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Kazantzakis y la guerra civil española

viernes 26 de octubre de 2018
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Nikos Kazantzakis
Kazantzakis viajó como corresponsal de prensa entre 1925 y 1936 por la Unión Soviética, Palestina, Italia, España, Egipto y Checoslovaquia.

Ahora que se cumplen 61 años de la muerte del escritor cretense (1883-1957), es oportuno recordar la faceta de viajero infatigable por la que era conocido, antes de la edición de Zorba el griego, gracias a los libros que publicó sobre sus experiencias por diversos países. Entre 1925 y 1936 viajó como corresponsal de prensa por la Unión Soviética, Palestina, Italia, España, Egipto, Checoslovaquia. Más tarde plasmó sus impresiones sobre Inglaterra y murió en Alemania a la vuelta de otro viaje a China y Japón.

 

Contexto: viajes a España (1926-1936)

A pesar del continuado entusiasmo que Kazantzakis ha despertado entre los lectores hispanohablantes, no muchos saben que visitó la península hasta en tres ocasiones (1926, 1932-33 y 1936) y que conoció con notable profundidad los rasgos distintivos de la cultura hispana, además del ambiente intelectual del momento.

Kazantzakis acudió por primera vez a España como corresponsal del periódico griego Eléuthero Týpo (Prensa Libre), a finales del verano de 1926. Su misión era conocer los progresos de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), con quien se entrevistó, y reforzar las relaciones entre aquélla y la de su homólogo heleno Teodoro Páncalo (junio de 1925-noviembre de 1926). Se quedó un mes y sus experiencias dieron lugar a veinticinco artículos, que rehizo, agrupó con sus impresiones de otros viajes por otros tres países y publicó en 1927, en Alejandría, con el título Viajando (España, Italia, Egipto, Sinaí).

Kazantzakis no manifestaba adhesiones estructurales por la derecha o la izquierda. Eso convierte su crónica, 45 artículos publicados en Kathimeriní entre noviembre de 1936 y enero del siguiente año, en un documento más rico y sustancioso.

Más tarde (1932), cuando estaba en París, leyó a Cervantes y a Góngora y se interesó por la vida y obra de su paisano, el Greco. Se preparó así para volver a la península como corresponsal de Kathimeriní (Cotidiana) y pasar en ella seis meses, fundamentalmente en Madrid, visitando a menudo El Prado, con predilección por el Greco y Goya. Además de conocer a Benavente y Valle Inclán, y de leer con admiración a Ortega, preparó una notable antología de poesía española contemporánea traducida al griego, que se editó en la prensa helena entre 1933 y 1937 (aparte del poeta de Moguer, figuran por ejemplo Machado, Unamuno, Salinas, Aleixandre, Altolaguirre, García Lorca, Alberti). En diciembre del 32, la dura noticia de la muerte de su padre lo lanzó a un viaje en tren por la geografía española: Ávila, Salamanca, Valladolid, Burgos, Zaragoza, Valencia, etc. Aparte de los quince artículos enviados a Kathimeriní, el Ministerio de Exteriores griego le encomendó estudiar los progresos de la República española (1931-1936). En sus cartas a su amigo Prebelakis le informa de que “cada día, por todas partes, y en los pueblos más pequeños, se descubren bombas, fábricas de materiales explosivos, explotan bombas, que matan y dejan heridos, hay reyertas en las calles, sobre todo en Andalucía; anarquía, comunismo sin programa ni cerebro (…), todo esto, claro, no aparece en mis artículos: sólo lo bueno que ha hecho la República y lo que quiere hacer”.

En octubre de 1936, fue enviado por su jefe a cubrir la guerra civil que acababa de empezar tres meses atrás. Se le mandó al bando nacional por mayor interés periodístico, probablemente no porque tuviera preferencias ideológicas. Aunque había mostrado algunas simpatías por el fascismo de los veinte, el escritor había visitado con entusiasmo la Unión Soviética, tenía numerosos amigos entre los republicanos españoles y fue crítico con la monarquía en sus artículos de 1933 y 1934. Hay que pensar que Kazantzakis no manifestaba adhesiones estructurales por la derecha o la izquierda. Eso convierte su crónica, 45 artículos publicados en Kathimeriní entre noviembre de 1936 y enero del siguiente año, en un documento más rico y sustancioso.

