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Los vuelos de Pájaros de verano

martes 4 de septiembre de 2018
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“Pájaros de verano”, de Cristina Gallego y Ciro Guerra

Los wayúu son los hijos del viento y la primavera. Son una nación con más de seiscientos mil integrantes y la primera fuerza indígena en Colombia. Su cosmogonía tiene fuerte relación con el territorio; sus ideas del mundo les han permitido construir una identidad y una serie de principios donde la mujer mantiene el linaje (un tipo de matriarcado) que cuenta con un papel de dominio. El pütchipü es el artífice y al tiempo la columna vertebral de la comunidad: trae y lleva la palabra, como el despliegue del viento y el mar. Esa base fundacional, de confiar en lo que se dice, les ha permitido sobrevivir luego de siglos como una cultura de diálogo. Aunque la historia debe contar que también ha habido (y hay) muchas guerras entre ellos, sus familias y clanes. No obstante, se sostienen por creer en el palabrero, tanto que se considera un patrimonio de la humanidad y sus ejemplos de paz/paces han trascendido. Esas intimidades son las que podemos ver, como si fuera un documento etnográfico, a través de Pájaros de verano, la película de Cristina Gallego y Ciro Guerra. Aunque esa es una primera película, luego el vuelo como espectadores nos lleva hacia otras latitudes.

Trascenderá lo contado en Pájaros de verano y, como ya ocurrió en Cannes, europeos y espectadores de otros contextos gozarán con el exotismo de culturas de las que poco saben.

Se trata de nuevo, como en las producciones de Ciro, de un viaje y una experiencia audiovisual muy enriquecedora con ciertas incertidumbres; pasó en La sombra del caminante (2004), con el que deambulamos exorcizando culpas y demonios; se hizo el recorrido de los juglares y de una buena parte de la costa caribe en Los viajes del viento (2009) y tuvimos un viaje cósmico e histórico en El abrazo de la serpiente (2015). Con un talante de fuerza narrativa donde ya no se tiene en cuenta tanto lo exótico de la historia para contemplar, dirían unos, sino que, a través de un ritmo sostenido y vibrante, nos mantiene expectantes de los sucesos, de la trama. Es una película con muchos pliegues y también —siendo el foco central— sobre la violencia, cruzada con el tráfico de drogas, en este caso, de marihuana, por allá a finales de los 60 y principios de los 70.

Más, una historia de familia, en la que se presume de poder potenciar el linaje y el honor. He ahí una segunda película, una experiencia trepidante, de gánsteres han dicho ya varios. Pudo haber sido otra la cultura, otro el contexto, y obtendríamos testimonios muy similares de ese creciente negocio e industria del narcotráfico. La Guajira también habrá de narrarse no sólo en modo de culturas y capacidades de sus comunidades, sino que también han convivido con el contrabando y otra serie de situaciones como la de ser zona limítrofe.

La película nos muestra la madurez del cine colombiano, como también sus clichés. Trascenderá lo contado en Pájaros de verano y, como ya ocurrió en Cannes, europeos y espectadores de otros contextos gozarán con el exotismo de culturas de las que poco saben. Más el atractivo de la violencia mezclada con drogas. El cóctel es explosivo y salta lo hecho en El abrazo de la serpiente, en el que primaba más lo étnico; en Pájaros de verano sus directores la hicieron para decirle al mundo que son de Colombia, pero que hacen cine teniendo en cuenta la aldea global.

Los diálogos en wayuunaiki nos muestran un modo del pensamiento de los wayúu.

Pájaros de verano cuenta con su propia capacidad de vuelo. No idealiza las comunidades indígenas, pero esa combinación de sus ceremonias y creencias con temas de índole macabra deja muchas inquietudes y molestias. Y lo que hace de forma sagaz es articular los principios de los wayúu y su enfrentamiento a un fenómeno que no sólo los reventó a ellos, sino a todos los colombianos. Pocas películas, para un tema de tantas dimensiones, han sido grabadas en Colombia, y con este matiz no tenemos muchos antecedentes. Seguro volarán muy lejos, aunque desde cerca se sienta que tal aire no es como la primavera, que dicen ser los wayúu. Por supuesto, los wayúu han sido condenados a vivir como marginales y de ellos se han aprovechado, y su cultura ha sido más el beneficio del museo que de su propia nación.

Ya La Guajira había sido tratada en cine. La eterna noche de las doce lunas (2013) se convierte como el preámbulo a Pájaros de verano, dado que la película empieza con la ceremonia o el paso de ser niña a mujer en la cosmovisión wayúu. Luego en la de Cristina y Ciro se encuentra un hombre —Rapayet— que pretende que una niña-mujer —Zaida— sea su prometida, y de repente pasamos a la película dos: el cortejo entre ella y él y las implicaciones de construir una familia. Vemos entonces un paisaje de la árida tierra de La Guajira y cómo ciertos oasis la dejan más derruida, también esas costumbres y rituales: el aprecio a la vida, la manera de tomar la muerte, el pulso entre las familias mediadas por el palabrero, los diálogos en wayuunaiki que nos muestran un modo del pensamiento de los wayúu y ese cáncer incubado hasta en los pensamientos de cada colombiano como lo es el narcotráfico.

El lema con el que se promociona atrae: “Si hay familia, hay honor. Si hay honor, hay palabra. Si hay palabra, hay paz”. Diríamos desde el cine: Si hay historia, hay cine. Si hay cine, hay emoción. Si hay emoción, obtendremos espectadores. Si tenemos espectadores, hay cine.

 

Pájaros de verano, ficha técnica

País, año, duraciónColombia, 2018, 125 minutos
DirectoresCristina Gallego, Ciro Guerra
GuionMaria Camila Arias, Jacques Toulemonde
MúsicaLeonardo Heiblum
FotografíaDavid Gallego
ActoresCarmina Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez, Greider Meza, José Vicente Cote, Juan Bautista Martínez
ProductoraCiudad Lunar Producciones / Blond Indian Films / Pimienta Films / Snowglobe Films / Films Boutique
GéneroDrama • Drogas • Años 70
John Harold Giraldo Herrera
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