Quiero ver a qué sabe tu olvido
J.A.J.
Cuando el bar cerró sus puertas Paco regresó por el mismo camino largo,
solo y ondulante. De algún modo que habrán propiciado los dioses de cruentos
juegos llegó a su casa; de algún modo abrió la puerta, de algún modo la
cerró, de algún modo que jamás recordaría cayó pesado y vertiginoso y de
algún modo y en alguna parte de su embriagada existencia destejió y tejió
con hilachas del olvido el sueño del ratón peludo que se esconde y aparece;
marrón de pelito largo que arrastra mugre del piso y clava sus ojos achinados
y rojizos con sus manitas de puñal.
Del larguísimo sueño de cabeza voltereta, el sol lo amanece sentado y
tardío en la mesa de la sala bebiendo café. Quizá, la calle entonara el
cántico urgido de otra caminata ahora imposible. El calor pegajoso hace
muecas de vapores sobre el asfalto, y a través de la ventana, Paco, sin ton
ni son mira o se deja mirar por la calle violenta de verano y se echa hacia
atrás para beber más y más y más café.
A medida que regresa con incierta lentitud de la maraña viscosa de
recuerdos, el ratón peludo irrumpe límpido en las imágenes y Paco abre los
ojos todo lo que puede y luego los cierra y luego los vuelve a abrir, pero el
ratón desaparece de inmediato.
Si el ratón se transforma mañero y caluroso en una fugaz presencia
inquietante, la amnesia no lo es menos.
Paco hilaba. O trataba. Hilitos. Hilachas. Nada.
Nada me han enseñado los años,
siempre caigo en los mismos errores,
otra vez a brindar con extraños
y a llorar por los mismos dolores...
Hurguetea en el recuerdo, pero el recuerdo canta.
Paco, Paco, ¿qué piensas hacer?
Paco no piensa.
El teléfono suena en la lejanía del living, una y otra vez. El
contestador responde con voces de cacerolas. Qué lejos está el mundo. El
mundo de Paco aún no da con sus formas, perezoso y arratonado, se retuerce en
silencio a su alrededor.
Pero la cinta avanza y deja oír su primer bip (y aún faltan dos más para
que el mensaje pueda escucharse)
El café se ha agotado.
En el jarro blanco apenas una gotas tibias y últimas.
No son bebibles, Paco, ni siquiera podrás capturarlas con esa cuchara, no
es yogurt. Si quieres más, prepáralo.
Paco insiste con la cuchara y raspa hasta el chirrido el fondo del jarro.
Pero si el living queda lejos, la cocina supone una caminata misteriosa y
agobiante.
¿Por qué alguien tan necesitado de capturar recuerdos o señales como
Paco —que pretende saciar su sed chupándose la cuchara con una estallada
burbuja de café— se resiste, corpórea e inercialmente, a recorrer la
cocina?
Las cocinas esconden y conservan las marcas de los hechos, se puede
reconstruir una vida entera si tomamos con franca seriedad a las cocinas. Las
cocinas son un diario íntimo y secreto. Un muestrario inequívoco de todos
los sucesos cotidianos.
El café bebido lleva días en esa jarra de vidrio descansada con negro
café hasta la mitad; tan pegadita al furioso sol que aún entra por la
ventana.
Lo mismo que el jarro blanco.
En la quietud impuesta del mediodía, en la imposibilidad de recuperar la
agilidad de sus movimientos, en la dimensión involuntaria del mareo y del
cuerpo aplastado y tomado por una ley caprichosa de gravedad incesante, Paco
ve al ratón peludo deslizarse veloz entre sus piernas.
Las rodillas golpearon secas contra la mesa
la mesa se alzó breve en el aire
el aire mostró la jarra y el jarro
el jarro cayó primero
la jarra cayó después.
Vidrios y moretones y Paco y un ratón, peludo, que acecha. Que acecha y
desaparece y como desaparece, acecha. La taquicardia no se hace esperar, es
como miedo, sí, miedo, Paco siente miedo porque no se puede andar por la vida
sin recuerdos, aunque sólo se esté sentadito en una simple silla en el medio
del comedor. Ese ratón no existe afirma para sí mientras irrumpen fragmentos
del sueño; repentina la imagen, aunque difusa:
Paco está con alguien, en la oscuridad, ¿quién es? Sólo ve la forma de
un cuerpo, quizá de espaldas, ¿quién? Las piernas, no, una pierna, el
perfil de una pierna sobre la otra pierna, la forma imprecisa sobre las
baldosas de un cuarto oscuro, de luz amarronada. Paco se acerca pero en los
anaqueles oscuros sobre la oscura pared, el ratón mira y mueve el bigote.
Ese ratón se ha escapado de mi sueño.
