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Conversaciones con Marc Ronceraille

martes 17 de noviembre de 2015
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“(…) sentir que mi vida y yo somos dos cosas, y que si fuera posible quitarse la vida como una chaqueta, colgarla por un rato de una silla, cabría saltar planos, escapar a la proyección uniforme y continua. Después ponérsela de nuevo, o buscarse otra. Es tan aburrido que sólo tengamos una vida, o que la vida tenga una sola manera de suceder. Por más que se la llene de sucesos, se la embellezca con un destino bien proyectado y cumplido, el molde es uno: quince años, veinticinco años, cuarenta —la galería. Llevamos la vida como los ojos, puesta de modo tal que nos conforma; los ojos ven el futuro del espacio, como la vida es siempre la delantera del tiempo”.
Julio Cortázar
“La vida y los sueños son hojas de un mismo libro”.
Schopenhauer

Marc Ronceraille es un viejo amigo mío, imaginario, con el que converso todos los días. Lo curioso es que existe un Marc Ronceraille de carne y hueso, escritor francés, autor de la novela L’architaupe, nacido en 1941 en Saint-Jean-d’Angély, quien reside desde 1959 en París, y a quien le gusta mucho el alpinismo, deporte que aborrezco porque me parece muy riesgoso. Además no puedo con las alturas: sufro de vértigo, incluso cuando me asomo desde el parapeto de un puente parisino, me dan unos mareos que me obligan a sentarme en el piso frío de la acera si no me caigo como un títere sin hilos. La sensación es horrible y no se la deseo a nadie. Este Marc Ronceraille, el real para mí, que conozco desde hace muchos años, es un buen amigo mío y con él converso a menudo cuando compartimos un café en el Café du Rendez-vous, en el XIVème arrondissement, yo porque me tomo un receso de mi trabajo de traductor para la Unesco y me vengo desde mi apartamento del 59bis rue de la Tombe Issoire, que queda a unos ocho minutos a pie; en cuanto a Marc, él se toma el suyo de su trabajo en la agencia de publicidad Polypublicité, que queda en la rue Daguerre.

Hablamos casi siempre de nuestras mujeres: él de Fabienne Corot que ama con locura y con la que lleva una relación algo tormentosa; en cuanto a mí, yo hablo de Virginia, mi mujer desde hace cinco años, y con la que llevo más bien una vida apacible y rutinaria ya que ambos somos traductores. Virginia es traductora de novelas para la editorial Gallimard.

Te pusiste a escuchar el silencio que te rodeaba y, al fin, entendiste que el silencio era el que siempre tenía la última palabra.

Mientras converso con Marc, muchas veces confundo el Marc Ronceraille imaginario con el Marc Ronceraille real. Creo que se debe al efecto de un medicamento que un médico me recetó porque yo padecía de una cefalea que no lograba abandonarme, a pesar de que consumía una cantidad bastante anormal de aspirina para deshacerme de mis persistentes jaquecas. Una tarde había ido a ver a ese médico, el doctor Losange, porque me lo había sugerido Virginia, y éste me recetó un medicamento que contenía ácido lisérgico. Aquel día, luego de habérmelo tomado, iba caminando por la rue de Rennes cuando, de repente, sentí una extraña presencia a mi lado y me vi a mí mismo mirándome con asombro. ¡No, no era el reflejo de una vitrina, era yo mismo mirándome a mí mismo! ¡Había sufrido, por unos instantes, una real e irrefutable experiencia de desdoblamiento!… Por supuesto, sentí terror. De inmediato me metí en el primer café que encontré y me tomé, del tiro y con las manos temblorosas, un café doble para quitarme el pánico que llevaba por dentro y, sobre todo, para quitarme el efecto del medicamento que me había ordenado el doctor Losange… Bueno, menos mal que aquel episodio nunca más se repitió. En fin… Sin embargo, cada vez que me pongo a conversar con Marc, me da, a veces, la sensación de no saber con cuál de los dos estoy hablando: o con el Marc Ronceraille verdadero o con el Marc Ronceraille imaginario… Puede ser que aquel medicamento me haya dejado algunas secuelas, algunos efectos secundarios de por vida, por lo visto… Total. Ya no tengo remedio para eso. Así que no me importó más tener la incertidumbre de si, cuando le hablaba a Marc, era el imaginario o era el real el que tenía frente a mí. Ya no me importaba, en verdad…, en fin, ¿a quién le puede interesar lo que me sucede?…, ya me acostumbré a este espejismo y una vez se lo confesé a Marc, pero a él le supo a mierda…, y tenía razón. No era nada del otro mundo, al fin y al cabo.

