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Recuerdo final de Antonio Olave, maestro de la artesanía peruana

miércoles 3 de agosto de 2016
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Antonio Olave
Antonio Olave fue distinguido en 1993 como Gran Maestro de la Artesanía Peruana y en 2009 fue declarado “Tesoro Humano Viviente de la Nación”. Fotografía: Richard Varr

Don Antonio Olave cruza el pequeño patio de su casa para ingresar a su taller de artesano en el tradicional barrio de San Blas, en Cusco, a paso lento. Aunque debe haber hecho este breve recorrido cientos de veces, a sus 88 años este trayecto parece más un viaje al pasado. Va acompañado de una de sus hijas y en el taller ya está dando forma a la arcilla o la madera, o retocando un ángel o un crucifijo, otro de sus hijos, que le han heredado el arte, la paciencia para hacer brotar de sus manos la belleza.

Esta vez acompañamos a don Antonio a cruzar el patio e ingresamos a su taller, que parece no haber sido tocado en varios años: piezas a medio armar, decenas de pequeños tarros de pintura y pinceles, punzones, bocetos, todo parece estar en orden, cada cosa en su sitio, como si allí trabajara un contador y no un artista. Pero es que el orden es uno de sus “secretos” para lograr hacer un buen trabajo, el otro es la constancia, explica don Antonio acomodándose en su vieja silla acondicionada con almohadones y cojines para ser más cómoda, pues pasará ahí varias horas al día.

Olave es el creador de una figura de la imaginería cusqueña que ha dado la vuelta al mundo y se ha convertido en uno de los símbolos tanto de la fe cusqueña como del turismo.  

El maestro Olave ha aceptado una entrevista después de varios años, hace tiempo que pasa más días de la semana fuera de Cusco, descansando, pero no puede descansar tranquilo porque sigue pensando en su taller, en sus proyectos pendientes, “las manos siempre están queriendo hacer algo”, dice y da una mirada de repaso a su mesa de trabajo, como si comprobara que todo esté en su lugar. No es la actitud de un anciano sino la de un hombre que tiene en la mirada un mundo por crear y espera el momento y sabe elegir el instrumento para hacerlo.

Habla poco, mueve las manos al hacerlo, sonríe, tiene confianza y pronto cuenta que ha hecho un “Niño Manuelito” para el papa Juan Pablo II, que lo recibió y le pidió que lo conserve en su taller, en exhibición, porque él ya tenía muchos; y ahí está, junto a la foto con el Papa. Olave es el creador de una figura de la imaginería cusqueña que ha dado la vuelta al mundo y se ha convertido en uno de los símbolos tanto de la fe cusqueña como del turismo que se genera en la ciudad que otrora fue la capital del imperio inca, en el centro del Perú: el “Niño Manuelito”. La figura primorosa es la representación de un niño Jesús, ataviado con ropa típica, sentado en una pequeña silla de madera tallada, con la pierna cruzada sobre la otra mostrando la planta del pie, donde tiene clavada una espina. La tradición dice que hay que pedirle un milagro al Niño y cuando éste se haya cumplido se debe quitarle la espina.

La característica del trabajo de Olave, nos lo cuenta él mismo, “es que tiene un acabado más delicado, como si la piel del niño fuera de porcelana, y tiene bajo el paladar un vidrio y en los ojos cristales que le dan vida a la escultura; otros artesanos también hacen esta figura, pero es notoria la carita sonrosada, los ojos llorosos y el pelo natural de mis niños”.

Es cierto lo que dice el maestro Olave, sus piezas son características, finas, delicadas, que se ponen al extremo de otras muestras del arte cusqueño, donde las figuras son duras y hasta grotescas, con cuellos estilizados, manos exageradas o rostros melancólicos, que sin embargo reflejan el espíritu rebelde del pueblo andino.

“Trabajo en moldes de madera o maguey, luego cubro el tallado con tela y le voy dando las formas al vestido o las extremidades, finalmente pinto los detalles a mano, después las visto con ropita tradicional”, así resume su trabajo don Antonio Olave, quien ya en 1993 fue distinguido como Gran Maestro de la Artesanía Peruana y en 2009 fue declarado “Tesoro Humano Viviente de la Nación”, nada menos.

Hablamos de su infancia en Pisac, un pueblo a las afueras de Cusco, ya absorbido por el turismo pero que conserva un tradicional mercado artesanal donde aún se practica el trueque y el intercambio de productos en lugar de usar dinero. Recuerda que vino a Cusco como ayudante de un tío suyo, artesano también, y se instaló en una habitación en el centro de la ciudad, en el barrio de San Blas, que se convirtió en una zona donde los artesanos instalaron talleres y tiendas y ahora es de visita obligatoria de los turistas que visitan la ciudad. Tuvo suerte, también, recuerda, pues el amigo con quien compartía la pequeña habitación tuvo que viajar y se quedó ahí, con el tiempo pudo comprar la habitación y luego la casa.

Don Antonio Olave pasea por su casa museo, tiene tres grandes salones donde expone sus trabajos y premios, ha conservado duplicados de piezas que hoy se exhiben en Roma, París, Nueva York, Barcelona, Lima, entre otras ciudades importantes. En las galerías se confunden nacimientos, ángeles, arcángeles, Santiagos y piedades, matrimonios andinos, platos decorados y hasta juegos de ajedrez donde se recrea la lucha entre incas y españoles. Se acerca a las vitrinas, recuerda una anécdota, un viaje o a un amigo, se nota la nostalgia en su rostro, guarda silencio y se sienta.

Esa es la imagen de don Antonio Olave las últimas semanas de su vida, lúcido y de buen humor, repasando sus obras y recordando historias.  

Habla de sus otras creaciones, el “Niño sentadito”, el “Niño doctorcito” o el “Niño de la espina”, pero sobre todo habla de lo feliz que ha sido tallando y pintando, ve con cariño a sus hijos que continúan con la tradición artesanal y recuerda a su esposa Antonia Rupa. Recuerda que esas imágenes se le ocurrieron tratando de hacer una imagen divina con un sentido cotidiano, de lo que pasaría un niño de verdad en cualquier ciudad andina.

Había pasado largas temporadas restaurando imágenes de las iglesias cusqueñas, especialmente luego del terremoto del 50, cuando los templos resultaron muy dañados, y esa experiencia lo impulsó a aplicar nuevas técnicas de tallado y pintura en las viejas piezas, pero al mismo tiempo a aplicar antiguas características a sus nuevas creaciones. Esta mirada le ha permitido renovar la artesanía local sin afectar lo tradicional, tanto de la época colonial como de la incaica.

Esa es la imagen de don Antonio Olave las últimas semanas de su vida, lúcido y de buen humor, repasando sus obras y recordando historias; ya no recibía visitas, hizo una excepción con nosotros hace sólo unas semanas, hasta se dio tiempo para unas fotografías en su patio empedrado, y así lo recordamos ahora que ha partido, casi en silencio a pesar de la fama, a pesar de su aporte al arte de la imaginería y la influencia en la nueva artesanía cusqueña.

Alfredo Herrera Flores
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