In tempore belli
Hilario Barrero
(Nota del editor: en Letralia 77
comentamos, en nuestra sección El regreso del
caracol, el arribo a nuestras oficinas del poemario In tempore
belli, del escritor español Hilario Barrero. El libro es el ganador del
premio de poesía Gastón Baquero 1998, y hoy Letralia trae a sus
lectores una selección de los trabajos que lo componen).
Código
Para ellos,
eres el nombre
que te dieron
dentro de su legalidad:
un signo solamente.
Tu otro nombre,
el elegido en la noche
de la boca de lobo,
es sólo mío.
Un sonido animal.
Y así te escucho.
Oficio de tinieblas
Una luz dócil, agobiada de gasa,
herida de cometas y palomas,
entra por la ventana y enturbiando
al cristal se santigua en el agua
bendita de la sábana atea.
La almohada subleva su blandura
y proclama de plomo su regazo
con un cisma de plumas extranjeras:
yacente estatua en el mármol frío.
Dos cuerpos, guerreros sin coraza,
desatan sus caballos en el lecho
que se convierte en campo de batalla
mientras la oscuridad empaña
precavida la clave de sus ritos.
La noche con su lengua de azabache
lamerá los pezones a la tarde
que enajenada por su humedad de pozo
convertirá su grito de maitines
en luctuoso oficio de tinieblas:
los guerreros vencidos por la noche
y la noche en derrota por el alba.
Cementerio en New Hampshire
Los que abonan con su óxido
los rojos incendiados de octubre
también fueron felices
contemplando el otoño en este
cementerio de New England,
cercano al mar y en fuego.
Al gozar de esta luz de vidriera,
clausurada de niebla, se sublevó
el azogue de sus hermosos cuerpos
y se encendió el deseo entre sus ramas
que se abrieron de pájaros y hojas.
(Dulce como este sol era su amor.)
Ahora permanecen debajo de la piedra,
que el rayo del olvido partió por la mitad,
conquistando de polvo a los castaños,
secando con la sangre de su noche
al robledal. Barro ciego en sus píos.
Mientras que acorralados por la lluvia,
el temblor de tu agua por mi cuerpo,
me haces la propuesta que yo espero,
siento cómo la tarde traduce su vidriera
y recibo señales de óxido y de fuego
en el seco azulejo y me pregunto:
¿Cómo guardar la clave de tus píos
en la piedra caliza de mi historia?
¿cómo crear un código ignorado
para el vocabulario de la nada?
¿cómo herir a la muerte ilimitada
si ha de robar tu nombre y mis preguntas?
Guarida
Te desnudas con máscara de muerte
y oficias en tinieblas un responso
distanciando tu cuerpo del altar
ya el ara saqueado por las huestes
salvajes de un batallón de sombras,
sus vidrieras de luto con mordaza de noche.
Oigo cómo la fiera comulga en tu costado
los lobos profanando tu sagrario,
la bestia promulgando su bula de colmillos
y aunque huelo el incienso de tu aliento
que perfuma la nave de mi boca,
te bautizo la gasa de tus píos
con el ascua sudario de mi lengua.
Mientras que el arbotante de la almohada
endurece su sombra y me separa
del arco interrogante de tu flecha,
el agua catacumba de mi gozo diario
me une a tu corriente que se aleja
tropezando camino de la mar.
La noche, revestida con casulla de adviento,
nos arropa con un tedéum de loba en clerecía
y somos dos silencios medievales
en la guarida templo de la cama.
Tentaciones
El invierno pronuncia tu otro nombre
y comienza el deshielo.
Aventuras el miedo, tienes frío,
atraviesas los primeros abrazos,
reconoces la cuesta, los rostros y la curva,
traduces la inscripción,
resuelves el enigma de la piel
y, liberando la tela metálica de la serpiente
que oscurece la transparencia de tu infancia,
el paisaje recobra su dimensión real:
dueño de tu mirada te ciega los sentidos
y te ofrece el amargo sabor de la maleza,
desde su oscuridad sonora
crecen voces que suben hasta el valle iluminado.
Huye y mírate en el frío tabique del lago,
recuerda su perfil,
apriétate el cilicio del deseo,
enséñale la llave al vigilante,
no olvides la consigna,
vuelve a casa y lávate las manos.
