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Oswaldo Reynoso: breve semblanza a modo de despedida

lunes 6 de junio de 2016
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Oswaldo Reynoso
El escritor peruano Oswaldo Reynoso era uno de esos artistas marginales que al mismo tiempo era feliz al verse rodeado de las multitudes académicas y de los estudiantes chacoteros.

Perteneciente a la denominada Generación del 50, una de las etapas clave de la literatura peruana, el escritor peruano Oswaldo Reynoso era uno de esos artistas marginales que al mismo tiempo era feliz al verse rodeado de las multitudes académicas y de los estudiantes chacoteros; como han anotado varios de sus colegas a poco de saberse de su fallecimiento, era común verlo en una feria internacional de libro como en un festival escolar en un pueblito pequeño o un centro penitenciario fomentando la lectura, siempre rodeado de jóvenes, pero también era celoso de su soledad y renegaba de los círculos oficiales culturales que no hacían más que repartir medallas y beber wiski.

A los 85 años ha fallecido Reynoso y la reacción de intelectuales y lectores ha sido inmediata en las redes sociales y varios cientos de sus lectores lo han acompañado en su velatorio. Era un escritor querido, y leído, a pesar de que las editoriales lo siguieron marginando mientras que las independientes iban publicando ediciones breves que se agotaban rápidamente. No era precisamente un escritor de culto ni oscuro o subterráneo, aunque sí de una marginalidad que lo ubicaba entre los incómodos y peligrosos. Memorable fue la “mandada a la mierda” a una prestigiosa revista limeña que lo invitó como jurado a su concurso de cuento y le tergiversaron sus declaraciones y hasta su decisión por el premiado. De la misma manera, no se cuidó de palabras al momento de decirle sus cuantas cosas a los gobernantes de turno o a los intelectuales que asumían poses oportunistas, y se justificaba diciendo que él “sí podía hablar de la calle porque vivía en la calle, sí podía hablar de la marginalidad porque era marginal y sí podía hablar de la revolución porque era revolucionario”.

Reynoso ha impuesto en la narrativa peruana una prosa desenfada, cargada de un lirismo propio de quienes asumen la literatura como artistas y no como técnicos.

Marxista de los combativos, lúcido profesor universitario, inacabable conversador de los bares limeños, viajero infatigable, no le negaba el saludo ni el autógrafo a nadie y era implacable al momento de denunciar lo que a él parecía injusto o antiético, de manera que no debe haber alguien ligado a la literatura que no tenga una anécdota con ese viejo amable con cara de pocos amigos, cabellera blanca y juvenil pañolón alrededor del cuello. Una mañana el director del diario en el que trabajaba con ímpetu de ángel caído me dijo: “Oswaldo Reynoso ha vuelto, recógelo de su casa a las diez de la mañana porque a las once lo voy a entrevistar para la televisión, le he dicho que también eres escritor”; fui a las nueve y media, emocionado por conocerlo en persona y tener más tiempo para hablar con él; me hizo pasar a la sala y un mozo de saco blanco y corbata michi me ofreció un vaso de wiski, que es lo que había desayunado Reynoso, luego salimos hablando de literatura; ya en el canal me confesó que las entrevistas lo ponían nervioso y me propuso tomar una copa de pisco antes de hablar con mi director, acepté, claro, y buscamos una bodega en un centro comercial donde solo había bancos y salas de peinados, hasta que por fin encontramos la bodega, de la cual salimos a las diez de la noche, abrazados, felices, hablando de literatura después de haber olvidado la cita con el director.

