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Nowhere man: la realidad es un gran desconcierto

domingo 19 de febrero de 2017
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“Nowhere Man”, de José Sánchez Lecuna

El escritor venezolano José Sánchez Lecuna ganó en agosto del año pasado el premio de narrativa del sello Negro sobre Blanco con su libro de relatos Nowhere man. El 11 de diciembre, el autor leyó en la librería Kalathos, en Caracas, las palabras que presentamos a continuación.

Preámbulo

Existe una tradición de la que me siento totalmente dependiente: la de la escritura, la de la memoria, la de los testimonios, la de las vivencias, la de los recuerdos. En esto comulgo con Marcel Proust, pero también sé que somos todos víctimas del azar. En realidad, y a pesar del azar, somos, en el fondo, buscadores de la verdad, porque nos hacemos perennemente persistentes preguntas acerca de todo lo que nos acontece, tanto en nuestro interior como en el mundo que nos encarcela, sin saber si vamos a recibir acaso una respuesta.

Quiero creer que la verdad, en sí misma, es un conjunto de contradicciones y que, gracias a la contradicción, gracias a la paradoja, se aclara todo en la vida. Se sabe, además, que la verdadera y única problemática humana es la de existir en el “aquí y el ahora”, a pesar de que siempre permanecemos, desde nuestra anónima conciencia, prisioneros de muchos tiempos, no sólo del tiempo de la existencia sino también del tiempo de la memoria, del tiempo de los olvidos, del tiempo inexorable, del tiempo inevitable, del cruel tiempo que pasa como el hálito del viento, abandonándonos muchas veces ante un incierto abismo o ante una aterradora encrucijada. A veces, el tiempo es inmóvil como una nube detenida en el cielo, como el instante de un parpadeo, como el de una inconfundible duda o el de una insospechada y desacertada certidumbre. Otras veces, el tiempo no es tiempo sino espacio o cualquier otra cosa que no sabemos bien qué es: una suerte de palimpsesto inagotable que no significa nada y en el que nos perdemos como en un laberinto.

Y, al final, ¿qué es lo que nos espera?: tal vez una inoportuna perplejidad o, tal vez, una toma de conciencia ineludible. Tal vez, sólo tal vez.

 

“Nowhere man”

“No tengo fe en un mundo en el que puedan descifrarse todos los misterios”
Henning Mankell

Desde muy temprana edad, sobre todo luego de leer la Ilíada de Homero, me había fascinado la relación entre ficción y realidad. Me sucedió cuando llegué al famoso canto cuando Homero describe el episodio de la flecha que hirió a Aquiles en su talón, hecho que lo llevó a la muerte. Este episodio se me volvió bizarro ya que me parecía imposible, y hasta absurdo, que una flecha clavada en un talón infligiera la muerte de esa manera. Es cierto que hubo una explicación mítica anterior a este episodio, una justificación mágica, fantástica; sin embargo, ésta no me convencía. Para mí, era un episodio absolutamente inverosímil. Fue cuando empecé a entender la íntima relación entre ficción y realidad.

Tal vez la mejor manera de sobornar la ficción es la ficción misma. La flecha, el talón, la muerte: qué simples parecen los hechos, concebidos de esa manera. Sin embargo la realidad es, sin duda alguna, mucho más compleja y es, en el fondo, un gran desconcierto.

Y cuando pienso en la muerte de Odiseo, como la relata Dante Alighieri en el canto XXVI del “Infierno”, cuando aquél le cuenta al poeta florentino, luego de pasar un año con Circe, cómo se lanzó nuevamente al mar pero no rumbo a Ítaca, al afecto paterno o a los brazos de Penélope, sino rumbo a lo desconocido, describiéndole cómo se arrojó “al profundo mar abierto” junto con sus compañeros, para morir ahogado en el Atlántico como el simple tonto que fue, porque era humano y quería seguir buscando. Para mí fue la mejor manera de morir: sin dejar huellas. Morir ahogado como tal vez murió Leopold Bloom, ahogado en alcohol, en algún hospital anónimo de Dublín, y también sin dejar huellas. De esta forma la ficción se adelanta a la realidad…, y no deja huellas… También, de esta forma, la ficción nos rescata y establece una relación íntima e inconfundible con la realidad…, sin dejar huellas…. Tal vez la flecha no era una flecha…, tal vez el talón no fue un simple talón sino un pecho…, tal vez el Atlántico dantesco no era un océano, sin embargo, ambas muertes fueron reales.

