No
es la literatura un mercado de ganancias atractivas. Vender libros no brinda
las satisfacciones económicas de, digamos, vender sistemas informáticos o
comida rápida. Hasta la Viagra, que tiene un mercado muy específico, produce
más ganancias que los libros.
Descubrirlo no es tampoco un suceso agradable. Suele ser desalentador para
ese escritor bisoño que un día invirtió todos sus ahorros en imprimir
quinientos ejemplares de un hijo de papel que luego se convierte en vergonzoso
huésped de los rincones de su casa, tras intentar en vano atraer lectores en
inútiles librerías que siempre venden los mismos títulos boom o best-sellers.
Ese escritor aprenderá algún día que la calidad literaria no es una
garantía para lograr que un libro se venda. Claro que si se tiene la buena
pluma de Gabriel García Márquez o de Umberto Eco es factible que el panorama
cambie. Pero, seamos honestos: ¿cuántos de nosotros llegaremos algún día a
disparar tales calibres?
Cuando se superpone la agreste selva tropical que es la literatura
contemporánea, tan fértil en propuestas y tendencias, sobre las áridas
extensiones numéricas de las realidades económicas, se obtiene un territorio
hostil pleno de obstáculos y rodeado de inabarcables fronteras. Inclusive
para muchos de los autores que suelen aparecer en las secciones de crítica en
los diarios, la supervivencia depende de un oficio alterno.
Diversos factores incidieron para que en la última década las
corporaciones viraran hacia el libro electrónico, quizás el más colosal
experimento en pos de hacer de la literatura una hipermercancía. Los años
postreros del siglo XX marcaron el éxito meteórico de la librería digital
Amazon.com y ésta, a su vez, era el resultado de la evolución del comercio
electrónico —y el motor que impulsó nuevos pasos de esa evolución.
Paralelamente, Adobe produjo su software Acrobat y su hijastro Acrobat Reader,
que permitió la integración de textos e imágenes con independencia del
ordenador en el que fueron creados.
A partir de allí, Rocket y otras compañías crearon programas que
intentaban humanizar la experiencia de leer en pantalla, hasta que Microsoft,
como es su costumbre, proclamó la estandarización de todo el conocimiento en
el área con su formato de libro electrónico patente en el software Microsoft
Reader.
Algo, sin embargo, no estaba funcionando correctamente. Salvo publicaciones
que por su talante informativo representaban la nutrición intelectual de sus
usuarios, y algún que otro best-seller de poca monta como la novela Riding
the bullets, de Stephen King, el libro electrónico nunca despegó como se
esperaba.
La Feria de Fráncfort de este año es el escenario en el que los grandes
del negocio se reconcilian con la realidad. Barnes & Nobles ya había
anunciado unas semanas antes que abandonaría el mercado del e-book
pues las ventas resultaron decepcionantes. En Fráncfort hablaron Arnoud de
Kemp, de Springer, y Helen Fraser, de Penguin: el libro electrónico ha sido
un fiasco. Pocas veces descubrir el agua tibia ha sido tan costoso como en
esta ocasión.
No dudamos que estos señores del dinero ya saben cuál es la causa y que
se enfocarán —o esperarán a que se enfoquen quienes desarrollarán la
tecnología—, más temprano que tarde, en resolver el problema. La causa es
la plataforma. Mientras la plataforma sean estos aparatosos juguetes de
escritorio —uno de los cuales usa usted para leer este editorial— o sus
émulos de mano, que no por portátiles permiten una experiencia de lectura
más transparente, los libros electrónicos seguirán siendo, como los
calificó con frustración uno de estos editores, los parientes pobres del
mercado editorial.
Jorge
Gómez Jiménez
Editor
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Ver en la muerte el sueño, en el ocaso Un triste oro, tal es la poesía Que es inmortal y pobre. La poesía Vuelve como la aurora y el ocaso. Jorge Luis Borges, Arte poética.
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