Bien tú sabes que has de volver mañana.
Patinadores
La noche ha embalsamado,
con el ungüento helado de su aliento,
el torso lacerado de la pista de hielo.
Un batallón de bárbaros,
armados de cuchillos, rasga sus vestiduras
dejando al descubierto un sebastián de vidrio
encadenado al árbol del invierno.
La pestaña de plata, altísimo paréntesis,
arroja del recinto al último extranjero
y acompaña en silencio a curar sus heridas,
mientras diciembre empaña los cristales del parque.
La primera luz quiebra el sueño del espejo
y éste ofrece su piel, tersa y recién lavada,
al bisturí que invade toda la superficie,
rota su simetría de lago encarcelado.
Al terminar el día, después de la batalla,
la luz está copiando, en el lienzo mortaja
de la nieve, un cuadro del mágico Pollock.
Albacea
La piel de lo prohibido se adhería
a su cuerpo como una niebla densa
arropando al sudario de su sombra
con la nieve mortaja de la muerte.
Asaeteado con agujas de burla,
su infancia sometida al confesor,
rezaba temeroso de rodillas
en el oscuro cuarto de su cuerpo encendido,
acosado su sexo de deseos secretos,
su tacto y su temblor por siempre condenados:
una hoguera en su pecho de carbón.
Hizo el amor, hasta dolerle su esqueleto,
en camas alquiladas con sábanas
bordadas de humedad y gusanos,
hierba lenta creciendo en el espejo
y una luz disecada con fiebre en sus alambres.
Exiliado, camino de la mar, abrumado
de piedras y retablos, se cayó del caballo,
y convirtió su gesto, en la noche de julio,
al gozo de la Voz que le marcaba
su costado con juguetes de fuego.
Y desde entonces, en la prisión abierta
del nuevo carcelero, se hizo esclavo
siendo, una vez firmada la sentencia,
albacea del alba de su lengua.
Black Death
En la pila bautismal del lago,
donde los bellos torsos deseantes
se convertían al paganismo del verano,
el sol bautiza, ahora, con nombre medieval
a un árbol que cuajado de falsos capiteles
ofrece un fruto amargo que se ahoga, prohibido,
en la sombra del agua inalcanzable y fría.
Olvidados están los días de tan intenso amor.
La sinrazón del cólera se extiende
clavando la cizaña de sus uñas moradas
sobre los nuevos rostros apenas si rozados
por la encendida mano del deseo.
En todo lo que antes fuera gozo
y aquel placer de venas traspasadas,
un furioso huracán, montado en un caballo
de agujas derretidas, enarbola un sudario de otoño
con la imagen enturbiada de la muerte.
Sobre el puente de Brooklyn, en el Village
han empezado a aparecer los signos,
las turbias cicatrices y la isla se hunde lentamente.
Sólo nosotros los impuros, los desterrados,
los que lloramos por tantos cuerpos rotos,
sabemos el final y lo tememos.
Pero es muy tarde ya y nadie nos escucha.
In tempore belli
Marchita su belleza en esquinas oscuras,
su cuerpo corrompido de gusanos de noche,
asediado de heridas, temblores y tumores
ya no quiere vivir, desnudo y desterrado
se aleja de los suyos. Agobiado de grietas
es difiícil mirarse en el espejo
y ver una carroña sin forma ni esplendor,
pergamino sonoro su piel en "de profundis",
la cicatriz de la barbarie iluminada.
Imposible salvarse de esta guerra
nivelando sus dedos de ungüentos y pomadas,
poniendo contrafuertes a su cuello,
sus vidrieras borrosas de luz ronca,
un nido de serpientes reptando por su nuca.
¿Cómo vivir de ser el contemplado a contemplar,
de vender su hermosura a tener que comprarla,
de ser incendio a estar petrificado,
rebosante de vida a sentirse cadáver?
Se sienta en la muralla del recinto,
antes fortificado y defendido,
esconde los juguetes venenosos,
acaricia la miel de las ventanas
y mirando la torre enmudecida,
la gran plaza vacía, espera al enemigo,
ya perdida la llave del deseo,
que regrese de noche y fusile a traición
su sangre sulfurada de metralla roída.
Él sabe que le esperan más allá del Recinto.