Oswaldo Reynoso nació en Arequipa, la tierra del prócer Mariano Melgar y el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, en abril de 1931, y estudió en la Universidad de San Agustín y luego en la Universidad Enrique Guzmán y Valle. En 1955 publica su primer libro, un conjunto de poemas titulado Luzbel, que ya anunciaba su espíritu rebelde y provocador, pero luego publicó un conjunto de relatos bajo el título de Los inocentes que también se publicó como Lima en rock (1961). Este libro generó reacciones adversas, pues los personajes eran jóvenes urbano-marginales, empleaban un lenguaje lumpen y se veían envueltos en situaciones donde la violencia y el sexo se mostraban descarnados y sin tapujos, algo inusual para la época y que casi inmediatamente después asumirían otros escritores notables de su generación, como Julio Ramón Ribeyro, Luis Loayza, Enrique Congrains Martin, Miguel Gutiérrez, el propio Vargas Llosa y poetas trascendentes como Pablo Guevara, Javier Sologuren, Blanca Varela, Francisco Bendezú y Jorge Eduardo Eielson.

El escritor arequipeño se convirtió en abanderado de la nueva narrativa urbana al publicar su tercer libro, la novela En octubre no hay milagros (1965), pero siguió recibiendo las ácidas y desproporcionadas críticas de quienes consideraban sus historias como exageradas, inmorales, violentas y hasta pornográficas. Pero el novelista siguió enfrentando tanto sus propios demonios como las diatribas de sus enemigos intelectuales, dictaba clases en la universidad y talleres casi clandestinos, mientras su influencia se iba extendiendo entre los jóvenes narradores. Hacia 1970 publicó un relato breve, El escarabajo y el hombre y luego vino un silencio de casi veinte años. Se fue a China, donde trabajó como traductor y corrector, una experiencia que se tradujo luego en relatos como En busca de Aladino (1993) y Los eunucos inmortales (1995).

Vuelve cuando el país se desangraba entre la demencia de Sendero Luminoso y la desquiciada respuesta del Estado a través de los militares, se reinserta en la vida política y cultural y no deja de opinar sobre el disparatado y corrupto régimen fujimorista, lo propio hará respecto a los siguientes gobiernos. Esta actitud suma a su ya bien ganado prestigio como escritor y a su modo marginal de vivir, pues se ha pasado la vida tratando de sortear la fama, hasta que se ha acomodado a ella, fiel a su estilo. A partir del 2005 publica varios textos y se reedita su obra, consolidando su presencia e influencia literaria, recibe reconocimientos y algunos premios honoríficos, pero sobre todo se convierte en un infatigable promotor de la lectura en escuelas y universidades. Su último libro, Arequipa lámpara incandescente, es una suerte de homenaje a su ciudad natal.

La decadencia que denuncia Reynoso se refleja en sus personajes: jovenzuelos que están despertando a un mundo sin esperanza.

Reynoso ha impuesto en la narrativa peruana una prosa desenfada, cargada de un lirismo propio de quienes asumen la literatura como artistas y no como técnicos. “Soy el best-seller clandestino del Perú”, solía decir, o “aquí el escritor es un ciudadano de segunda”, cuando se refería a la condición del escritor y de la literatura en general. En sus obras se refleja la decadencia de la clase media limeña, urbana, que se enreda en su laberinto de deseos insatisfechos y frustraciones, que mira a modelos extranjeros sin dejar de librarse de las ataduras de la mediocridad. Pero el lirismo de su lenguaje equilibra la crisis que refleja sus ficciones. Hay un párrafo famoso de su relato “Los inocentes” que grafica su poética: “Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno; y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”. La última oración, por ejemplo, ha aparecido en paredes y grafitis en Lima y otras ciudades.

La decadencia que denuncia Reynoso se refleja en sus personajes: jovenzuelos que están despertando a un mundo sin esperanza, más aún, ciegos de esperanza, con el único objetivo en su vida de sobrevivir al día. La corrupción, la homosexualidad, la injusticia, la soledad, se presentan con la misma intensidad que la solidaridad, la lealtad y el amor, no por contrapuestos ni por malo o bueno, que no lo son, sino porque en toda sociedad está el dolor de la diferencia y la esperanza de una mano cercana. Oswaldo Reynoso logró hacer una metáfora lúcida de la sociedad con la que estaba comprometido, no era un simple retrato de su entorno sino un reclamo, una denuncia, el grito que no queremos escuchar.

Alfredo Herrera Flores
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