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Cusco, Cuzco, Qosqo, tu nombre sagrado

lunes 14 de marzo de 2016
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“Cuszco”, antología de relatos editada por Carlos SánchezCuando se recorre el mismo camino una y otra vez, yendo y volviendo, pisando en la tarde las huellas de los pasos que dejamos en la mañana, descansando en el mismo lugar, mirando las mismas piedras de la calle, buscando la sombra que sabemos estará en el mismo sitio cada mediodía, terminamos por sabernos de memoria los pasos que debemos dar, los obstáculos que sortear y los escalones que tenemos que subir, o bajar. No tropezamos, pero no vemos el camino, lo conocemos y por eso lo invisibilizamos. Lo mismo pasa con nuestras ciudades, las conocemos tan bien que ya no las vemos, se han hecho invisibles a nuestros ojos pero no ajenas a nosotros; por eso no es raro escuchar que vivimos en ciudades invisibles.

Sin embargo, cuando llegamos a una nueva ciudad, o alguien llega a la nuestra, todo es nuevo, llamativo, especial y hasta espectacular. Si acompañamos a un visitante a pasear por nuestra ciudad, veremos que le toma fotos hasta a las piedras que todos los días nosotros pisamos sin ningún interés. ¿Qué ven los viajeros en nuestras ciudades, invisibles para nosotros? No lo sé. ¿Qué vemos nosotros en las ciudades que visitamos? No lo sé tampoco. Las ciudades están ahí, para verlas, pisar sus calles y correr en sus parques, entrar y salir por sus puertas, visitar sus bares y almorzar en sus restaurantes, perdernos en sus vericuetos y acechar a las muchachas nativas, que parecen ser siempre más atractivas, extrañamente amables.

Lo que algunos de los visitantes a Cusco han visto, aquella ciudad mítica y cosmopolita ubicada en la sierra peruana y que fuera fastuosa capital de la cultura inca, está escrito en este libro, titulado con la impronunciable palabra “Cuszco”. Evidentemente no es el Cuzco castizo ni el Cusco contemporáneo, tampoco el Qosqo recuperado con la intención de alimentar nuestro orgullo y nuestra confusa identidad, en cualquier caso sigue siendo el mítico y romántico “ombligo del mundo”. Hace unos días, con Miguel Gutiérrez y Marco Martos recordábamos a Washington Delgado, poeta cusqueño derivado a Lima, quien decía que lo único que le había quedado de cusqueño era la costumbre de escribir Cuzco con zeta. También viene a mi memoria una conversación intrascendente, por las redes sociales, con una poeta latinoamericana que intentaba corregirnos la denominación “ombligo del mundo”, para dedicarla a Ecuador, donde ella decía que está el centro del mundo. Está visto que ella no entendía el significado de “Cusco” y se remitía a un problema matemático espacial; sin embargo, bajo esa lógica y entendiendo que el mundo es una esfera y que cada punto de su superficie puede ser señalado como centro, quien en este momento esté en Cusco, o en cualquier lugar, está en el centro de esa esfera, en el centro del mundo.

Tenemos la oportunidad de sumergirnos, una vez más, en este mundo que Carlos Sánchez ha configurado con veinticinco autores y su particular manera de ver el Cusco.

Esta es una de las sensaciones que tengo como lector frente a este libro. Quienes han escrito sobre Cusco, literalmente encima de su superficie, en sus calles empedradas y magnéticas, han sentido en ese momento estar en el centro del mundo, y eso nadie se los va a quitar. Carlos Sánchez ha hecho otro tanto para reunir autores y textos en este volumen, que terminará siendo una prueba palpable de que el centro del mundo los ha acogido.

No veo, en este caso específico, que la ciudad imperial sea el objeto literario de los autores reunidos por Carlos Sánchez, ni el espacio en el que se ambientan personajes y sus dramas o traumas, tampoco es el estímulo de la inspiración. Creo que es más bien un objeto de deseo, un espacio de fascinación, donde la ciudad se impone gigante frente a la sencillez y simpleza del ser humano: el narrador Julio Ramón Ribeyro se siente humillado ante un policía ignorante que lo mete preso en una comisaría cusqueña; el joven Ernesto de José María Arguedas, de Los ríos profundos, se siente insignificante ante las soberbias piedras de los muros incas, nada menos en la calle Palacio; el novelista Edgardo Rivera Martínez cuestiona su identidad a través del monólogo de un ángel desprendido del templo de Ocongate por un rayo; hasta un personaje de la novela del poeta Oswaldo Chanove dice que en esta ciudad “brillaba todo lo que cualquier maldito joven podía desear” y el brichero (cazador de gringas) de Mario Paredes se profesionaliza para sacar provecho de eso.

Ese tipo de historias están reunidas en este libro, ese tipo de personajes deambulan por sus páginas, ese Cusco es el que se muestra, un Cusco que tiene al frente a un hombre empequeñecido, no en el sentido de rebajado o degradado, sino consciente de su estatura humana frente a la inmensidad metafísica que lo rodea. Si Kurosawa hubiese pasado por la imperial, habría hecho una toma abierta, de un apu (cerro) a otro, con el fondo azul del cielo traicionero, y habría colocado a un personaje, solitario, en la explanada del Korikancha, ese templo cristiano levantado sobre los muros incas. Una imagen como esa nos remite al centro del mundo, una sensación como esa es la que nos inspira. Cada uno de nosotros somos un centro insignificante del mundo, que nos redimimos a través de la literatura.

En otro momento ya hablé del papel del antologador, de sus manías, derechos y tentaciones, solo reiteraré que no creo en eso de que el tiempo es el mejor antologador, y que los lectores confiamos siempre en el ojo humano. No hay mejor manera de describir la tormenta si no es desde el ojo del huracán. Cada quien explicará sus razones, pero nosotros tenemos la oportunidad de sumergirnos, una vez más, en este mundo que Carlos Sánchez ha configurado con veinticinco autores y su particular manera de ver el Cusco, este Cusco que nos duele, nos seduce, acoge y castiga, y en el que hemos puesto nuestra semilla.

Alfredo Herrera Flores
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