 

Una tarde, en el Café du Rendez-vous, este Marc Ronceraille, o el otro, me soltó:

“¿Conoces a un tal Enrique Vila-Matas?”.

“No”, le respondí.

“Fue un encuentro nada fortuito”.

Y él empezó a hablarme de este tal Enrique Vila-Matas como si le estuviera hablando a este personaje que yo desconocía por completo:

 

Cuando te conocí, Enrique, en la librería La Central de la calle Mallorca, una tarde de un mes de mayo asombrosamente lluvioso para Barcelona, añadirías tú, me sorprendió tu mirada fija, como oliendo algún peligro, como percibiendo cierta hipocresía en la gente que te saludaba efusivamente, y tú respondiendo con gran ironía, siempre, desmontando la falsa fachada de cordialidad cuando te hablaban con admiración.

Empezaste a dictar una conferencia acerca de la ambigüedad con tus comentarios de humor negro, very british indeed, y mientras te estaba escuchando con atención sentí, de pronto, que dentro de ti se ocultaba un niño que le temía al mundo, como yo mismo le temía, y cuya única forma de protegerse era justamente con el escudo de las palabras con las cuales jugabas, hacías malabarismos y le dabas la vuelta a la tuerca mal enroscada de la vida. Parecías moverte entre lo real y lo fantástico, entre lo cotidiano y lo extraordinario, entre lo ficticio y lo literal. Si se te ocurría caer en la trampa del mundo, yo sabía que te ibas a joder la vida, por eso siempre mantenías la compostura del que sabe que el peligro acecha a cada momento y te mantenías alerta ante la estupidez humana, con sus eternas interrupciones y tontas preguntas, respondiendo con picardía sin que se te escapara el menor detalle de las preguntas, dichas y no dichas, sugeridas, como conchas de cambur echadas en el suelo para que te resbalaras y, finalmente, cayeras definitivamente, sin poder hacer nada para salvarte, en aquella gran trampa del mundo que temías tanto, como yo mismo la temía.

Lograbas contener la realidad con tu mente que dominaba y amaestraba el monstruo que tenías enfrente, como un pulpo de cien mil tentáculos que lograba abarcar todo el espectro de lo consciente y de lo inconsciente.

Al finalizar tu charla te abordé, me expresaste generosidad, agradecimiento y hasta se puso en evidencia en tu rostro un pudor muy pueril. Luego te fuiste, como habías venido, con tu eterna gabardina negra, alto como un Nosferatu tragado por la noche o, más bien, por el olvido que es la noche en Barcelona, dejando tras de ti letras que iban componiendo en la acera mojada las palabras propias de un sufrimiento interior, de una soledad intensa, de una timidez enfermiza, sobre todo con las mujeres cuya presencia te descontrolaba, te descentraba que, si no fuera por Paula, ya hubieras caído víctima de un caos afectivo y emocional tremendo, y te vi alejarte como tragado por la noche, cual un Dante ingresando al Infierno.

Cuando te fuiste, supe que habías sido un sueño y que sólo existías realmente en mi imaginación.

Pasó en la noche catalana una nube baudelairiana mientras caminabas por la Travessera de Dalt, hasta alcanzar tu escondite saciado de libros y de ideas, luego de haber tomado un bus, ya que habías decidido regresar a tu refugio sin sucumbir a la tentación de meterte en una sala del cine Verdi de la calle Verdi donde estaban pasando una vieja cinta con Marcello Mastroianni que te gustaba tanto que la habías visto unas quince veces, como una obsesión, como lo hacía uno de tus personajes anónimos de una de tus novelas, que se creía irlandés y que siempre afirmaba, más convencido que el propio papa Francisco de su fe, que París no se iba a acabar nunca…, hasta que te despertó Paula para interrumpir tu siesta que estabas tomando, luego de haber terminado tu última novela, cuyo título era Cómo escribir sin volver a empezar desde el final, sintiéndote con una soga al cuello porque acababas de cumplir 65 años, pensando para tus adentros: “¡Cómo pasa el tiempo, apenas ayer yo era un niño que iba con mis padres al Paseo de San Juan!”. El famoso “Paseo de Sant Joan” como lo llamas en otras ocasiones.

Era el año 2013, un año que dejó de existir cuando lo describiste y que volvió a aparecer, al año siguiente, cuando dejaste de soñarlo.

Acostumbrabas ir, con tu gabardina y tu sombrero a lo George Sanders, a un café de la calle Balmes (no muy lejos de donde habías nacido un 31 de marzo de 1948 en el 108 de la calle de Roger de Llúria) donde, a veces, te encontrabas con Juan Villoro para conversar acerca de la parafernalia de las letras y de la desaparición paulatina del libro de papel, citando a Julien Gracq y a los cinco elementos imprescindibles de la novela del futuro…, o cuatro, según Valéry Larbaud: los libros, las mujeres, el dinero o los viajes.

