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Un recuerdo
Unas veces me siento Era un tórrido atardecer de verano del cincuenta y pico. Papá le había sacado las lonas con vidrios laterales al automóvil para que circulara un poco de aire, aunque permanentemente secaba la transpiración de su frente y cuello con un pañuelo, mientras mamá, sentada a su lado, se abanicaba con una revista de modas que horas antes había comprado en Santa Rosa. Melina y yo, como buenos niños, ocupábamos el asiento trasero, mientras pedíamos a viva voz tomar una Bilz cuando llegáramos al siguiente pueblo, para calmar la sed agobiante que nos causaba ese sol abrasador que no cejaba en su intento de quemar, pese a que el círculo de fuego caía irremediablemente en su agonía hacia el poniente. El vehículo bordeando huellones, entre barquinazo y barquinazo marchaba lento pero seguro. Al menos, eso era lo que creíamos, hasta que de pronto... el motor se detuvo totalmente, y papá buscó la derecha estacionándose casi contra el borde en que se extendía el alambrado de las vías. Nadie circulaba por la ruta, y la oscuridad comenzó a avecinarse al punto en que nos encontrábamos. Nosotros asomados sobre el marco superior de la puerta cantábamos una canción infantil, que fue cortada abruptamente por Melina cuando comenzó a gritar al mismo tiempo que señalaba hacia el costado izquierdo: —Papá, papá... ¡un hombre! Entonces lo vimos. Estaba parado sobre la parte opuesta de la calle, mirándonos atentamente. Era alto y delgado, vestía traje marrón y cubría su cabeza con un sombrero de fieltro de alas caídas. En la semioscuridad, su rostro era una vaga sombra indefinida. No había un vehículo cerca, ni población, ni animal alguno que el individuo hubiera utilizado como medio de locomoción. Papá mientras limpiaba sus manos engrasadas en un trapo viejo comenzó a caminar hacia él, seguramente con intenciones de pedirle ayuda. Y entonces ocurrió aquello... La imagen que veíamos, sin aparentar movimiento comenzó a deslizarse hacia el alambrado que estaba tras él. Cada metro que avanzaba mi padre, producía igual desplazamiento en ese ser que seguía mirándonos atentamente, sin que su figura denotara movimiento alguno. Centímetro a centímetro fue arrimando su espalda hasta el alambrado, y cuando parecía que no tenía otra escapatoria que enfrentarse cara a cara con mi padre, su figura, erguida como estaba, pasó a través de los tirantes alambres y comenzó a adentrarse en el espigado maizal que se levantaba a escasos metros del camino hasta esfumarse. Luego de un instante de cavilación, papá regresó hacia nosotros, subió al auto, le dio arranque y el mismo quedó regulando. Como todos permanecíamos en silencio, se dio vuelta y nos dijo: —Lo que ustedes creen que vimos, fue sólo nuestra imaginación.
Viene a mi memoria ese recuerdo porque en ese instante miles de luciérnagas volaban a nuestro alrededor y el cielo tenía más estrellas que nunca, casi como el de este anochecer, en que el auto se me ha parado en medio del camino.
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