De la colaboración periodística de todos esos años, conformó un libro que recoge gran parte del material, reelaborado y expurgado, y que se publicó en Atenas, en abril de 1937, con el título Viajando – España. Las crónicas seleccionadas de la guerra civil llevaban el subtítulo ¡Viva la muerte!, en castellano, pero transcrito al alfabeto griego. Es, como se sabe, el grito bélico de la falange, y vino a funcionar bien como reclamo en las traducciones castellanas que aparecieron a partir de los 70.

 

Primeros viajes: la esencia de España

Para el lector moderno, un elenco de los elementos prominentes de la primera parte del libro, la que contiene sobre todo artículos del segundo viaje (1932-33), resulta decepcionante. Aborda sin el menor pudor los mayores tópicos de la piel de toro: don Quijote y Sancho, Teresa de Ávila, la Inquisición, el Cid, la tauromaquia, Colón. Hay que comprender el contexto. No sólo escribía para un público griego, sino que imperaba entonces la visión de la generación del 98, y las oleadas intelectuales sucesivas, que lidiaban con la crisis de identidad que atravesaba España. Esos temas seculares eran objeto ahora de especulación permanente. Unamuno había escrito, entre otros, En torno al casticismo. Ortega y Gasset exploraba el desmembramiento del país en España invertebrada. Machado había publicado Castilla.

Esta angustia por la verdadera personalidad española, centrada a pesar de todo en Castilla, y su encaje en Europa, van a ser temas cruciales también, con pleno derecho, del novelista y pensador griego. Máxime si aporta, como es el caso, interesantes observaciones que le proporcionan herramientas conceptuales con que poder interpretar, o intentarlo, la tragedia de la contienda civil posterior. En el capítulo dedicado a Madrid, bien entrado el libro, demuestra ser plenamente consciente de la trascendencia del fracaso del 98. Juan Ramón Jiménez se lo explica. Kazantzakis explora las diversas propuestas de solución encarnadas por insignes intelectuales de los últimos cincuenta años: el técnico Joaquín Costa, Ángel Ganivet, el espiritual Unamuno, que no le parece el mejor de los pensadores españoles, y Ortega y Gasset, europeizante y modernizador, que admiraba como uno de los mayores filósofos de su tiempo. Kazantzakis demuestra perspicuidad, notable conocimiento de sus fuentes y de los personajes tratados.

Desde el primer párrafo del libro, el autor acepta la tesis unamuniana de que el alma española está partida en dos, el idealismo quijotesco y el pragmatismo de Sancho Panza. Pero el cretense es consciente de que, repetidos, son lugares comunes. Los usa, por ejemplo, para sacar de sus casillas a un taciturno español “moderno” que conoce al principio de su viaje y así hacerle hablar. Entonces obtiene de él la primera reformulación del tópico: don Quijote es ya, confundido con Sancho, un hombre práctico de los nuevos tiempos, casado con una nueva Dulcinea, la democracia (traducible también como la República).

Un nuevo profeta, don Francisco Giner de los Ríos, había aparecido últimamente para ilustrar al país con su Institución Libre de Enseñanza. Kazantzakis encuentra en él la correcta manifestación del anhelo español por la Idea.

Kazantzakis cree poco en este análisis. Confía en la dicotomía. Por un lado está la Nada, la impresión calderoniana de que todo es sueño. Es un escepticismo popular innato. Por otro la Idea, que es presentimiento, pasión, no análisis, perseguida con el individualismo que inspiran los paisajes desolados de Castilla. En la catedral de Burgos comprende que la religión no es allí un contacto lejano con la divinidad, sino “la mano del hombre que se hunde en la herida de Dios”. La idea, el sueño quijotesco del XVI, había sido la cristianización del orbe, que se desvaneció en 1588 con la derrota de la Invencible. Por ello la obra de Cervantes cuajó entre sus contemporáneos como un fidedigno reflejo de las propias frustraciones colectivas.

