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Viaje y poesía en un libro de Héctor Martínez

miércoles 29 de julio de 2020
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“El tiempo que fluye a la medianoche”, de Héctor Martínez
El tiempo que fluye a la medianoche, de Héctor Martínez (Fondo Editorial de la Universidad Católica de Santa María, 2020).

No cabe duda de que la literatura es una puerta abierta a un mundo inacabable, una invitación a explorar espacios, ideas, lugares, conocimientos y sentimientos que irán a renovar nuestra propia existencia, el mundo que conocemos y que configura nuestra propia forma de ver la realidad. Y esta verdad, invisible de tanto saberla, suele ser también una gran valla, un muro que nos impide enfrentar la realidad que se extiende más allá de nuestro campo visual. La literatura abre mundos, y los cierra, despiadadamente.

La poesía, en particular, es un género literario de extremos, de límites, a los que hay que llegar con la única intención de superarlos, eliminarlos, ya sea con el lenguaje, la imagen o la simple ilusión. Cuando un poeta cree haber alcanzado su verdad, o encontrado el sentido de la vida a través de las palabras, es decir el límite, y no pueda superarlo, no le quedará otra alternativa que el silencio, la muerte. Este debe ser el espíritu que guía el destino del poeta, del artista en general.

Escritores y artistas comparten, además de la disconformidad del mundo que les ha tocado vivir, la sensibilidad para enfrentarlo, la necesidad de escapar de él. Así, como el viejo Homero, habrán de inventar otros mundos para comprender el suyo, el nuestro. El viaje de Odiseo, la vuelta a Ítaca, puede ser sólo un mal sueño o la intensa necesidad de comprenderse uno mismo. La poesía ayuda en gran medida a entender esa necesidad y tratar de resolverla, siempre sin lograrlo. Octavio Paz dice en un verso que “el poema se hace / como el día / sobre la palma del espacio”, lo que quiere decir que el poema aparece y desaparece siempre igual en un lugar sin límites. Borges usa la misma metáfora: “La poesía vuelve como la aurora y el ocaso”, diciéndonos que el poema sólo sobrevive en nuestra retina, inmaterial. Y nuestro Vallejo termina por llevar la misma metáfora a los extremos gracias al lenguaje: “De la noche a la mañana voy / sacando lengua a las más mudas equis”, es decir, dándole vida al silencio a través de la poesía.

Tras varios años de ejercicio literario, de escritura y lectura, Héctor Martínez ha decidido publicar su primer libro de poesía con un título que pareciera más cercano a un tratado de filosofía o metafísica, El tiempo que fluye a la medianoche (Fondo Editorial de la Universidad Católica de Santa María, Arequipa, 2020) y no es, de primera intención, un claro anuncio de la sorpresa que depara el texto. Sin embargo, sí es un ejemplo de cómo la poesía ha de llevarnos a diferentes extremos, a los límites de un trayecto, un recorrido que sobrepasa el concepto de viaje, de traslado de un lugar a otro. La frase el tiempo que fluye designa movimiento, mas no traslado, pues el tiempo ya es un concepto con un enorme peso de relatividad, inmaterial, y es el sujeto de la acción, mientras que el espacio que contiene ese traslado, medianoche, es tan mínimo como extenso, igual de relativo, sin medida, sin límites.

Pareciera que no es intención del poeta reflejar aquellos tormentos que lo acompañan, sino por el contrario esconderlos para compartir con el lector la aventura sigilosa del viaje.

El libro, al contener un poema dividido en veintiún breves poemas y siete partes es, sin embargo, una unidad. A modo de un relato fantástico, se inicia introduciendo al lector en el objeto que lo trasladará a un mundo distinto del que materialmente es parte. El libro se inicia con el verso “El libro rojo del tiempo / fue abierto debajo de la escalera de caracol”. No sólo es una invitación a la lectura, sino a la aventura, es un momento de soledad e intriga, como quien va a comenzar un viaje secreto, íntimo. Es un buen punto de partida, porque además ya muestra un lenguaje sencillo, propio de una escritura-lectura de aventura, sin arriesgar la frescura del lenguaje poético.