El Minotauro, que era un poeta y no un monstruo, según Julio Cortázar, en el que te habías convertido, pensaba que los personajes literarios no existían sino en una estética olvidada por muchos, que era verdaderamente lo que te mantenía con ganas de seguir escribiendo porque era una manera de liberarte de ti mismo, de tus fantasmas, de tus manías, de tu misterioso, enigmático y laberíntico universo interior, volviéndose definitivamente tu única razón de ser.

Eras una ilusión más de la gran pesadilla de la que padece a diario, y sobre todo de noche, desde hace millones de años, nuestro pobre, infeliz y solitario amigo Dios.

Y de pronto escuchaste el estallido de la bomba atómica que estalló repentinamente en el mundo literario. Había nacido y brotado de lo más hondo de los paisajes del alma la escritura neptuniana. La que indagaba los más profundos misterios del alma de la vida. Adiós dadaísmo, adiós surrealismo, adiós vanguardismo, adiós literaturas y autores emergentes, porque ninguno de ellos logró alcanzar el trasfondo ni del inconsciente, ni de la esencia y mucho menos de la existencia. La vida es esencialmente alma, y como dijo una vez acertadamente Romain Rolland: “El estilo es el alma”.

También “todos estamos au gré du vent, al azar del viento” como sostuvo, con acierto, la escritora venezolana Ana María Velázquez, en una de sus memorables novelas.

Y como lo señalaste una vez, “La escritura vista como un reloj que avanza”, ciertamente, el alma, el viento que nos lleva, el azar, con su estilo propio y único: todo converge hacia lo mismo y no hay manera de equivocarse, querido Enrique. Lo que realmente desentraña lo más oculto de las evidencias, de las definiciones y de las teorías, es la escritura neptuniana. Y quiero creer que me estoy contradiciendo y fue justo cuando empezaste a dictar tu conferencia acerca de la ambigüedad…

Y cuando regresaste a tu guarida predilecta de la Travessera de Dalt, la “Travesía del Mal” a la que haces alusión a menudo (y de la que te has mudado recientemente, contentando a algunos vecinos tuyos y entristeciendo a otros) con sus paredes cubiertas por estantes repletos de libros, acompañado por tus fantasmas, los fantasmas indispensables que acompañan a cualquier escritor —o escritora— para protegerlo tanto de sí mismo como del mundo, para que no se sienta solo, para ayudarlo en su lucha con las frases, las metáforas y las anécdotas, también para sobrevivir a sus obsesiones, sus manías, sus rituales absurdos e incomprensibles, para aprender a convivir con sus miedos, sus terrores y sus fobias, sin percatarte de que eras sólo un personaje más de una novela que nunca se había escrito.

En tu guarida de la Travessera de Dalt te pusiste a escuchar el silencio que te rodeaba y supiste, de pronto, que con el silencio se podía decir mucho más lo que llevabas a cuestas en tu conciencia y en tu inconsciente, como el loco de la carta del Tarot que lleva un bolso sobre su hombro, bolso que contiene todo su mundo interior y que va caminando hacia un horizonte desconocido, experimentando a cada instante epifanías asombrosas. Sí, querido Enrique, te pusiste a escuchar el silencio que te rodeaba y, al fin, entendiste que el silencio era el que siempre tenía la última palabra.

Yo también lo entendí y, por eso mismo, dejé de escribir…, y fue justo en ese preciso momento, en ese instante irreversible en el que dejé de escribir que descubriste, querido Enrique, “con alivio, con humillación, con terror”, como diría acertadamente Jorge Luis Borges, que eras, tú también, otro personaje más de aquel gran sueño del universo de una Biblioteca perdida para siempre en el abismo y el silencio inconmensurables del tiempo…

 

Hubo súbitamente un largo silencio. Marc Ronceraille había terminado de hablarme.

Me quedé sin saber qué responderle. De pronto sentí que me tocaban el hombro derecho con un dedo. Me volteé y me sobresalté, sorprendido, vi al mesonero mirándome con un aire nada parisino.

Los mesoneros no acostumbran hacer estas cosas…

“¿Pero, dígame, qué le sucede a usted?”, le solté, algo indignado, en buen francés: “Mais qu’est-ce qui vous prend?”…

“A mí nada, señor”, me respondió, parsimonioso, el mesonero, “es a usted que le está pasando algo…, lleva media hora hablando solo a la silla que está del otro lado de su mesa, en la que está colgada su chaqueta, como si alguien estuviera sentado ahí”.

(del libro inédito de cuentos Nowhere man).

José Sánchez Lecuna
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