Más
que "realismo" y más que magia, hipnos vocabular,
Pedro Páramo
es un correlato de
Bajo el bosque lácteo, "comedia para voces"
(guión radiofónico) de Dylan Thomas, estrenada el día 3 de mayo de 1953, en
la Universidad de Harvard, y vuelta a presentar el sábado 24 de octubre de ese
mismo año en el Brinnin’s Poetry Centre de Nueva York, ante unas mil
personas, a la que siguió una sesión dominical con igual número de
asistentes. El poeta galés fallece a fines del 53.
Pedro Páramo es del 55.
Es decir, Páramo no es absolutamente original. Pero es el gran libro
sobre el purgatorio americano.
Hay en él frases maravillosas, y toda la mitología latina, que no está de
ese modo en Thomas, que es católico alucinado en gracia, como Rulfo es
descreído, pero ambas obras tratan el mismo tema: los fantasmas que hablan, los
muertos que nos confiesan sus desdichas y sus remedos. Leerlos es purgar todo
nuestro dolor y llenarnos de melancolía. En los dos hay ratos de humor, uno se
ríe, deja la vida volar, y entra en el juego de que morir no es tan malo. Uno
ajusta sus cuentas, sus ruegos o rosarios y razones, y medita.
Grande sin duda Rulfo, original en sus fraseos. Pionero Thomas.
Un contrapunto delicioso, al menos una conclusión feliz de la graciosa
melancolía de la muerte. "Yo soy el muerto", dice el personaje de
Rulfo. Todos están en sus tumbas, desde allí nos hablan. Tal vez la lección
edificante es reconocer que sea como fuese estamos vivos, y que podemos
asomarnos a la muerte sin tanto dolor, a pesar de su desolación. En Thomas el
mundo creado se halla feliz, mientras que en Rulfo, en cambio, éste es más
vernacular y nuestro. Ambos del mundo, hermanos del mismo verbo.
Rulfo tiene la atmósfera de las residencias nerudianas en Pedro Páramo.
Su amistad con el vate chileno dejó huellas en él, profundas.
Todo es sueño. Ánimas, calor sofocante, aridez. Las almas en pena. Se
escuchan sus voces, sus murmullos, son ecos de la vida que se fue y no hay
redención alguna. Somos tierra y "estamos mucho tiempo enterrados",
dice Rulfo.
En Bajo el bosque lácteo, tal como su adjetivación lo indica, se
trata de un mundo agustiniano: todo es blanco, "silencioso", fino,
quedo, pabilar, salado, nevado, mas los personajes están al otro lado de la
realidad, en pseudo paraíso. Está la calle Coronación y hay un cura poeta y
predicador que sale a anunciar la Mañana llena de sol. Los personajes están
muertos, pero están enloquecidos de amor, "¡Oh, mis queridos
muertos!", Rocío amoroso, toda la relación almada de Agustín. El mundo
de Pedro Páramo, vacío, lleno de angustia, de perdición, de
enfrentamiento latino, de perversión o canallesco, pero a su vez, donde los
abusos y el mal vivir, la picardía latina, traen grandes dolores ancestrales.
("Estamos mucho tiempo enterrados"). No hay redención, sino purga,
dolor, vagar, ecos vacíos, que sueñan (se reitera sobremanera esta condición,
donde lo ambiguo juega a sugestionar al lector, a cautivarlo deliciosa como
angustiantemente, pero al fin, "liberándolo"). No hay
"muerte", no hay un paso, todo es tierra, tierra en la boca de Susana
San Juan, tierra, lodo, "hebras humanas". Amor físico, desolación,
"existencialismo", conjeturas, pero nada cierto, a no ser que
descubren que están muertas esas ánimas y para siempre, vagan en el purgatorio
americano, la soledad es inmensa, ahogante. Hay la ruindad de los mundos
salvajes, de los patrones abusadores, del cacicazgo del mundo campesino
agrícola, del ladino y avispado ranchero sin Dios ni ley, pero que usa la fe
como ley y la ley como sustento (la ley es una opinión, diría Shelley, y la
ley está hecha carne en gracia, cuerpo y alma, dice San Pablo).
Un hombre de América Latina para sentirse en su carne, en su tierra, lee
muchas veces en la vida a Rulfo, en cada etapa de la existencia.
