
Uno
La Amazonia ha sido siempre un territorio lejano, incalculable como un océano, impenetrable y, por lo tanto, misterioso. Desde muy antiguo se han contado historias fantásticas de seres de tamaño descomunal, árboles tan grandes y frondosos que impiden la penetración de los rayos solares, animales de colores inimaginables y hasta un permanente cambio del paisaje que desorientaba y perdía a los exploradores atrevidos.
Los incas, que lograron cruzar la cordillera y entrar a la selva, sorteando bosques nublados, quebradas, calor, deslizamientos y alimañas de todo tipo, no reprimieron sus emociones y, por ejemplo, al llegar al río Eori, y después de pronunciar esas sílabas cantarinas de los hombres del lugar, lo bautizaron con el mítico nombre de Amarumayu, río serpiente, para luego ser nombrado, ya en nuestros días, con el no menos poético Madre de Dios.
Y cuando los invasores españoles desviaron su ambicioso rumbo al sur y se internaron en los frondosos bosques de la codicia, nadie les creyó que habían visto un río tan grande que parecía un mar que iba a algún lado, que no se podía ver la otra orilla y un ejército de hermosas mujeres desnudas los atacaron con certeros dardos envenenados. A esa maravilla de la naturaleza, que no cabía en su imaginación, la llamaron Amazonas.
Hasta hoy, aquella vasta extensión viviente sigue siendo un misterio. Ante lo difícil que es describirla, la literatura, como hace siempre con aquello que no podemos explicar ni creer, se filtra en las palabras de dos poetas de la Amazonia peruana para darnos una nueva visión de su exuberancia. Publicados casi al mismo tiempo (con dos meses de diferencia según los créditos editoriales) por Pakarina Ediciones, los libros Estancias de Emilia Tangoa y Ukamara, ojo de serpiente, de Ana Varela Tafur y Carlos Reyes Ramírez, respectivamente, llegan para acercarnos e internarnos a ese mundo verde, excesivo, que es la Amazonia peruana.
Pero bien sabemos que la literatura, y en particular la poesía, no es un mero instrumento descriptivo, sino un medio por el que se indaga en los resquicios oscuros y olvidados de nuestra condición humana. Así, la visión poética que tienen Varela y Reyes del mundo amazónico está muy ligada a sus propias experiencias y a sus más íntimas emociones. Ambos, concepción del mundo y lenguaje, van por caminos paralelos y, al mismo tiempo, se van cruzando, coincidiendo y volviendo a encontrar su propio rumbo, como si de ríos y meandros se tratara.

La poesía de Varela es un permanente diálogo entre su esencia humana y su entorno.
Dos
Ana Varela (Iquitos, Loreto, 1963), concibe y ordena su libro Estancias de Emilia Tangoa (Pakarina Ediciones, 2022) como si un discurrir de agua fuera: “Humedales”, “Cauces y recorridos” y “Varaderos”. Se define desde el primer verso de su poema inicial: “De un bosque soy, de sus humedales. / Vivo temporadas lluviosas todo el año. / Mis días son sogas líquidas que se expanden / y nutren hojarascas con insectos desconocidos”. Esta afirmación es, a su vez, una puerta de ingreso al espacio en el que se desenvuelve la experiencia vital de la poeta y es, también, una invitación a conocer su intimidad.
La poesía de Varela es un permanente diálogo entre su esencia humana y su entorno, una relación que se sostiene en la condición de igualdad. La poeta, o su yo poético, va hablándole al agua como a la garza, a la serpiente y a la montaña: “Allá en lo distante asaltas la luz de la luna / y la frondosidad impávida con tu rugido. / Yanapuma, tan nombrado y olvidado” (poema “El tigre ronda”). Otro ejemplo: “Descansa en tu sigilo, otorongo. / Desde la tierra-agua-aire te nombran los cóndores” (poema “Habitante otorongo”).
En la cosmovisión de los pueblos amazónicos, el ser humano habita en común con plantas y animales un espacio en el que todo sirve para convivir, cada ser viviente tiene una función y un objetivo, por lo tanto, cuando uno de los elementos rompe o no cumple con su designio, se produce un quiebre, un desequilibrio, hasta que las cosas, como la metáfora del río que sale de su cauce, vuelve a su estado de equilibrio. La poesía de Varela se sostiene en esta ley de la naturaleza y reflexiona, tal como sus habitantes lo han hecho por mucho tiempo: “Espíritu del monte es tu poder, / soga envuelta en las travesías / de la sabiduría humana / de nuestros antepasados”.
En el transcurso de los poemas asistimos a confesiones, conversaciones, travesías y estancias, y en cada circunstancia hay una voz segura, profunda, que elabora un mensaje que va más allá de la sencilla adulación o defensa del ambiente, la ecología, la naturaleza. La viva voz del reclamo y la denuncia se ve, también, muy manifiesta: “Temprano las motosierras suenan. / Su dinámica funciona como una tormenta. / En su alto sonido constante hay pedazos de nubes”.
