forma más conveniente y digna de ausentarse. Un gran saurio no se arrastra en el suelo más nunca en el tiempo. Los pequeños lloraron anticipadamente lágrimas de cocodrilo por el fin del progenitor. Como no estaba ningún otro animal presente, eran genuinas las lágrimas lloradas. Se arrastraron hacia el mar y el viejo cocodrilo fue quedando cada vez más distante y abandonado.

El sol reflejó rayos a plomo flagelando la tierra. El viejo cocodrilo sintió la falta de agua. Se sofocaba. Sudaba por toda la piel para refrescar su cuerpo. Perdió la fuerza en las patas y mal aguantaban su tamaño cuando pretendía arrastrarse. Las sacudidas de la cola no daban para asustar las moscas zumbando a su alrededor. Y por fin llegó el hambre. Esa vieja señora que lo atizaba a lanzarse contra todo lo que se movía. Y nada se movía frente a él. Nunca pasó por tan difícil prueba. Lloró con pena propia culpabilizándose por tener ese espíritu caprichoso y pertinaz que no le permitía seguir recomendaciones de los más jóvenes considerándolos como siendo inmaduros y de generación espontánea. Hizo entonces su introspección como forma de atenuar su sufrimiento y tener un fin de un verdadero anciano reptil. Cuando era líder gustaba de exhortar partidas a sus correligionarios dejándolos en los caminos por donde se cruzaban los cazadores de pieles para adornar la vanidad humana. Y como después mataba a los más flacos para entrenar a sus potentes mandíbulas en ejercicio de amedrentamiento y de esta forma reivindicar un territorio donde sólo cabía su estatuto especial. Y como lloraba para ejercer influencia y para llamar la atención de los transeúntes, mostrando ellos piedad por las lágrimas, juzgándolas serían verdaderas y él después los mataba a sangre fría, las veces ardientes para saciar sus apetitos carnales.

Vio entonces, delineándose en el horizonte nublado de sus ojos, bultos de animales que se aproximaban atraídos por el olor de muerte de un viejo tenebroso. En remolino de danza fúnebre y algazara. Eran cabritos, hacían meé, meé, y pasaban por el lado. Eran macacos, saltaban, mostraban los dientes y la lengua y pasaban por el lado. Eran venados, jabalíes y hombres. Por más que lamentase su suerte y jurase comiendo arena caliente, ninguno lo socorrió.

Titi buscaba el país después del descenso de las aguas. En su inocencia, sin saber distinguir lo falso de lo verdadero de las lágrimas, le preguntó si precisaba de ayuda.

—Llévame hasta el mar. ¡Prometo llevarte a tu país! —rogó el cocodrilo con voz de muerto.

Triste con la suerte ajena más que con la propia, se aproximó. Viéndolo casi desfallecido pensó solamente en salvarlo. “La vida de quienquiera que sea debería ser tenida en cuenta para después de sus actos”, pensó. Un pensamiento grande, por demás, para sus pequeñas fuerzas. Había una desproporción entre el peso del coloso moribundo y la potencia de los inexistentes músculos de los brazos de ella. Los ojos del cocodrilo ya no lloraban. Titi fue a buscar las cuerdas de trepadora y las enrolló a lo largo del cuerpo de aquel que reencarnaba el horror sobrenatural. Tiró hacia sí, pero ni un paso adelante. Faltábanle más fuerzas para arrastrar el peso del casi muerto. Fue a pedir ayuda, mas el silencio de los vengadores apenas fue quebrado por la voz irritante del acreditado macaco:

—¡Que muera aquel que tanto mal hizo!

Se asustó ella con la respuesta. Mas no se desanimó. Se acordó de aquel búfalo bravo que amansara para tomarlo a cuenta de ella. Uno cuidaba a la otra. Le pidió para ayudar a poner un viejo moribundo en el mar. Cuando llegaron al lugar el búfalo frunció los ojos, levantó las cejas y dio una cornada en el aire, soltando, de rabia, espumas blancas por la boca. Parecía el mar revuelto.

—¡No, todo menos eso! ¡Él devoró a la mitad de mi familia y también a los de tu país! —gritó irritado. Y con tamaña indignación que su cuerpo parecía multiplicarse en una manada de búfalos prontos a la venganza.

Titi no tuvo otra alternativa sino volver junto al cocodrilo y lamentar su muerte. Preparaba un canto fúnebre para consolar el espíritu del moribundo cuando una luz le iluminó el pensamiento. “Nadie debe morir fuera del lugar donde nació. Donde se nace, debe ser donde se muere”. Fue a buscar a su guardador y argumentando de esa forma fue ayudada. El búfalo sólo se dio tomado por engaño cuando el cocodrilo dentro del agua comenzó a revitalizar sus fuerzas. Al final, la tierra del cocodrilo era el agua y ésta lo hacía renacer. El muerto se volvió vivo. El búfalo estaba enfadado con la niña. Ella lo quiso atraer a su amistad. Después, él, condescendiente, deslizó su acusación hacia el instinto maternal. De ella y del agua. A veces, la maternidad, en su lujuria, generaba la bestialidad.

Él se fue después. Volvió a ser bravo. La única condición que le garantizaba respeto y sobrevivencia.

El cocodrilo viendo la escena de la amistad deshecha quiso recompensar a su salvadora por la pérdida de un amigo prometiendo ser él el verdadero adicto. Decía que la imagen que tenían de él no le garantizaba total provecho. No era tan traicionero como la fama de sus lágrimas.

—Arrójate hacia mi lomo. Te llevo a conocer los mares —dijo el cocodrilo con voz paternal.

Llevada por el encanto de conocer las profundidades de los océanos y para huir al remordimiento por haber traído a su amigo empujado hacia las placas del gran saurio. Anocheció. Y sin la vigilancia de los ojos de los otros animales y a cubierto de la distancia y de la oscuridad de la noche que con ella traía los instintos escondidos de la naturaleza de cada uno, él pretendía comerse a aquella criatura, salada y sazonada por los aires del mar. La ley de la naturaleza predominaba sobre la moral. Está en la naturaleza del cocodrilo devorar su caza. Mas las fuerzas de sus músculos se fueron agotando en la jornada. Sentía que su fin llegaba. No conseguía mover las patas, lo mismo que la cola. Encalló en su destino. Rendido a la evidencia de la muerte quiso la grandiosidad. Sus patas se alargaron y se clavaron bien hondo en los corales. El cuerpo se distendió y las placas ganaron elevación surgiendo florestas, colinas y barrancos, mesetas y planicies. Una voz surgió entonces del vientre donde todavía el cocodrilo casi aterra:

—Soy viejo y voy a morir. Tú eres linda. Serás mujer y cuidarás de mí y de los bosques de árboles de sándalo. En breve llegarán príncipes. Unos en busca de tu belleza y otros del aroma del sándalo salutífero y aromático.

(Cuento extraído de Camões. Revista de Letras e Culturas Lusófonas. Abril-junio de 1998; número I. Lisboa)

El cocodrilo se hizo isla, de Luís Cardoso

Wilfredo Carrizales
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