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El dardo en la palabra de Lázaro Carreter, revisitado

domingo 13 de octubre de 2019
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Fernando Lázaro Carreter
Fernando Lázaro Carreter (1923-2004) fue presidente de la Academia entre 1992 y 1998, pero su labor de fijación y limpieza fue constante y más extensa.

Es difícil que el lector interesado en este articulito no note ya de entrada la audacia del extranjerismo “revisitado”, ausente del Drae, aunque de uso corriente en la prensa. Es un capricho o un guiño que me permito porque sé que hubiera despertado el estro filológico del profesor, como algunos otros dislates verbales que se me escapen.

El trabajo de Carreter cumple perfectamente con la exigencia de ofrecer un conocimiento diacrónico, preciso y orientativo.

Fernando Lázaro Carreter fue presidente de la Academia entre 1992 y 1998, pero su labor de fijación y limpieza fue constante y más extensa. Otros académicos notables, ya presidieran la institución o no, se han hecho célebres por emplear todos sus desvelos científicos en tareas aquilatadas de erudición, como rehabilitar a Góngora (Dámaso Alonso), ahondar en la naturaleza de la Generación del 98 o de España (Laín Entralgo) o ediciones escrupulosas y muy diversas investigaciones (Menéndez Pidal, Rodríguez Adrados, Francisco Rico). Lázaro Carreter, además de dedicarse a estudios meticulosos, lanzó una serie de artículos notables en prensa que corregían las desviaciones periodísticas respecto del español normativo o siquiera razonable.

Era esta una ocupación más polémica y callejera, a la pata la llana, a menudo muy amena, aunque sus noticias no pueden leerse superficialmente. No fue el único entregado a esta cruzada. Umbral, quien le consultaba sus dudas y nunca consiguió ser académico, también lanzaba aldabonazos, algo más satíricos e hirientes. Cada uno con su estilo. Las enmiendas de Carreter, más frecuentes y puntuales, atrajeron la atención de miles de hispanohablantes. No está claro que hicieran mucha mella en la prensa, vastísimo océano de profesionales, pero también de chisgarabises y correveidiles que, aunque quisieran, tampoco huelgan lo bastante como para revisar sus producciones, ya no digamos formarse. Una de sus últimas frustraciones fue no haber podido frenar la progresiva difuminación de la distinción semánticamente estructural entre oír y escuchar, y la eliminación del primero, que en los medios de comunicación españoles se ha vuelto casi total. Es verdad que el uso común americano, corriente, estándar y culto, se ha decantado a favor de la exclusividad de escuchar, pero no lo es menos que esa indistinción avanza en España por culpa de la ignorancia y la pedantería periodística. La Fundéu (Fundación del Español Urgente), que el mismo Carreter gestó y acunó, clava banderillas pseudodoctorales que legitiman el abandono del verbo oír.

Es lícito distribuir en cuatro clases no muy categóricas las glosas de Lázaro Carreter: extranjerismos, impropiedades, neologismos o morfologías inaceptables y amplificaciones culteranas. Un análisis de sus dardos, no exhaustivo ni profundo, sino ligero y sin pretensiones, muestra que toda faena intelectual continuada, incluida la de académico, también deja su escoria, es decir, su desecho, como la del periodista. Quiero decir que a menudo el prurito del maestro no es del todo comprensible o justificable, por más acertadas y edificantes que sean sus postillas, y parece responder a la inercia de su quehacer doctrinal: se agradece, y mucho, la profunda ilustración lingüística, porque el término culpable es siempre digno de nota, pero a veces se duda de la pertinencia del rigor propuesto para la vitalidad de la lengua. Esto me atrevo a escribirlo yo con la intención de hilar fino (no sé si lo consigo), pero no para legitimar la vanidad libertaria de cualquier plumilla acostumbrado a despreciar la filología de la Academia de la Lengua. En cualquier caso, el trabajo de Carreter cumple perfectamente con la exigencia de ofrecer un conocimiento diacrónico, preciso y orientativo.

Por otra parte, el académico no reprende el fallo aislado, pero sí fustiga el alarde inepto de saberes inexistentes, el uso de vocablos o giros postizos, adulterados, por parte de presuntos profesionales del idioma, los periodistas y con ellos los políticos, que más que a comunicar se dedican a amasar un “tesoro de cutrez culta”, a convertir la lengua en una “gelatina” y una “babel”, provocando un “ablandamiento de la pasta cerebral colectiva”.