Pero pronto el poema se irá desarrollando según su propia naturaleza, es decir, tratando de romper los límites. Si bien la aventura ha comenzado y escritor, protagonista y lector están dispuestos a todo, el autor propone y dispone que no hay normas. En el verso “El fin del mundo no importa”, se establece una norma importante, que marcará el destino de la historia, pero al mismo tiempo el uso del lenguaje, que no se hará más complejo sino que será una verdadera hoja de ruta. El personaje, entonces, consciente de sus limitaciones (¿el viajero, el poeta?) y del aún desconocido mundo al que se va a enfrentar, se encomienda a la única fuerza superior que cree podrá acompañarlo y, en ambiguo tono entre resignación y valentía, dice: “Y encomendé mi alma a Dios”.

Este es un punto de inflexión en el transcurso del poema. Y debe ser el momento en el que el lector ensaye todas aquellas preguntas respecto a la continuidad de la historia que se esconde en el poema. Y es también el momento de preguntarse, con una lectura un poco más acuciosa, sobre el espíritu poético de Martínez, sobre la intimidad con que decide enfrentar un viaje imaginario, y si este periplo es un escape o un interés personalísimo de alcanzar una meta, por supuesto vedada para el lector. Pero pareciera que no es intención del poeta reflejar aquellos tormentos que lo acompañan, sino por el contrario esconderlos para compartir con el lector la aventura sigilosa del viaje, de alcanzar aquella orilla en la que, como Odiseo en Ítaca, pueda reencontrar algo más que una vida, rencontrarse con uno mismo.

La descripción del viaje, a su vez, la aventura misma, es en palabras del poeta un fino ejercicio de lenguaje e imaginación, y la intriga será uno de los principales recursos con que se irá descubriendo poema y destino. “Esa noche una tiniebla densa / pero deslumbradora / perturbó los sueños de la gente”, dice, por ejemplo, en un lenguaje más propio de la narrativa de misterio, el protagonista que, a estas alturas del poema, ya ha descifrado su destino: lo desconocido.

La filosofía y la reflexión serán la línea continua que guía la lectura de este bonito libro, este poema que es un homenaje a la lectura.

La parte V del poema, que es el nudo de la historia, va a cuestionar el proceso creativo y, al mismo tiempo, el espíritu poético que Héctor Martínez ha desplegado en su propuesta artística. Está en el punto clave de la creación: “Entre la realidad y la ficción”. ¿En qué consiste ese espacio o momento que se plantea como un estado de vigilia o inconsciencia? El propio Héctor podría ayudarnos a desentrañar la duda con sus conocimientos de psicología, pero deja todo en manos de la poesía, como dijimos al principio, ese género de extremos, y vuelve a adueñarse de todo, al dejar en boca del capitán de la travesía el dominio de lo que acontece y de la palabra porque él “guarda los límites de la aventura”. Los límites de la aventura son los límites de la poesía.

El viaje culmina en el poema 21, coincidente con el número del siglo que atravesamos y con el año que viene. ¿Culmina aquí un ciclo literario de Héctor Martínez? El contenido de este poema final no desentraña ningún misterio aunque se haya llegado al fin ubicuo de la aventura, pero confirma el mundo ilimitado en el que vivimos, que el poeta llama poema, viaje, retorno: “No hay bordes en el Universo” y salta al último verso para confirmar el espíritu del arte, que es la íntima constatación de nuestra naturaleza humana: “No hay principio ni final”.

La filosofía y la reflexión serán la línea continua que guía la lectura de este bonito libro, este poema que es un homenaje a la lectura. Vale recordar al colombiano Álvaro Mutis, que a través de un personaje, Maqroll el gaviero, dará la vuelta al mundo en su afán de explicarse la vida, y será en tierras del medio oriente, mágicas y deslumbrantes, donde querrá, como un sueño imposible, volver, pero como la escritura de un poema, nunca será posible. El destino de Martínez es Narsingar y el de Mutis Amirbar.

El tránsito intelectual de Héctor Martínez, a quien conocimos en las aventuras terrenales de la bohemia literaria arequipeña de los años finales del siglo veinte, ha ido de la poesía a la sicología, y de ahí a la docencia universitaria y la investigación, para darse un nuevo respiro vital volviendo a la poesía, lo que celebramos disfrutando este libro y adentrándonos, con la palabra breve y justa, a un mundo que, como una aventura de infancia, nos ha emocionado. Este libro confirma que Héctor no ha dejado el ejercicio de la poesía, de la buena lectura, de la coherente conversación, de la fraterna amistad, pues todo ello se refleja en estos versos, en esta aventura anónima pero íntima.

Alfredo Herrera Flores
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