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Fábulas El geranio, juez Cuando empecé a crecer y leerlo todo, encontré buen sitio para los autores de ciencia ficción de la antiquísima guardia; Lovecraft y Bradbury, con uno que otro ribete de Asimov para que diera visos de científico riguroso y veraz. Los futurólogos de entonces no desdeñaban citar el universo azulenco de Maeterlink, pero disentían en las respuestas al acuciante interrogante: ¿qué quedará de nosotros cuando no quedemos en el planeta? Algunos juraban por las ratas, las cucarachas tenían sus adeptos y el bando de avispas y de hormigas crecía a ojos vistas. Para mí que anochezco décadas, milenios de inviernos en París, la mezquina, la soberbia, la cortita, se me hace que lo único que pervivirá cuando nos conduzcan a las ceremonias escuetas de adiós adiós cenizas en la matriz que no cesa de la Sequana, serán los geranios, resistentes a todo desatino, inextinguibles. Sus hojas de tenaces nervaduras y flores que no se cortan, se venden ni pretenden seducirte con alharacas perfumeras, van de testigos casa por casa, piso por piso de los maltratos a que nos sometemos, atajo obligado para resumir que sobre todo infligimos a los otros. El tribunal de los geranios es ante todo europeo y por definición, inapelable. En mi casa de antes se llamaban malvones y también allí desde los envases herrumbrados de aceite, los tachos de nafta, las macetas de los ministerios, obstinados recogieron la mar de información sobre los años de la anegación, del plomo y la doblez. Pero saber, ¿pudo ahorrar que se cometiera acaso una sola injusticia, se perpetrara un solo atropello? Sabiduría es dolor, es cierto, pero la ignorancia es siempre culpable.
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