Morir para
vivir
Los muros del silencio,
los que atesoraban feneceres,
al fin cedieron al sentirse horadados
por lágrimas intermitentes de agonías.
La muerte me ha tendido su gentil
mano que he sentido casi amiga, casi dulce.
Se disipó la niebla que cercaba la dignidad
humana, la que apresaba la libre voluntad.
Los vértices se han desvaído,
dejando de ser cárceles de murmullos
diástole-sístole, para permitir sonrisas prósperas
en las esencias laceradas.
El luto puede desnudarse
de su permanente vestido negro,
cuando se tiene que morir
para vivir... y cual ágil colibrí,
hender los aires que claman afonías libres.
Sin piedad
La niña se pierde entre matorrales
de ausencias, sin encontrar el camino.
La niña llora perlas de inocencias
extraviadas por senderos que alguna vez
refulgieron entre aleteos de colibríes.
La niña perdió las amapolas que ornaban
silvestres y lozanas su sonrisa perenne.
Ahora se esconde detrás de máscaras
de oropel y negros carmesí.
La niña ya no canta contra-altos eternos
de albas nacientes y matices de arrebol.
Su voz ha desgajado notas de réquiem
en su transparencia triste y azul.
La niña ya no es niña: de su tez
no brotará la promesa de mujer.
Le robaron la existencia cuando vomitaron
mordientes de plomo en su ternura fresca.
Amor reconciliado
Hasta sublimar los sentimientos,
dejándolos transcritos en
la eternidad. Destilaremos luces
de luna, logrando obtener néctar.
Juntas las manos para soñar,
desterrando desencuentros a media luz.
Anda... soplemos fuerte para alejar
los duendes del desabrigo.
Limpiemos los barbechos de nuestras
vidas yuxtapuestas al dolor,
para ampararnos bajo la sombra
de nuevos páramos azules, sin mácula.
Ven, caminemos por los acirates
de nuestro nuevo jardín,
—que está sembrado de luciérnagas.