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Marco Martos, mensajero de la palabra

lunes 25 de enero de 2016
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Marco Martos
Fotografía: José Herrera

Marco Martos es uno de los principales poetas del Perú contemporáneo. Profesor universitario en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y presidente de la Academia Peruana de la Lengua, ha publicado en los últimos años varios libros de poesía que estuvieron postergados por las actividades académicas de Martos y otros que reúnen su obra. El siguiente texto se leyó durante la presentación de Máscaras de Roma, en la ciudad andina de Cusco.

Uno

Siempre es difícil hablar de aquello que nos conmueve, sorprende, emociona o perturba, por eso es que recurrimos a la vieja frase: “No tengo palabras para decir lo que siento”. En eso estaba mientras intentaba iniciar la redacción de este texto cuando Yenine, la mujer que me salva la vida todas las mañanas, me hizo caer en la cuenta de que Marco Martos publicaba su primer libro el mismo año de mi nacimiento; tranquilos, no hablaré de edades ni de nada que nos delate, sino de coincidencias.

Recordé entonces (con este inevitable sentido egocéntrico que caracteriza a la poesía), la presentación de mi primer libro, que llevaba un título extraído de un verso de Javier Heraud. Aquella vez, don Pepe Ruiz Rosas, que me hizo el honor de comentarlo, hacía notar que publicaba mi primer libro a la misma edad en que moría Heraud. Por cosas como esas es que son interesantes e inexplicables las coincidencias. Unos años después, 30 desde la publicación del primer libro de Marco Martos y desde mi nacimiento, tenía el extraño privilegio de ganar la Séptima Bienal de Poesía del Premio Copé, en el que precisamente Marco Martos actuó de jurado. Ahora, veinte años después, me toca el honor de comentar una nueva publicación del maestro. Sabia y antipática la poesía, que nos hace notar cómo pasa el tiempo.

Esta es, pues, una especial y rara relación. Se podría pensar que soy un alumno oficioso del maestro, pero nada más soy un atento lector, un aprendiz impenitente, que tiene la oportunidad de manifestarle su respeto y admiración, sin esperar a cruzar la otra margen, como diría Westphalen. A Marco Martos lo vi de lejos en Arequipa (ya no mencionaré fechas), en un encuentro nacional de escritores en el que yo asistí como chacotero desde las tribunas. Allí coincidimos con Esteban Quiroz, deslenguado, irreverente e inteligente editor; algo vio él en Martos y en mí, no era la poesía sino nuestra forma de vestir, creo, que terminó bautizándome como “Martitos”, algo que más allá de la broma íntimamente alimentaba mi vanidad y mi propósito de parecerme, sí, pero en su fino verso, su sabiduría literaria y su delicado erotismo: “Tal vez robé unos higos / los besos de tu boca”, o este otro sencillo ejemplo: “Nadie la había llamado / y vino a danzar / alrededor de mi fuego”.

 

En estos más de cincuenta años de ejercicio de la poesía Marco Martos no ha cambiado en esencia, sigue siendo un enamorado, un lector inteligente y un artesano paciente.

Dos

Cabellera de Berenice debe ser el libro que mejor representa a Marco Martos, que ya ha sumado más de 22 títulos entre poemarios y antologías, sin contar las traducciones o publicaciones en el extranjero. Entiendo que la fama del libro no solo se debe a la calidad de los poemas que bajo ese título se reúnen, calidad que se venía gestando desde su primera publicación (recordemos que Marco gana los juegos florales de la Universidad de San Marcos y muy joven también el Premio Nacional de Poesía), sino que además refleja la musicalidad y exquisita manera de elaborar su poesía, que parece estar entre el lirismo clásico español y la tradición vanguardista de la poesía peruana de la primera mitad del siglo veinte.

No sé si les puede pasar a ustedes, pero al oír Cabellera de Berenice, al escuchar esas palabras sencillas, suenan como primera lección de piano, como si unas campanas entrechocaran a lo lejos; esa cadena de ees entre eres y elles tiene ritmo propio, vida propia. También me hace evocar la imagen del mar, de mujer frente al mar, de mujer joven frente al mar tranquilo, de mujer joven de cabellera ondulante frente un mar tranquilo y ondulante, es como escuchar a la nostalgia.

Yo accedí, como seguramente muchos de mi generación, a la obra de Marco Martos a través de unos poemas breves publicados en el ya lejano título Imagen de la literatura peruana actual, aquellos tres tomos en los que Julio Ortega reunía, precisamente, a casi toda la literatura nacional de hasta entonces. Pero fue la lectura de su primera antología, Muestra de arte rupestre, que publicó el por entonces Instituto Nacional de Cultura en 1990, lo que me hizo ponerle verdadera atención a esta obra singular.

Entre las virtudes de la obra de Marco Martos hay que señalar la constante calidad de su poesía a través de la sencillez de sus versos. Algunos ejemplos: en Cuaderno de quejas y contentamientos (1969) decía: “Así mismo, con los ojos cerrados y en silencio tenaz, / pueda la muchacha de voz serenísima, / decir la palabra cosa…”; luego, en Carpe diem (1974), escribe: “Y yo no sé qué hacer con tu brazo que al azar / viene a mis manos no sé para qué”; y en Biblioteca del mar (ya en 2012) dice: “Verte solamente un minuto / enciende la llama de mi corazón”. No es fácil ser sencillo y profundo a la vez, con la voz.