Los extranjerismos son relativamente pocos en el acervo. Advierte el académico que “presencial” es un calco del inglés presential, que el adjetivo “generalista” es vacuo, pero mucho mejor que otro horroroso término francés, omnipracticien, que lo de poner super- a todo es “insaciable” y sin sentido. Tampoco ve necesario introducir, a partir del inglés, palabras como “proyección”, por futuro o porvenir, “disfuncional”, “cataclísmico”, expresiones como “negro sobre blanco”, por poner por escrito, “damas y caballeros”, por señoras y señores, “el día después”, por el día siguiente, “los viejos tiempos”, el plural “talibán” para talibanes, etc., ni confundir calcinar con carbonizar, al modo francés, ni hablar de “equipaciones” o “premiaciones”. No es, sin embargo, especialmente ácido contra esos préstamos momentáneos o permanentes, y los nota mucho menos que a los errores de las otras categorías.

También chistosos son sus comentarios a la ignorancia supina: el periódico que habla de los “versos de Platero y yo”, el programa de televisión donde se dice que sotto voce es expresión latina…

Lo que molesta más, tanto a Lázaro Carreter como a su lector habitual, es la absurdez palmaria hija de la cultura aparente. Ese es el apartado que he creado aquí para la impropiedad. La ampliación radiofónica de “buenas madrugadas” estira un término que sólo significa la alborada, el despuntar del día. Decir “comentar” para cualquier comunicación empobrece. Añadir “humanitaria” a catástrofe, en vez de humana, no es más que alargar sin que haga ninguna falta. No debe confundirse séquito por cortejo, vigente por actual, envergadura por corpulencia, efectivos por soldados, ridiculizar por poner en ridículo, ni construir oxímoron (él prefería llana esta palabra) como “sufrir mejoras”, “celebrar capilla ardiente”, llamar a alguien “culpable” o “cómplice” de algo bueno, en lugar quizá de autor o copartícipe. Torsiones de este jaez, y disparates peores, son el blanco de la mayoría de dardos. Indican descuido y afán de pavonearse, aunque algunas veces no son más que ampliaciones semánticas que la lengua más o menos necesita, quizá no al modo propuesto, pero sí semejante.

También chistosos son sus comentarios a la ignorancia supina: el periódico que habla de los “versos de Platero y yo”, el programa de televisión donde se dice que sotto voce es expresión latina o que El trovador de García Gutiérrez es una novela histórica. Aquí el lector actual toma aire y no acierta a imaginar cómo hubiera encajado Lázaro Carreter que recientemente una participante en un concurso de preguntas de la televisión española no acertara a decir el año de la primera edición de la primera parte del Quijote, tras saber que acababa en 05 y probar con 1405, 1505, 1705, 1805 y hasta 1905. Asimismo le incordia el mal uso del estilo directo en la prensa cuando introduce un que innecesario: “Zapatero declaró que ‘queremos dar un paso más’”. No sé qué pensaría de la actual facilidad, increíblemente inepta y antifilológica, con que los medios utilizan el estilo directo con comillas para sus propias paráfrasis y glosas de las palabras exactas. Uno ya no sabe qué dijo nadie. Los medios franceses por lo menos se las apañan acotando entre corchetes [ ] las modificaciones hechas al original.

Las morfologías y los neologismos inaceptables son muchos. El empeño de añadir el prefijo auto-, incluso al propio sustantivo suicidio. La floración impertinente de los -ismos y su adjetivo, a veces recayendo en la impropiedad: favoritismo, resistencialismo, oportunismo, continuismo, costumbrista (para decir acostumbrado), entre otros. Recuerda que hay que conjugar con diptongo degollar o descollar. No está muy a favor de formaciones como “jueza” o los desdoblamientos de género, hoy día ya casi conservadores, porque estamos en el mundo del genérico femenino y la creación de fantasías imposibles, como “portavoza”. Cabe recordar, no obstante, que la gran funcionalidad del morfema -a es propia del español, más ambicioso en ello que el italiano, porque creó ya desde temprana edad el femenino en -a para sufijos como -dor o -nte (v. gr. pecadora, regenta), y siempre ha insistido en la distinción de género, aunque no por feminismo ni por ninguna clase de ideología sobrevenida. Pero la verdad es que no soy capaz de imaginar la reacción del académico a la patochada ideológica actual “monomarental”.