Ahora se escucha el segundo bip y de repente el tercero.
Con dificultad se levantó de la silla y con más dificultad esquivó los
vidrios del piso que pisó descalzo.
La voz gritaba a la distancia:
"Paco, Paco, ¡llámame, viejo! Rodríguez te va a encontrar,
viejo...".
El mensaje termina. Todo se vuelve silencio y la distancia imposible.
Rodríguez...
Entonces, Paco, presa de la náusea, alcanza el baño, furtiva la imagen en
el espejo al abrir la canilla que todo salpica y resbalan sus manos del
lavatorio cayendo sentado sobre el inodoro.
¿Cómo sostener erguida la cabeza? Es que esta cabeza, la de Paco, vuelve
a caerse con la inercia de aquello que se desploma desde miles de metros de
altura. Es que la cabeza de Paco es una avalancha, toneladas de nieve blanca
desmoronándose indiferentes en la blanca ladera del blanco baño.
Sucede que todo se está desmoronando en este preciso instante. En este
preciso instante por el caño se va la cara infeliz de Rodríguez, un remolino
de agua la chupa, la succiona y se la traga: cara de boca abierta se ahoga y
Paco desmoronado se aplasta la frente contra la base del inodoro y el rollo de
papel higiénico —falso soporte que la mano buscó para frenar la caída
virulenta— salta de su resorte y ha comenzado a rodar vertiginoso y lejano
por el piso y ahora es un verdadero problema recuperarlo.
¿Cómo llegó hasta allí? Es que ¡Paco! ¿Por qué no has cerrado la
puerta del baño? ¡Mira como rueda ese rollito higiénico!, y va directo
hacia la cocina...
Las cocinas son un misterio; quizá toda esta casa, la de Paco, tenga en
sus pisos un desnivel sutil e imperceptible que permita que todo y todo ruede
hacia la cocina.
Como aquel día que se inundó el baño: el pasillo se convirtió en un
cauce perfecto que conectaba el baño —como fuente, como glaciar proveedor
de agua— con el lago de la cocina. El resto de la casa sólo olía a
humedad. Las canillas del baño vertían su infatigable caudal al mundo y el
mundo recibía el fluido de manera ordenada respetando recodos como si un
camino prolijo aceptara recorrer. La casa de Paco había quedado dividida por
el río del pasillo. En la margen derecha la habitación y el escritorio, en
su margen izquierda el living y la sala del comedor. Aquel día Paco abrió la
puerta de su casa y vio, y cuando vio decidió no ver y cerrar la puerta e
irse. Pero al llegar al umbral que separaba su casa de la vía pública
volvió hasta la puerta de entrada, la abrió y se quedó expectante y
desconcertado tratando de buscar en su cabezota alguna idea feliz para
concretar la proeza necesaria y solucionar el asunto. Idea que jamás halló.
A cambio, él resolvió a su modo con los últimos trescientos dólares —en
billetes de veinte. Y luego se quedó seco, y luego se mojó con agua
prestada.
Esto significa que Paco siempre vuelve, porque siempre cree que puede
resolver las cosas a su modo. De manera que ahora ha vuelto al baño para
dejar ir por el caño la infeliz cara de Rodríguez, pues a los problemas hay
que sacárselos de encima para que el agua no llegue al cuello.
(No entraremos en los detalles puntuales de las deudas que debe pagar si
acaso piensa seguir con vida).
No obstante, ahora la problemática es el rollo de papel higiénico. Cuando
la vida se detiene frente a un problema, la magnitud del contenido del
problema es indistinta. La magnitud es proporcional al impacto y a la
desesperanza del instante.
Mucho antes de poder levantarse, Paco golpea o es golpeado por el lavatorio
enlozado donde hubiera querido lavar su rostro, Paco sin rostro o con olvidado
rostro golpeado da de narices en el suelo y el ratón vuelve a acechar.
Allí está sentadito como un gato, serio y nunca fruncido, de cola fina
desplomada sobre la cerámica del piso, entre la nariz y los ojos de Paco, muy
sentado el ratoncito mueve manitas, mueve manitas, mueve manitas y ahora tira
un mordiscón. ¿O le quiere dar un beso?
Antes que el bar cerrara sus puertas, antes de caminar largo solo y
ondulante, antes que los dioses de cruentos juegos propiciaran el retorno y el
olvido, Paco le murmuraba a una camarera que no había pagado su cuenta.
La camarera se llama Marta.
Antes de la confesión, Marta le había ratoneado unos secretitos picantes
en el lóbulo de la oreja y todo el conducto orejil se estremeció de
cosquillas y suplicó más palabras que Marta Martita ofreció sin demora y
que bañaron sus pequeños cauces felices como agua que corre decidida por un
tobogán.