 

Tres

Quienes tienen autoridad para hacerlo han hablado bastante, aunque no lo suficiente, de la extensa obra poética de Marco Martos. La mirada crítica, analítica y académica ha sumado muchas páginas, en las que incluso se llega a señalar que Marco es el más destacado poeta de la generación del 60, en la que forman fila desde Antonio Cisneros hasta César Calvo, afirmación que a estas alturas es coherente, objetiva y sensata.

Pero yo me detendré un poco en señalar algunas características de la obra poética de Martos que me llaman la atención. Hay, en todos sus libros, una muestra de erudición y disfrute de la literatura que así como te conmueven sus versos te ilustran o despiertan el interés por abrir otras páginas. ¿Cuántos recuerdan, por ejemplo, al novelista japonés Osamu Dazai? Como él, varios escritores (Vallejo y Kafka incluidos) se han convertido en personajes de las íntimas historias que destilan los poemas de Marco Martos. Me gustan estos versos con que Dante manifiesta su amor a Beatriz: “Con una paloma mensajera / sostenida en el aire por el amor, / te digo que estás en lo que escribo, / todo el tiempo, / aunque no siempre / escriba de ti”.

Así, por las páginas intensas de la poesía salida del espíritu de Marco, desfilan Yasunari Kawabata y Li Po, pero sobre todo desfilan la palabra y la energía con que se dicen los más oscuros sentimientos: “A lo lejos veo la montaña Chu, solitaria. / En su cumbre hay nieves / y en mi corazón de jade, escarcha”, le hace decir a Wang Wei como quien le habla a su amada, pero en realidad es el poeta quien de esta manera encuentra la ruta de desfogue de sus propias palabras y la asume con sana disposición y alta calidad literaria. Esta es una demostración de la responsabilidad con que Marco Martos asume la tradición del lirismo, lo que en buena cuenta es la obligación que tiene y cumple con el lenguaje, como ya lo dijera de mejor manera el recordado maestro Luis Jaime Cisneros cuando le dio la bienvenida en la Academia Peruana de la Lengua. Cisneros añade que cuando Marco asume esta obligación enriquece y perfecciona el lenguaje.

 

“Máscaras de Roma”, de Marco MartosCuatro

Ahora tenemos entre manos, gracias a la editorial Caja Negra, Máscaras de Roma, esta nueva muestra de la capacidad de recrear historia y personajes desde su particular mirada poética. Sin embargo, es también una reafirmación a su propia tradición, representada esta vez en la Ciudad Eterna: “Los que venimos de Roma, seguimos en Roma y perduramos”, dice al final del primer poema.

Y a eso precisamente asistimos al leer este hermoso libro, a la presencia de la tradición, del lenguaje, en voces y actos de todos los personajes romanos que podamos imaginar, de las damas y en los amores entre ellos, y en las victorias y fracasos de los emperadores, los susurros de los conspiradores y las tribulaciones de sus filósofos. Todo esto sin descuidar la palabra, que como vimos desde sus primeros poemas, perduran en esencia y valor: “La ciudad se vuelve más radiante y luminosa / cuando llegas y sonríes en la plaza”, le dice Marco Aurelio a Anna.

Esto demuestra que en estos más de cincuenta años de ejercicio de la poesía Marco Martos no ha cambiado en esencia, sigue siendo un enamorado, un lector inteligente y un artesano paciente: un artesano culto. No diré más de este libro, ustedes habrán de disfrutarlo mientras se internan en el corazón del poeta a través de los discursos y vicisitudes de aquellos romanos, ahora tan presentes como el corazón abierto de nuestro poeta.

 

Epílogo

Todos sabemos del carácter simbólico de la poesía, que las palabras hay que decirlas, imaginarlas y decir las adecuadas, como quien elige el color preciso de la hebra que necesita para completar el tejido. En nuestros pueblos hemos encontrado cómo decir, simbólicamente, que la palabra viaja, llega, llevando y trayendo la noticia que queremos escuchar o nos da miedo oír. Marco Martos ha salido de su Piura caliente con su palabra juvenil y nos ha transportado a otros mundos con su verso, nos ha contado historias de otros tiempos, nos ha dicho de sus enamoramientos y de los amores de otros poetas, es un mensajero sabio y tierno. Nos ha hablado, por ejemplo, como ahora de Roma, de la cultura japonesa, donde consideraban a la libélula un emblema de victoria que figura en la poesía y en las canciones de cuna. De donde yo vengo, del altipampa desolado del sur, también creemos en los mensajeros, en los que saben usar la palabra para decir lo que queremos escuchar. Por las tardes, cuando en el jardín se asoma la libélula para indagar por algunas flores y aletea con desesperación para llamar la atención, sabemos nosotros que hay noticias de lejos. Nuestros antepasados han sabido respetarla y han plasmado en textiles y cerámicas sus cuatro alas transparentes y delgado cuerpo. Me pregunto con un verso del propio Marco: “¿Cómo puedo sumar belleza a este instante tan grato?”, al encuentro entre viajeros en esta ciudad de piedra, tan eterna como Roma, que se hace llamar el centro del mundo, si no es con una sencilla muestra de un artesano cusqueño: una libélula, símbolo de que llegarán siempre buenos mensajes, bellas palabras.

Alfredo Herrera Flores
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