"Conversa" con sus muertos, como hacen los latinos, le prenden velas,
los arrullan, los mantienen como animitas, a las que se les solicitan favores
ante la desgracia. Estos muertos nuestros sueñan que despertarán con el alma
de las otras tierras arrulladas en el barro, en los caminos de la noche donde
asoma la luna a cantar, a susurrar, me estoy muriendo, juro que no nací para
morir, pero muero al fin, y es un pecado vivir. Pero amar es una salvación
condenada, pero salvación al fin. "Estamos demasiado tiempo
enterrados". Somos demasiados. Ser latinoamericanos es sentir como que uno
con su propio mundo siempre está sobrando en la tierra, que la tierra a pesar
de pisarla jamás le pertenece, y esta condena es la eternidad de Pedro
Páramo, algo irresuelto, el purgatorio terroso americano. Tal como pidieron
los padres ayer, Mistral, Darío, Neruda, Vallejo, hurgando en el ser americano.
En estas islas de tierra comunicantes. La rosa separada que nos legó Neruda.
La ruralidad, lo incierto, los rumores, las leyendas: "Vine a Comala
porque me dijeron que acá vivía mi padre". Donde la paternidad es siempre
sospechosa, "un tal Pedro Páramo", el hijo "huacho", el
bastardo del hacendado, de la mujer abusada. El desamparo pero la dignidad de
una madre: "No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro". Y más
adelante, "cóbraselo caro". Es decir, la venganza asumida. Pero ese
viaje siempre es sin destino, se vuelve sobre una costra de sangre terrosa, pero
la herida es polvo y ahuyenta a quien la mira, nos mira. Sin embargo, América
Latina vive de esperanzas, sueños e ilusiones, permanentemente. Es el único
modo de mantenernos con vida. Un mundo triste. "Son los tiempos,
señor", responde un ánima. O sea, el mundo de los muertos, a diferencia
del de Thomas, es penoso, lleno de dolor. Thomas se divierte en el bosque
lácteo, está en gracia. Rulfo dice: "Yo imaginaba ver aquello a través
de los recuerdos de mi madre; su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre
vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió"
(...). "Ese sopor que revienta los ojos". "Todo parecía estar
como en espera de algo", "la mera boca del infierno", América
Latina. "Un rencor vivo", "un agujero del corazón".
"Las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol", sin embargo
este pueblo "sin ruidos", sordo, es la tierra misma del sur. Hundida.
Hueca. Ecos de sol. Donde todos parecen no existir. Sin embargo los ojos de esta
gente "eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra".
En Thomas el mundo es marino, están esos muertos en un mundo fantástico
sumergidos en el agua, siguiendo a Shakespeare en La tempestad y a Moby
Dick. "Deep into the davy dark", como reconocen los marineros
británicos. Thomas además es tributario de Joyce.
Y el mundo americano es esquizofrénico, lleno de voces, dice Rulfo,
murmullos, leyendas, los ecos de las ánimas, las conversaciones de los muertos.
"Es la voz de los recuerdos, más cercana que la de la muerte",
"si es que la muerte ha tenido alguna voz". Y por ahí va Juan
Preciado buscando lo que no encuentra, en un pueblo vacío y solitario. El mundo
de las supersticiones, del compadrazgo en el dolor, el ingenio americano, la
rebusca.
Pero ambas obras, la comedia de Thomas como Pedro Páramo son
populares, pueblerinas. Acá, Comala, allá Llareggub: el mundo amoroso,
solidario, lleno de cariño. Tierra de promisión. Acá la historia de amor de
Susana San Juan, la chica loca. Como los ojos de Dios. "Su cara se
transparentaba como si no tuviera sangre", se refiere a una sufrida mujer,
arrugada. De ojos humildes. "Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde,
por el crepúsculo ensangrentado del cielo". Desgracias y maldiciones. Los
muertos americanos conversan entre sí, quejidos de muertos. Llantos.
"Entonces se oyó el llanto. Un llanto suave, delgado, que quizá por
delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde
anidan los sobresaltos". "Hay esperanzas para nosotros contra nuestro
pesar", "pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y
no alcanzarás ninguna gracia". Vida condenada. De apariciones de muertos
en pena. Penando. Penurias. Y luego se disuelven como sombras. "Las
oraciones no llenan el estómago", dice el padre Rentería "en un
pueblo sin nombre". Servidumbre. Ruralidad.