En Salamanca, el recuerdo de la antigua escolástica universitaria le lleva a trazar una narración que niega (algo injustamente) la llegada del Renacimiento a España y las influencias europeas posteriores, por la censura de la Inquisición y el desinterés del pueblo llano, a pesar de los frustrados intentos ulteriores de los Borbones. Sin embargo, un nuevo profeta, don Francisco Giner de los Ríos, había aparecido últimamente para ilustrar al país con su Institución Libre de Enseñanza. Era, en efecto, la rara esperanza de los treinta, el krausismo que formó a los hermanos Machado, a Ortega, Américo Castro, Ramón Jiménez, Marañón, etc. Kazantzakis encuentra en él la correcta manifestación del anhelo español por la Idea.

En Ávila recuerda a Santa Teresa, a quien empareja con el Quijote porque como él quiso salvar su alma con su pasión, que fue la fundación de monasterios como en otra época pudo ser otra cosa. Lo que cuenta es el espíritu, la idea o, en la formulación hispana, el Pathos frente a la Nada, siempre presente, imbricada con ella, pugnando con la materia. El lector recordará primero a Hegel y luego el sentimiento trágico de la vida de Unamuno: el deseo de vencer la muerte.

En El Escorial traza una semblanza de Azaña, que lucha con su hombre exterior, monótono, cincuentón, fracasado, para dar a luz al hombre ideal que tomará (Kazantzakis apunta) las riendas del Estado. Se refleja vagamente la evolución de esta figura con la que había descrito, páginas atrás, del manco de Lepanto, gris buscavidas frustrado hasta que pergeñó a su caballero.

Madrid es, en mitad del páramo, la ciudad luminosa y dinámica que encantará a Kazantzakis: “Es verdaderamente un triunfo moral. Satisface la confianza del hombre en su virtud. Cuando digo ‘virtud’ me refiero a la obstinación y la fuerza”. Se produce en el autor cretense con Madrid y Toledo un quiasmo de expectativas y afecciones, duplicado por la posterior vicisitud de la guerra: la capital le colma, mientras Toledo le parece una ciudad falsaria. Esto ocurre porque esperaba ver la estampa que dejó el Greco, cetrina, recogida, gótica, terrible. En la siguiente parte del libro, la del enfrentamiento civil, la ciudad manchega destrozada por la batalla del Alcázar se descubre como la auténtica, según Kazantzakis, en un capítulo titulado “La verdadera Toledo”. Es comprensible que el lector se estremezca: son las elecciones artísticas de un escritor sin compromisos. Sin embargo, un capítulo más tarde no olvidará su amor por Madrid, que se pierde a sus ojos descuartizada por el asalto franquista.

En Toledo pudo, al menos, sentir la presencia del Greco en su antigua casa y gozar su obra en el museo y en las iglesias. Al llegar a Andalucía, “los ojos se volvieron más ansiosos, las narices aguileñas (…). Aparecieron las primeras palmeras (…). Abundaron las frutas, las huertas desprendían olor, lucían las adelfas”. El autor cretense traduce unos versos de Lorca. Siguen sentidos elogios, aunque entonces comunes, a la civilización de Al Ándalus: “el espíritu (…) anidaba y gorjeaba feliz en la ‘Atenas de Occidente’, Córdoba”. A través de la Mezquita, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra, Kazantzakis, arrobado de arabismo, parece olvidarse de sus arquetipos españoles, menos cuando, en la ciudad del Guadalquivir, identifica en un mozo el modelo de don Juan. Amador del instante, toma a la mujer, la materia, el tiempo justo para gozar y huir. Es, con don Quijote, otra máscara hispana de Dios.

En el último capítulo, dedicado a los toros, vemos a Kazantzakis idealizando religiosamente la tauromaquia (no usa nunca el término corrida ni siquiera toros), retomando de modo implícito la analogía con Mitra de unas páginas atrás. El torero es un sacerdote que inmola. Estos revestimientos parecen necesarios al autor para mitigar cierta prevención contra el espectáculo sangriento.