Hay dos personajes nombrados en el poemario; el título del libro se debe a uno de ellos, Emilia Tangoa, y el otro es Nora Saurín. Varela asume una voz integral y les habla, transmite a estas mujeres, salidas de su entorno y convertidas en mito, los sentires de quien deja en sus manos la suerte de la selva. “A ti, desde la belleza diversa, Emilia Tangoa. / A ti que escuchas y vigilas a los mamíferos que se extinguen”, dice, por ejemplo, en uno de los poemas, y en el otro: “Que las playas sobre el Marañón te celebren, Nora Saurín / y que en pleno centro aparezca tu rostro brillando…”.
De esta manera, guiados por la palabra franca y natural de Ana Varela, nos internamos en la selva peruana, vemos a través de sus visiones, sentimos con ella celebraciones y frustraciones, pero, sobre todo, asumimos ese espacio lejano como nuestro, ya no en el sentido de propiedad o pertenencia, sino con el espíritu de la identidad.

De las tres partes del libro, las dos últimas son las que se abren en el ojo y las palabras del poeta al esplender de la selva.
Tres
En Ukamara, ojo de serpiente (Pakarina Ediciones, 2022), Carlos Reyes (Requena, Loreto, 1962) continúa, o mantiene, un recorrido poético iniciado con su premiado libro Mirada del búho (1987), recorrido en el que no deja de indagar y explorar por el siempre misterioso mundo de la Amazonia. En caso de este su último libro, esa visión parece haber madurado, alcanzando niveles de reflexión propios de quien conoce mejor tanto el mundo que lo rodea como su propia esencia.
De las tres partes del libro, las dos últimas son las que se abren en el ojo y las palabras del poeta al esplender de la selva, mientras que, en la primera, no menos importante, hay una voz neutra que se interna en una experiencia más mundana, o citadina, que advierte cierta lejanía. Los poemas de la parte inicial muestran una visión panorámica del mundo que conoce Reyes, y lo presenta así, desde su posición de tercera persona: “El barco herido descansa sobre el estío, la fractura de la tierra es evidente y se levantan los montes y cruzan los peces y los delfines”.
En la sección “Universo Ukamara”, la segunda parte, la voz poética se torna primera y describe el mundo al que nos invita trascender de la mano de su propia voz: “Me senté a observar a la serpiente que mira con ojo amenazador. Me senté a mirar cómo pasa el agua debajo de canoas y balsas revelando el nacimiento del mundo. // Ukamara es ojo de agua, galaxia recién explorada, unidad sideral y esmeralda como huevo de perdiz”. Así dice el poema “Origen” que, justamente, da inicio al tránsito hacia la intimidad de la selva.
Y en la tercera parte, “Animales de diciembre”, el poeta asume una posición más activa, sin descuidar el orden del lenguaje que, como una tranquila corriente de agua, ha ido transcurriendo por paisajes, recodos, cielos, lluvias, nubes, ríos, aromas y colores. Hermoso ejemplo es como principia el poema “El río”: “Me senté a mirar el río, ese animal fabuloso que mira con ojos del destino”. Carlos Reyes Ramírez se interna con este libro tanto en el universo amazónico como en su propia experiencia vital, en su espíritu humano, que, en el fondo, se conjugan en una unidad.
Ambos han contribuido con creación y opinión al debate cultural.
Colofón
Varela y Reyes son poetas que tienen muchas cosas en común, pertenecen a una misma generación, se han formado literariamente en torno al grupo Urcututu y han obtenido el Premio Copé de Poesía (1991 y 1986, respectivamente). Y, aunque pareciera no ser un dato importante, no han necesitado instalarse o asimilarse en los espacios centralistas de la literatura peruana contemporánea; Ana tiene una experiencia profesional fuera del país y Carlos ha desarrollado su profesión en el ámbito de la Amazonia, y ambos han contribuido con creación y opinión al debate cultural, lo que les ha permitido mantener una vigencia importante en el contexto cultural nacional.
Si bien la exuberancia de la selva ha llegado a otros lugares especialmente a través de la narrativa y la pintura, desde la mirada creativa, y la antropología y la biología, desde las ciencias, los nuevos libros de Ana y Carlos se convierten en una experiencia muy interesante desde la poesía. Es cierto que hay otros antecedentes y varios nombres en la poesía peruana que se han internado en este vasto espacio, tal como hay poetas colombianos, venezolanos o brasileños que lo han hecho desde sus particularidades. Hay que destacar esta coincidencia peruana que, de seguro, con el tiempo, marcará una nueva etapa en el imaginario literario nacional.
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