"El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El
cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se
desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía
nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita
para respirar". "Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca
borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al estertor". Humor amargo,
"te estabas haciendo el muerto", Juan Preciado. Como en Shakespeare,
para ambos escritores, la muerte se siente por el frío que sugieren, que hacen
sentir, que nombran. A Juan Preciado lo mataron los murmullos, los secretos, no
voces claras. "Me di cuenta que el frío salía de mí, de mi propia
sangre", Preciado. "Ruega a Dios por nosotros". "Eso oí que
me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron
muerto" (lo mataron los murmullos, los rezos). "¿La ilusión? Eso
cuesta caro", "y todo fue culpa de un maldito sueño". "Mi
estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer". "Ve a
descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu
purgatorio sea menos largo", le dice un santo a la mujer. Muertos que
comparten la misma tumba, de puro generosos y pobres. "Hace tantos años
que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo", humillada gente. "El
cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora". La tumba, la
tierra. "Y las almas, deben" —es decir, no es una certeza, es una
creencia— andar vagando por la tierra, buscando vivos que les recen".
"He descansado del vicio de sus remordimientos". "Cuando me
senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida,
como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera
hice el intento". "Aquí se acaba el camino —le dije. Ya no me
quedan fuerzas para más". "Y abrí la boca para que se fuera. Y se
fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba
amarrada a mi corazón".
Violaciones, vejámenes. Determinismo de la miseria.
"Como sentir la pena de su muerte...". "Pienso cuando
maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los
helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con
su olor el viejo patio" (Neruda)... "Cuando las mañanas estaban
llenas de viento, de gorriones y de luz azul" (Neruda).
"Hay pueblos que saben a desdicha". "Se te está muriendo de
pena el corazón". "No dejes que se te apague el corazón".
"Déjame consolarte con mi desconsuelo".
"Entonces, adiós, padre; no vuelvas, no te necesito".
"¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo
cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo
quiero de él es su cuerpo". "Sí, tampoco los muertos retoñan —desgraciadamente".
"—Tengo la boca llena de tierra.
"—Sí, padre".
(...)
"Te dejaré en paz conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga,
te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que
te duermas nadie te despertará... Nunca volverás a despertar.
"—Está bien, padre. Haré lo que usted diga".
(El padre):
"Tengo la boca llena de tierra".
(Susana): "Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados,
duros como si mordieran mis labios...".
"Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
"—Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que se
me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar... Mi boca se hunde,
retorciéndose en muecas, perforada por los dientes que la taladran y devoran.
La nariz se reblandece. La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden
en una sola llamarada...".
(El sacerdote sembraba la muerte dentro de ella).
"—Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave de su cielo
infinito. El gozo de querubines y el canto de los serafines. La alegría de los
ojos de Dios, última y fugaz visión de los condenados a la pena eterna. Y no
sólo eso, sino todo conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros
huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego,
haciéndonos dar reparos de increíble dolor; no menguado nunca; atizado siempre
por la ira del Señor.
" ‘Él me cobija entre sus brazos. Me da amor’ ".
"—Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los
pecadores".
(...)
"La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos
cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro".
Y Pedro Páramo se va muriendo pedazo a pedazo. "Todos escogen el mismo
camino. Todos se van. Como piedras, la tierra en ruinas frente a él,
vacía".
La noche llena de fantasmas. "Y se fue desmoronando como si fuera un
montón de piedras". Porque siempre estuvo muerto y no había redención.
Ambos son poemas. Grandes poemas.
Todo termina fatalmente con la muerte. Leyenda y esencia americana:
"Vuestros viejos dolores enterrados. A través de los siglos en las
llagas.
Cuando la mano de color de arcilla / se convirtió en arcilla y cuando los
pequeños párpados / se cerraron (...) y cuando todo el hombre se enredó en su
agujero, La más alta vasija que contuvo el silencio, una vida de piedra
después de tantas vidas, que hiciera temblar el miserable árbol de las razas
asustadas. Y no una muerte, sino muchas muertes llegaban a cada uno, esperando
su muerte, su corta muerte diaria, al estelar vacío de los pasos finales.
Muerte sin paz ni territorio.
Amor, amor, hasta la noche abrupta.
Quién va rompiendo sílabas heladas, idiomas negros (...), bocas profundas.
Quién va cortando párpados florales / que vienen a mirar desde la tierra. /
Ven hasta las soledades coronadas.
No volverás desde la profunda / zona de tu dolor diseminado.
Mírame desde el fondo de la tierra. / Yo vengo a hablar por vuestra boca
muerta. / Y dejadme llorar horas, días, años / edades ciegas.
Ahora, ‘hablad por mis palabras y mi sangre’...".