 

La búsqueda desde dentro del conflicto

“Uno de los rostros más brillantes de la Tierra, el de España, se ensombreció”. Y era una guerra que repercutía en todo el escenario internacional, lo sabía bien Kazantzakis. La furia descarnada de las corridas se había trasladado a la cotidianidad homicida. “Todos estos hombres que (…) se matan no son indiferentes o cobardes. Son africanos calientes, raza rica, compleja, salvaje: españoles”. La tauromaquia —decía— había sido suplantada por la antropomaquia.

El escritor entró por Cáceres desde Portugal. A menudo se topa con falangistas que gritan “viva la muerte”. En medio de una vorágine de trasiego bélico, escenas cotidianas y exclamaciones vitales, Kazantzakis encuentra bello (horror del lector ingenuo) el Cara al sol de la falange, “himno universal del amor y de la muerte”.

En Salamanca se produce una de las vivencias más notables del libro, su encuentro con Unamuno. El cretense oye los pasos del filósofo, en cuyo despacho le espera. El bilbaíno llega agotado, envejecido.

Ante Madrid, su verbo pierde entereza. A la vista aún gozosa de la urbe, le pregunta a un oficial si no sienten pena por ella. Es roja —le contesta—, pero se blanqueará. El escritor se horroriza.

—¡Estoy desesperanzado! —profiere. Y a continuación confirma la tesis de Kazantzakis: la matanza —dice Unamuno— no es por la fe en la religión o en Lenin, sino porque los españoles no creen en Nada. Son unos desesperados, palabra única en castellano. Kazantzakis apenas puede meter baza. El filósofo continúa despotricando contra el abandono del espíritu y la cultura por parte de aquella generación. ¿La solución?, le pregunta el cretense. Unamuno contesta que no hay que enseñar la verdad al pueblo, sino mitos con que hacerle vivir. Saca un ejemplar de su último libro, San Manuel Bueno, mártir, y le lee. El futuro autor de Cristo de nuevo crucificado opina que el espíritu ha ido demasiado lejos y ha sobrepasado las capacidades de la vida, como al final del mundo grecorromano. Una nueva edad media se avecina, concluye Unamuno.

Se oyen gritos en la calle que les distraen: ¡Arriba España! El filósofo justifica entonces su adhesión al bando sublevado: no es ni fascista ni bolchevique, pero vio necesario que se restableciera el orden, la disciplina. Enseguida volverá a luchar por la libertad. Sin embargo, se siente solo, como Croce en Italia. El artículo, perdido, de este encuentro, se publicó a mediados de diciembre de 1936. Unamuno se dolía todavía de las heridas sociales del encontronazo que tuvo en octubre con Millán Astray y había de morir poco después, el último día de ese año.

Otra sorpresa más se lleva el lector al llegar al capítulo en que se refiere el sitio del Alcázar de Toledo por las tropas republicanas. Kazantzakis lo titula como la épica obra de Solomós sobre Mesolongui: Los asediados libres. El general Moscardó y los suyos aparecen enaltecidos a través del relato escrito por un superviviente, que se hace amigo del autor. Alternado con un diálogo entre los dos, el soldado le lee sus apuntes de aquellos días de hambre y muerte. El escritor no deja de colar alguna nota irónica, como su mala opinión sobre el himno que habían compuesto los asediados, pero en general la crónica es respetuosa, vívida, trepidante, humana.

Ante Madrid, su verbo pierde entereza. A la vista aún gozosa de la urbe, le pregunta a un oficial si no sienten pena por ella. Es roja —le contesta—, pero se blanqueará. El escritor se horroriza. Su pluma recoge el angustioso testimonio escrito de una familia, ignorante aún de la definitiva ruptura: la carta que le había enviado su mujer a un republicano, luego muerto en Getafe. La epístola, rescatada del cadáver, se la había dado un soldado. Kazantzakis traduce las inocentes esperanzas, las tristes anécdotas cotidianas, las cariñosas palabras de la hijita añadidas por su infantil puño al final de la misiva.