El último apartado inventado aquí, amplificaciones, sería el más extenso junto con el de impropiedades, caso de que el mismo Lázaro Carreter los hubiera utilizado, porque procede de la misma actitud ostentosa. ¿Qué belleza oratoria aporta al discurso de un político ese uso pedestre de la anáfora por el que se empieza cada oración con el mismo sintagma, a veces larguísimo: “no venimos a pediros el voto sólo para conseguir escaños; no venimos a pediros el voto sólo para gobernar; no venimos a pediros el voto para amparar con él nuestros intereses personales…”? Tampoco enriquecen las locuciones adverbiales para dilatar la frase: “a través de la ventana”, en vez de “por la ventana”, decir “en aras de” desdeñando “para” o “la ceremonia se celebra a partir de tal hora” en lugar de “a tal hora”. En sentido contrario critica, con razón, el uso temporal de “en” (ya universal en español) cuando se quiere decir “dentro de”, con el único propósito de imprimir inmediatez: “volvemos en cinco minutos”, en lugar de “dentro de cinco minutos”. No hace falta introducir la conjunción copulativa y en “punto final”. Hay que ir con cuidado con los latinismos como alma mater, que no debería usarse en masculino, “alma pater”, porque es una chapuza morfológica inédita.

Hay que meter en este saco la manía de utilizar la palabra más larga o supuestamente la más técnica: de ahí viene que en la prensa se encuentre siempre “escuchar” por oír o “finalizar” para decir acabar o terminar. Asimismo reconviene que por todas partes se “actúe” y haya “actuaciones”, de acuerdo con un abuso sufrido también por el verbo producir. Las perífrasis hueras suelen despertar el feliz humorismo del académico: compañero sentimental, ganaderos vacunos, autor filosófico, sede parlamentaria, etc.

Hay poco espacio para la corrección de la pronunciación. En alguna ocasión muerde la incapacidad de los presentadores para reproducir la lateral palatal en términos italianos que contienen -gli-, o la forma tan paleta del latinajo statu quo como status qúo. Pero bastante tenía con la retahíla o la caterva de distorsiones, desde la semántica a la sintaxis, que fluían y fluyen incesantemente por los medios de comunicación. En estos días parece que la libertad con que azotaba toda incongruencia va siendo cada vez más rara, así como sus conocimientos lingüísticos, que incluían el latín.

Pronto veremos a concursantes televisivos pronunciar dijno o sijno mientras ijnoran qué era eso del Quijote.

Es cierto que, como se ha dicho, a veces los cambios no sólo han sido inocuos, sino además efímeros. En otros casos, sin embargo, la nueva ocurrencia viene a desjarretar coyundas necesarias al equilibrio de la lengua, a menudo propuestas por innovaciones ideológicas de nulo provecho. En muchos más, su aviso de que podríamos estar convirtiendo a la lengua en una gelatina sin estabilidad no nos asusta, porque confiamos en la solidez de la evolución en todas sus formas, pero sí nos asalta cuando observamos cómo se extienden sin remedio desatinos portentosos, no sólo entre políticos o escribidores, sino también profesores de universidad.

Termino con un ejemplo muy a propósito, que no recuerdo que comentara Lázaro Carreter. Se trata de la ultracorrección que consiste en pronunciar la g de los grupos consonánticos -gm- y -gn- como fricativa velar (para entendernos, -jm- y -jn-). Tratándose de elementos cultos, del griego y del latín, su pronunciación depende de estas lenguas, en que nunca fueron dichos con tal fonema, sino en todo caso con oclusiva velar sorda, como si dijéramos -km- y -kn- (y esto deberíamos pronunciar como solución más razonable y mesurada). En el caso de -gn- acaso se pronunció en latín como palatal nasal: ñ, como ha llegado a derivarse en francés, italiano e incluso castellano, por ejemplo en “puño” (derivado de pugnus) o “señal” (derivado de signum). Pero esto no vale nada contra la insistencia miope en deformar la pronunciación no ya de términos cultos como dogma, estigma, sino palabras de uso corriente como digno, signo, consigna o ignorante (cultismos en su día, siglos XV-XVII, enseguida naturalizados). Pronto veremos a concursantes televisivos pronunciar dijno o sijno mientras ijnoran qué era eso del Quijote.

A pesar del mal sabor que a veces tiene el jarabe gramatical y los riesgos de rigorismo, ¿no nos es siempre necesario que los académicos cumplan con su función de reconducir y amonestar aunque sólo fuera con la mitad de la amenidad con que lo hacía el desaparecido e irremplazable Lázaro Carreter?

Daniel Buzón

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