Y ahí queda la incógnita: ¿dónde murió Odiseo y de qué murió en verdad Aquiles? No me hago más preguntas: la ficción está hecha de paradoja, igual que la vida.

Y mis personajes son el retrato de una paradoja: ellos mismos son la paradoja y es conveniente que ellos lo ignoren y es conveniente que permanezcan así, sin la diáfana conciencia de la paradoja que representan, que es lo propio de la condición humana.

Por eso, desde su anónima soledad, la fábula que inventa cada uno de mis personajes, para seguir viviendo, resulta ser la del desengaño como única forma de resolver el enigma de la existencia ya que, como dice el tango, “la vida es una herida absurda”.

Y escribir es intentar retratar esta “herida absurda” que pone en evidencia la soportable pesadez del alma intentando esclarecer la inefable ambivalencia del ser propia de una suerte de desencanto o de una profunda melancolía.

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Decía Chesterton: “En la vida hay un elemento de coincidencia mágica que las personas que apuestan por lo prosaico pueden no percibir jamás (…); la sabiduría debería contar con lo inesperado”.

Comprender la “sabiduría de la incertidumbre” (Milan Kundera) es comprender la incertidumbre de la vida como una simple certidumbre verbal: conjetural y paradójica. Por consiguiente es en la inmanencia de las palabras que se traduce la trascendencia del ser como ilusión de eternidad del verbo, y es cuando irrumpe lo inesperado.

Para mí, escribir es convertir un espacio de palabras en una cárcel de irrealidades, como un acto fallido o como el quejido de las frases incapaces de dar vida a la vida misma.

¿Cómo poder pintar, retratar los sentimientos humanos? ¿Cómo poder describirlos…, escribirlos…, darles una forma inteligible? ¿Cómo pintar o describir algo que está en constante movimiento, como lo hace la música? Sí. ¿Cómo describir el mismo devenir, que es también otra paradoja?

Siempre intento acercarme a la realidad que hay detrás de la máscara de mis personajes, pero ellos no tienen la culpa de ser como son.  

El devenir deviene. El arte es impotente ante el devenir de la vida. Simplemente es incapaz de hacerlo. De pronto, la súbita e indescriptible irrupción de lo inesperado puede, inadvertidamente, resolverlo todo.

Y ahí está la imaginación, la que intenta abrazar lo inaprensible, la que intenta contener lo evanescente, como unas manos ansiosas queriendo retener el agua de un río en sus palmas y ver con asombro cómo ésta se escurre por entre los dedos. La imaginación son estas mismas manos que, en vano, anhelan contener en sus palmas un poco de esa evanescencia, y escribir es imaginar e imaginar es, siempre, una aproximación, un intento, un esbozo, una espera en el umbral de una verdad que nunca llega.

***

Siempre intento acercarme a la realidad que hay detrás de la máscara de mis personajes, pero ellos no tienen la culpa de ser como son. Viven sus experiencias sin saber realmente cómo van a culminar, viviendo, cada uno, en su “Tierra de ningún lugar” que es donde habitan con sus fantasmas, con sus sueños, con su desconcierto, envueltos en su perplejidad, tomados por su ubiquidad, esa capacidad de estar en múltiples espacios de tiempo y, también contradictoriamente, en ninguno.

Quiero creer que ellos son simplemente otro invento arbitrario de las palabras, un esbozo equivocado de la lucidez de un ignorante, unos personajes más del inefable libro de la vida.

Pensándolo bien, quizás todo se reduce a tener que elegir, como lo propuso una vez Jorge Semprún, entre la escritura o la vida, siendo ambas arbitrarias creaciones del capricho de los espacios oníricos del tiempo en el que transitamos.

“¿Acaso no depende todo de la interpretación que le damos al silencio que nos rodea?”, nos preguntaría Lawrence Durrell.

Quiero creer que sí, porque la literatura es ficción, es poesía, es pensamiento y, sobre todo, es lenguaje, es decir, como lo es también la vida, un gran silencio.

José Sánchez Lecuna
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