Y la música gozó sin premura las primeras notas.
Y Paco no se resiste y deja, se deja embeber por el monocorde recuerdo
involuntario de la letra, que bajito e interno cantaba
Tómate esta botella conmigo
en el último trago me dejas
esperamos que no haya testigos
por si acaso te diera vergüenza
Antes de la confesión murmurada, y mucho antes de los secretitos picantes,
Marta y Paco, enredados en un ritual habían bajado las escaleras secretas del
bar y en el silencio de los escalones oscuros sellaron sus cuerpos con demora
y con apuro entre parcos cajones de botellas olvidadas.
Entonces Paco, festejado de alcohol, y como único testigo del maravilloso
orgasmo que Marta ofrecía, le dijo: Lo he matado, mi amor.
Parece que Paco despierta, dolorido y de trasero mojado.
Paco, Paco, ya sabes dónde está el rollito higiénico.
Pero se niega a ir. Paco le teme a la cocina y no lo sabe o lo ha olvidado.
Otra vez desde la lejanía de la casa el grito de la voz amiga:
"¡Paco! ¡Paco! ¡Rodríguez ha desaparecido! ¡Paco! Viejo,
llámame, el tipo te va a encontrar... viejo, ¿dónde estás?".
¡Pero si te ha mordido! Pero, ¿cómo te dejas morder la nariz? ¡Paco!
Paco aterrado manotea, manotea, y le alcanza la cola y a puro reflejo Paco
cierra la mano y en su mano entonces se desespera un ratón, que intenta la
huida, que intenta y que intenta hasta que se detiene y quieto tan quieto da
la vuelta y mira acechante a su agresor para abrir sus fauces de ratón
hambriento y enojado: Ase-si-no, vocaliza con su silenciosa voz ratonil.
Paco lo suelta y el ratón se desliza veloz a la cocina.
Pic tiquipic tiqui pic y desapareció.
Ay, Paco, parece que ese ratón sabe más de la cuenta.
Paco intenta levantarse. Se apoya sobre sus manos y Atlas levanta el mundo,
cómo pesa, ay que se le va para un costado... ay que se le va para el otro...
Ahora el mundo se sostiene de un picaporte, el picaporte cruje y la puerta se
entorna y la puerta se abre y la puerta se cierra y la puerta se abre y lo
deja ir. Pasillo, pantalón a la rodilla, pasitos cortos, contra la pared,
rebote, contra la pared, rebote, contra el espejo y ¡trece años de mala
suerte!
Es curiosa la ley de gravedad. Pero más curioso es el espejo, el espejo
que cae y rompe en mil espejos, hijos rotos procreados por un golpe, hijos
rebeldes, indolentes, malicia de rombos y trapecios, de realidades múltiples
y astillas que destellan en la tarde la geométrica complicidad de lo que
existía y a la vista no estaba.
Ha caído la noche, se ha hecho trizas, con despecho las estrellas acuden y
laten quejosas a través de la ventana. La casa de Paco a oscuras, oscura la
casa y la silueta imprecisa de un oscuro bulto en la cocina. Paco lo ve. Y la
noche ha caído, pero Paco no se atreve a encender la luz.
De espaldas había quedado, por siempre quieto, envuelto en la mortaja
última del último rayo de luna. De espaldas a la cocina Paco, y a la vez
enfrentado, porque una cocina de trapecio le muestra un pie que no es el suyo
y que yace desplomado sobre la baldosa oscura.
Paco, Paco, ¿qué has hecho?
Sobre el trapecio aún se adivina la forma inmóvil, la forma imprecisa, la
última forma que tuvo el recuerdo antes de ser el sueño de una vigilia
imperfecta en una cocina olvidada.
Como tironeado por ese desnivel que allí muere, Paco Paquito se arrastra
hacia el living y por el living entre vidrios de una jarra y un jarro de café
mohoso bebido se acerca a la puerta para poder abrirla, para poder cerrarla,
para poder irse.
Pero es probable que cuando Paco llegue al umbral que separa su casa de la
vía pública, se vuelva hasta la puerta de entrada, la abra, y expectante y
desconcertado busque en su cabezota alguna otra idea feliz, que le permita
creer que a su modo puede resolver las cosas.
Antes, y bien antes que el bar cerrara sus puertas, antes y mucho antes de
que Marta Martita bañara con agua picante el lobulito de Paco, antes de bajar
las secretas escaleras de aquel bar de madera y ron, antes y antes de
confesarse asesino y amante, antes, cuando el bar aún era un lejano refugio
impensado, Paco comprendió que no podría pagar su cuenta. Y lo supo anoche,
cuando Rodríguez golpeó la puerta de su casa y decidido a cobrarse le dijo:
—Cocinemos esto, rata de mierda.