La sombra de Caín se cierne sobre el país. El autor griego siente hastío. “No matarás”, le recuerda a un cura exaltado, que le contesta enfurecido: “¡Dios, patria, Rey!”. Ya ante la ciudad bombardeada le aterrorizan los semblantes sarcásticos, salvajes, de los soldados franquistas. De pronto le parece demasiado oprimente la presencia de los mercenarios marroquíes. Los compara con chacales. Se le figuran como un rasgo de extremo encarnizamiento nihilista. La confianza de los sublevados en su bravura arranca en el escritor un ramalazo de racismo decimonónico: “Un día nos arrepentiremos de haberles enseñado a luchar y a matarnos. (…) Un día todas estas razas todavía fuertes, ansiosas, caerán sobre nosotros”.

En Toledo la desconocida causa de la muerte de García Lorca, que le anuncian, le recuerda la absurdez del desencadenante trágico en los dramas shakespearianos. Intenta averiguar la verdadera razón de los requetés, los carlistas, para participar en la guerra, y el monarca que esperan entronizar. La escena con uno de los comandantes dispara la risa del lector como las sátiras que en su tiempo también les dedicaba Larra. No se acaba ahí la revista que hace de las distintas facciones: renovación española, seguidores de Albiñana, falangistas. La algarabía de inútiles disensiones y programas, a veces nulos, le aturde. Sigue buscando inconscientemente la causa de la honda tragedia.

Huye hastiado de Madrid, con su chófer. En Cembrero, unos soldados barbilampiños se cuentan atrocidades de guerra, en una taberna, sin el menor remordimiento, riendo, bromeando. El lector entonces comprende que el escritor ha ido poco a poco desvelando la evolución de una íntima búsqueda, según arreciaba el espanto bélico. En Ávila comunica su desaliento a un teniente asturiano, amigo suyo. Éste le da una explicación plausible que iluminará las últimas etapas de la partida de Kazantzakis.

 

Sus impresiones son preciosas. Su implicación, sincera y conmovedora. Su estilo y sus descripciones, intensas.

Conclusión

El libro es, como no podía ser de otro modo en aquella encrucijada, una incursión en ese hispanismo de tipo romántico que llevaba vigente desde la guerra de independencia. Sin embargo, el escritor cretense lo revitaliza con maestría. Sus impresiones son preciosas. Su implicación, sincera y conmovedora. Su estilo y sus descripciones, intensas. Resulta, en definitiva, acertado y no tan remotamente sobrecogedor el comentario de la prologuista de la última edición griega, la profesora Helena González Vaquerizo, quien otorga actualidad a la obra recordando las discordias del momento presente.

Resuena en el oído del lector la frase que le dijera al escritor un soldado en el frente. Acaso injusta, pero cargada de connotaciones dignas de interpretación: “Para los españoles, la guerra civil es un regalo de Dios”.

 

Bibliografía básica

  • Kazantzakis, Nikos (1973), Del Monte Sinaí a la isla de Venus. Cuadernos de viaje. Traducción de capítulos de los distintos viajes, Lupo Canaleta, Andrés, en Nikos Kazantzakis (1973), Obras selectas II. Barcelona (Se puede consultar en acceso abierto en Internet).
    (1977), España y ¡Viva la muerte! Traducción de Maestre, Joaquim. Edición Júcar. Madrid (existe otra traducción del mismo traductor, España dos rostros, editada por Carlos Lohlé, en Buenos Aires, 1985, que no he podido ver).
    (1998), Viajando. España ¡Viva la muerte! Traducción de Flores Liera, Guadalupe. Ediciones Clásicas. Madrid.
    (2016), Ταξιδέυοντας. Ισπανία. Εκδόσεις Καζαντζακη. Atenas.
    (1963), Spain : a journal of two voyages before and during the Civil War. Traducción de Mims, Amy. Simon and Schuster. Nueva York.
Daniel Buzón

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